16 de agosto de 2017

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14/06/2025

Literatura

Hombre y máquina, ¿una colaboración con futuro?

La traductora Dirce Waltrick do Amarante piensa el papel de las inteligencias artificiales en su oficio; Iván García amplía la reflexión

Dirce Waltrick do Amarante | viernes, 13 de junio de 2025

Fotografía de Mohamed Marey en Unsplash

Hace mucho que la máquina viene atormentando a los traductores. Ya en un artículo periodístico de 1956 titulado “A máquina de traduzir”, incluido más tarde en Escola de Tradutores, el traductor, ensayista, lingüista y profesor húngaro naturalizado brasileño Paulo Rónai se preguntaba: “¿Será que, luego de tantas otras profesiones, la modesta casta de los traductores también se verá obligada a enfrentar la terrible competencia de la Máquina? Según parece, la mecanización ha llegado al rincón donde estos humildes faquires de la inteligencia se entregaban tranquilamente a inocentes ejercicios de malabarismo verbal”.

Hasta aquella fecha de 1956 no había una amenaza real para las “traducciones verdaderamente literarias”, pues, como afirmaba Rónai, estas seguirían siendo realizadas por traductores humanos. Sin embargo, sobre la traducción de textos de carácter técnico el lingüista no se mostraba tan optimista: “no tengo ninguna duda: de aquí a unos años será posible traducir electrónicamente a una velocidad jamás alcanzada por cerebros de materia gris”.

Hoy muchas cosas han cambiado. Las inteligencias artificiales son cada vez más sofisticadas y han logrado impresionar incluso a escritores y traductores renombrados, como el narrador angoleño José Eduardo Agualusa. En su columna del periódico O Globo, publicada el 1 de marzo de este año, cuenta que comenzó a experimentar con los modelos de inteligencia artificial para la creación de haikus: “Al principio”, dice, “los resultados me parecieron ridículos y decepcionantes. Esto ha ido cambiando desde que logré familiarizarme más con la herramienta e incorporarla a mi universo. Los resultados también suelen ser más interesantes si las instrucciones son al mismo tiempo precisas e inusitadas”.

El éxito de tal “colaboración” depende, así, del diálogo que el ser humano establece con la máquina. En el caso de la traducción se le puede pedir que traduzca poemas, por ejemplo, conservando rimas, ritmos, repeticiones de palabras, entre otros elementos. El traductor humano guía a la máquina para que ejecute lo que quiere, aquello que considera necesario. Él sigue al mando.

Lo cierto es que la máquina siempre presenta una primera propuesta de traducción. Su proceso es idéntico al de un traductor humano que traduce, retoma la traducción y va afinando su trabajo hasta alcanzar lo que considera la mejor versión en ese momento.

Lo cierto es que la máquina siempre presenta una primera propuesta de traducción. Su proceso es idéntico al de un traductor humano que traduce, retoma la traducción y va afinando su trabajo hasta alcanzar lo que considera la mejor versión en ese momento. Conviene recordar que ningún texto nace listo en la cabeza de un escritor o traductor. Una composición literaria es fruto de un largo amasijo de borradores, como diría el poeta ruso Ósip Mandelstam. ¿Por qué entonces el texto traducido por la máquina habría de estar listo a la primera? No obstante, la diferencia entre el traductor y la máquina de traducir es que la máquina no revisa por sí sola, necesita de un humano que la induzca a continuar con el proceso de revisión.

Tal parece que esta colaboración entre hombre y máquina apunta hacia el futuro. Pero ¿realmente será así? Por un lado, las máquinas pueden agilizar la traducción de una mayor cantidad de libros e intensificar el intercambio cultural. Esto, desde luego, con la participación indispensable de un grupo de traductores y revisores humanos en el proceso. Por otro, veamos el ejemplo de DeepL, que ya cobra por el servicio de traducción. Es probable que otras aplicaciones sigan el mismo camino: comienzan siendo gratuitas, pero a medida que los usuarios se vuelven “dependientes” los “dueños” de la tecnología ven la oportunidad de cobrar y lucrar con el servicio. Esto sin contar que es del diálogo entre el humano y la máquina que ésta se alimenta –y gratis, no está de más decirlo.

¿Cómo quedará la remuneración del traductor ante la llegada de la inteligencia artificial? ¿Tendrá que competir o “compartir” con la “máquina” el valor de su trabajo? Volviendo a la reflexión sobre el acto de traducir, es evidente que esto sólo le interesa a los humanos. Si bien la máquina es capaz de “procesar”, su objetivo no es la reflexión. Fue desarrollada para entregar un producto, lo que parece ir contra la tesis del filósofo alemán Martin Heidegger: Alles ist Weg (Todo es camino).

Las máquinas pueden agilizar la traducción de una mayor cantidad de libros e intensificar el intercambio cultural. Esto, desde luego, con la participación indispensable de un grupo de traductores y revisores humanos en el proceso.

Lo cierto es que uno de los placeres de la traducción, al igual que de otras actividades intelectuales, radica en el camino recorrido para alcanzar un determinado resultado. Al ser interrogada sobre el papel de las inteligencias artificiales, la traductora profesional Denise Bottmann afirmó: “Algo muy importante y fascinante en el oficio de traducción es el gusto, el placer de traducir. Va más allá del aspecto meramente pragmático del trabajo; abre las puertas a una dedicación de otra naturaleza: es lo que a veces llamo ‘traducción afectiva’”. Para ese tipo de traductores la jornada es tan significativa como el producto final. A decir verdad ese producto nace siempre de una larga aventura intelectual y reflexiva.

En una sociedad marcada por la parálisis intelectual, las plataformas de inteligencia artificial pueden fácilmente sustituir a los traductores. Los lectores, quizá, quedarán tan impresionados con la traducción de la máquina como la élite intelectual lo hacía con el talento del Sr. Castelo, personaje de “El hombre que sabía javanés”, de Lima Barreto, que “traducía” de una lengua y una cultura que desconocía por completo. La traducción realizada por máquinas será ciertamente más precisa que la actuación del personaje de Barreto. Sin embargo, también tendrá un impacto ambiental significativo. Se sabe que cuanto más sofisticados se vuelven los comandos de las IAs mayor es el consumo de energía, infraestructuras y equipos informáticos, como las tarjetas gráficas, lo que aumenta la demanda de silicio y cobalto. La extracción de cobalto, por ejemplo, degrada el suelo y los ecosistemas, lo que contribuye al deterioro ambiental. No obstante, mientras esa extracción suceda en la República Democrática del Congo, no parece afectarnos directamente.

El uso de las IAs implica, así, una discusión ética y jurídica… Al final, todo es camino.

Traducción del portugués de Iván García y Vania Rocha

 

Nota

Iván García

En términos de arte da igual si la máquina puede hacerlo mejor y más rápido que el ser humano. El problema poético, para máquinas y humanos, no está, no ha estado nunca, en el hacer, ni mucho menos en el saber o aprender a hacer. En esto, como ilustró hace un siglo William Carlos Williams, se enfocan maestros y aprendices, da igual también si universitarios o no, y “suele ser el mayor error de quienes creen saber algo sobre arte”. No es que aprender y saber no importen, sino que el problema siempre ha sido otro.

La máquina, configurada para adquirir, disponer, perfeccionar y acaso recombinar recursos con una eficacia cada vez mayor, no está hecha para no poder hacer: eso instala un contrasentido, un cortocircuito que, sin embargo, es clave para el arte. En “¿Qué es el acto de creación?”, uno de los escritos más brillantes sobre el tema, Giorgio Agamben retoma el título de una conferencia de Deleuze y parte de algo que falta, algo que quedó no dicho, deliberadamente o no, cuando el filósofo francés definió el acto de creación como un acto de resistencia –tanto a la muerte como al paradigma de información mediante el cual se ejerce el poder en una “sociedad de control”– y afirmó que resistir significa liberar una potencia de vida. Para Agamben todavía falta allí una verdadera definición del acto de creación como acto de resistencia. Y esto lo lleva a un largo recorrido filosófico que no pretendo glosar aquí, pero que deriva en una tesis central: habría una potencia de hacer –potencia de sí– y una impotencia –potencia de no–, en donde el simple hacedor hace porque sabe y puede hacerlo (tiene la téchne, arte, oficio, habilidad, capacidad o hábito) y donde el artista, en cambio, hace con su saber y poder hacer, pero también o sobre todo con su potencia de no; es sólo a través de la resistencia que ella es que se expone la potencia.

Así, mientras el pianista toca el piano porque sabe y puede tocar el piano y puede incluso ejercer su potencia de no tocar, “Glenn Gould es, sin embargo, el único que puede no no tocar y, dirigiendo su potencia no sólo al acto sino también a su propia impotencia, toca, por así decirlo, con su potencia de no tocar”. Hace con su potencia de no hacer, su absoluta incapacidad para su arte, su precariedad, su falta, como el gran nadador de Kafka, que dice no saber nadar. Se desactiva el inocente tránsito de la potencia al acto, pues si la creación sólo fuera potencia de hacer, el arte “decaería a ejecución que procede con falsa desenvoltura hacia la forma terminada”, ya que ha superado, podado, abandonado o negado su potencia de no, su resistencia. Así, para Agamben, la maestría no estaría en ese equívoco largamente difundido de la perfección formal, sino en todo lo contrario, “la conservación de la potencia en el acto, salvación de la imperfección en la forma perfecta”.

Como en Dante, según nos recuerda el propio Agamben: “el artista / que tiene el hábito del arte tiene una mano que tiembla”. Y este temblor, que en Deleuze lleva al balbuceo y en Derrida a la cuerda vibrando en el trémolo de la voz (ambos fascinados por la misma línea tosca o toscana), acaso habría que pensarlo en relación directa con el vientre (el autor como presa de una ventriloquia, ligada al vagido o a la voz oculta, que lo cimbra y lo indefine, para ascender y descender en espirales) y aún más abajo, si pensamos en la “Teoría y juego del duende” de García Lorca, para quien el duende, que “es un poder y no un obrar”, no está en la garganta, sino que sube por dentro desde la planta de los pies, como le dijo un viejo maestro guitarrista. La máquina no tiene vientre, no come, no tiembla, no nada. Si en el arte se desactivan los hábitos, la máquina es inconcebible sin una suma de estos. Si la máquina obra con mayor eficacia, el artista inspirado no tiene obra, como nos dice Agamben, transita en lo inoperoso, en lo sabático, en la lengua de la gloria, que no es inmovilidad, sino “gesto que desactiva y vuelve inoperosas todas las obras de los hombres”: fiesta de una lengua que “ya no quiere decir nada, sino que contempla su potencia de decir”.

En contraste con las reflexiones de Juan Villoro, para quien “el nivel de desarrollo [de las inteligencias artificiales en el arte] es preocupante porque es satisfactorio” y “las posibilidades de que sustituyeran a algunos de los guionistas [con los que trabajaba para una serie de televisión] eran muy estimulantes”, no sólo porque “lo hacían más rápido y en ocasiones mejor”, sino también porque no presentaban “las neurosis ni las quejas” de los guionistas, el intelectual argentino Daniel Link formula lo siguiente: “Hasta ahora mi consejo ha sido: pídanle a una Inteligencia Artificial un argumento para una novela (o una película). Lo que sale es exactamente lo que no hay que hacer, es lo obvio, lo que un código automatizado puede producir”. No es hacer lo contrario, pues eso sería un condicionamiento, sino entrar en el arco imaginativo de lo que sí hay que hacer y que no se sabe ni se sabrá nunca bien qué es. Por eso la máquina gana, nos dice también Bifo, porque sabe lo que tiene que hacer y lo hace, no vacila, no duda, no se (a)queja ni se alegra, no merodea en el acceso de pensamiento y lenguaje.

Para Link, “lo más grave de las IAs es que proponen como ‘verdadero’ un modo de pensamiento que es completamente lineal, causalista. Como un nuevo positivismo debidamente aderezado con operadores de corrección política”. El verdadero temor, para él, está en lo que eso “puede implicar y significar respecto de qué se entiende por discurso verdadero”, dado que carece de riesgo, lo que no está exento de una forma de control. Tal vez por ello el poeta Daniel Freidemberg, tras preguntarse si no todos, en mayor o menor medida, nos estamos volviendo “artefactos técnicos, manejados por algoritmos”, propone preocuparnos no sólo por “la estandarización que producen o producirían las IAs” sino por poner “la mira en el sistema sociocultural que habilita ese y otros reduccionismos”. Así mismo, no es casual que, como advierte Bifo, “los principales usuarios y financiadores de la investigación en este campo sean los sistemas militares y financieros”.

Por descontado, no basta con observar que la máquina bien puede hacer poemas correctos y que esto perfectamente no sirve de nada, en tanto el arte roza lo imprevisible y lo incierto; sobran humanos que, apoyados o no en lo artificial, también escriben poemas tan correctos y sofisticados –e incluso aparentemente novedosos– como inocuos y predecibles (o de plano peores que los de las inteligencias). El problema está en la falta de una tensión negativa del proceso creativo. Al hacedor la máquina podrá ofrecerle un mazo de opciones y él bien podrá añadir su ingenio, sus conocimientos escolares y sus talentos literarios, pero seguirá sin ser poeta, como de hecho tampoco lo era antes de las inteligencias. No pasará de un ser pasivo y un sujeto de rendimiento.

La reflexión no se detiene aquí. Por ello nos ha parecido pertinente traducir el artículo de la profesora brasileña Dirce Waltrick do Amarante, que sitúa la discusión en el ámbito de la traducción literaria y el arribo de las máquinas. Tras revisar distintos ángulos, la traductóloga y coordinadora, por dar apenas un ejemplo, de una traducción colectiva de Finnegans Wake (reconocida con el Premio Jabuti), concluye que esa discusión no puede ser sino ética y jurídica. Y biopolítica también, desde luego.

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