16 de agosto de 2017

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28/04/2024

Literatura

El pronombre humano

Murió Ursula K. Le Guin, autora clave de la ciencia ficción, a los 88 años de edad; una reflexión de Nicolás Cabral sobre su obra

Nicolás Cabral | martes, 23 de enero de 2018

Ursula K. Le Guin retratada por William Anthony en 2016

La noticia del fallecimiento de Ursula K. Le Guin (1929-2018), cuya influencia en la ficción especulativa y fantástica contemporánea –lo mismo en la literatura que en el cine– es considerable, invita a recordar la singularidad de su trabajo dentro de la literatura contemporánea. Para homenajearla, Nicolás Cabral aporta este fragmento de un libro en proceso, donde se detiene en la concepción de lo humano de la escritora estadounidense, específicamente en las novelas del ciclo hainita, más pertinentes que nunca.

En Gueden, el planeta habitado por hermafroditas concebido por Ursula K. Le Guin en La mano izquierda de la oscuridad (1969) y revisitado en el cuento “Mayoría de edad en Karhide” (1995), los humanos adoptan una identidad sexual solamente durante los días de kémmer (equivalente del celo). La anomalía, en ese lugar, es el ser permanentemente sexuado, fijo en su condición de hombre o mujer. También llamado Invierno por sus características climáticas, Gueden no es más que uno entre decenas de mundos, la incorporación más reciente del Ekumen, federación galáctica de culturas humanas regadas por el cosmos. Millones de años atrás diversos planetas fueron habitados por oriundos de Hain, el espacio original de la especie; como si se tratara de un experimento sobre la resiliencia, en algunos casos posibilitaron la adaptación de los pobladores a las condiciones de los cuerpos celestes a través de la ingeniería genética. Este dispositivo narrativo permite a Le Guin practicar una antropología ficción, con la que explora la pluralidad de los mundos posibles: si en La mano izquierda de la oscuridad se trata, entre otras cuestiones, de imaginar la asunción plena de la performatividad del género –para ponerlo en los términos (muy posteriores) de Judith Butler–, en El nombre del mundo es Bosque (1976) estudia las consecuencias del colonialismo interestelar y en Los desposeídos (1974) las características y problemáticas de una sociedad anarquista (de ahí el subtítulo Una utopía ambigua). La sustracción –el sujeto es colocado fuera de los lugares (materiales y anímicos) que le son habituales para observar su capacidad de cambio– es, aquí, de escala planetaria; Fredric Jameson la llama “reducción del mundo”, pues en este procedimiento “los seres humanos han superado el determinismo histórico, y se han quedado solos consigo mismos para inventar sus propios destinos”. Sorpresa: fuera de la Tierra hay hombres cuyas vidas no son regidas por el capital.

La experiencia de la pluralidad representa, en los mundos de Le Guin, la identificación de un núcleo humano que trasciende la diferencia sexual (o de cualquier otra clase) –una herencia de Orlando (1928), de Virginia Woolf–, como puede leerse en los testimonios de Genly Ai, el enviado ecúmeno a Gueden –que incurre constantemente en prejuicios “liberales” y descubre en su lengua la imposibilidad de lo neutro, al carecer del “pronombre humano” característico del karhidi– en La mano izquierda de la oscuridad, una de las narraciones nodales del universo hainita: “Un hombre desea que se tenga en cuenta su virilidad, una mujer desea que se aprecie su femineidad, por más indirectos y sutiles que sean ese tener en cuenta y esas apreciaciones. En Invierno no existen. Uno es respetado y juzgado sólo como ser humano. La experiencia es asombrosa”. Ai no es la única voz que oímos en la novela: el testimonio de un/a sabio/a guediano/a, Derem Har rem ir Estraven, es incorporado. Por él/ella conoceremos el azoro producido por la fisonomía de su amigo terrestre, de piel negra y evidente sexo masculino. “Alabada sea la creación inconclusa”, dice a través de la prosa perspectivista de su creadora, mientras mira el paisaje, para luego señalar, con palabras que evocan a los hombres resistentes de Varlam Shalámov, que su acompañante es a la vez vulnerable e “increíblemente fuerte”. Tras vivir varios años entre guedianos –que, además, desconocen la guerra–, Ai será alcanzado por otros representantes de la federación, sexuados como él, para culminar la incorporación del planeta y sus naciones al Ekumen. Para entonces su percepción ha sido alterada:

Salieron de la nave y saludaron a los karhíderos con una hermosa cortesía. Pero a mí todos me parecían extraños, hombres y mujeres, aunque los conocía bien. Las voces me sonaban raras: demasiado graves, demasiado agudas. Eran como una tropa de animales desconocidos, monos corpulentos de ojos inteligentes, todos ellos en celo, en kémmer…

Sin otro deseo común que el de acrecentar “la complejidad y la intensidad de la vida inteligente” a través del intercambio de saberes, de la erradicación del dominio de unos sobre otros (he ahí el núcleo utópico leguiniano), los ecúmenos pueblan una región del Universo conscientes de que, si algo comparten con los otros descendientes de los hainitas, es, además de un cuerpo de aspecto semejante –aún en el caso de los andróginos invernales–, la condición de humanos, expresada individual y socialmente de formas diversas (“No sé qué es la ‘naturaleza humana’”, confiesa Raj Lyubov en El nombre del mundo es Bosque). En La mano izquierda de la oscuridad Le Guin –uno de los rarísimos casos de un prosista relevante lo mismo en el género fantástico que en la ciencia ficción, si es que hay que recurrir a las etiquetas genéricas– alterna las voces de Ai y Estraven con leyendas populares karhíderas porque entiende, para usar palabras de Eduardo Viveiros de Castro en Metafísicas caníbales (2009), que “lo que distingue a los agentes y los pacientes de los acontecimientos míticos es su capacidad intrínseca de ser otra cosa”. A los personajes de Le Guin los guía algo cercano al “señor maestro” de Imre Kertész: la apertura del ser, la libertad que sólo tiene pleno sentido cuando busca lo mismo la dignidad propia que la del otro. “Un yomeshta diría que la singularidad del hombre es su divinidad”, explica Estraven. En este futuro ficcional resuena “lo indestructible” kafkiano.

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