El asunto del ascenso comercial de la música “latina” parece no agotarse. Durante los años recientes este supuesto género ha ocupado nuevos nichos o se ha consolidado en ellos, las utilidades que genera no han dejado de crecer y se le destinan más categorías en las principales premiaciones. En general este crecimiento (casi ubicuidad) se percibe como un hecho que no requiere mayor demostración. Lo que resulta extraño es la ausencia de claridad en lo que nombra la etiqueta “latina”. Al parecer no se trata del territorio en donde se origina (que frecuentemente es el de los Estados Unidos) ni la lengua de quienes la crean: muchas veces se encasilla como latina a música cantada en inglés. Según el criterio más aceptado, aunque no siempre explícito, lo “latino” tendría que ver con un conjunto de géneros musicales, originados en América Latina, y que llevan en su sonido las marcas de ese origen.

Esto último es, por supuesto, la parte más tramposa: ¿cómo suena lo latino? Se trata de algo que tiene menos que ver con las cualidades propias de la música que con las atribuciones y expectativas en torno de la latinidad que tiene el mercado estadounidense, como sujeto colectivo, y sus clientes, como sujetos individuales. Esto lleva a que, por mencionar algo, una banda peruana de krautrock pueda no ser catalogada como “música latina”, aunque sí, misteriosamente, lleve la etiqueta de “kraut latino”.

En una revisión informal puede notarse que los estilos y vertientes a los que les suelen aplicar esta categoría están relacionados con ritmos animados y tonos festivos (cualidades que, en el imaginario estadounidense, suelen asignarse a la gente de origen “latino”). Es música codificada en el lenguaje de la radio comercial, que acompaña las reuniones grupales o multitudinarias, siempre sensual y propicia para el baile. En esas atribuciones podríamos encontrar buena parte de la explicación de su crecimiento comercial: la música llamada “latina” sería la vía más sencilla para llegar a estados de ánimo asociados con la evasión y para estimular la seducción y su respuesta. En esos lugares comunes está cimentado el poder de su marca.

Todo mundo puede darle la bienvenida a la diversión descerebrada en una que otra ocasión, pero si se trata del único rasgo con el que un mercado asocia a un pueblo y a su música la situación empieza a volverse problemática. Por suerte cualquier cosa que resulte ser la música latina (a menos que se le considere como un segmento comercial) seguramente dará cabida a una mayor diversidad. Incluso existen formas musicales en las que los ritmos generalmente asociados con ella no tienen mucho que ver con sus representaciones en los canales de mayor difusión.

Crizin da Z.O. es una banda que retoma estilos que, al menos en el papel, parecerían familiares a las listas de popularidad actual: funk carioca, gabber, hip hop. Cierta forma de describir su sonido, no tanto imprecisa como incompleta, podría dar también la idea de que sus canciones servirían para animar el interior de un café para jubilados en Los Cabos: aunque la base rítmica no es siempre regular, suele ser bastante bailable, con la percusión al frente. Hay referencias a estilos que han marcado la historia del pop brasileño, como la samba, y frases que se vuelven leitmotivs pegadizos. Podría ser música de fiesta, pero jamás de la fiesta como escenario arquetípico de lo latino, tal como lo entiende la industria musical anglosajona. La diferencia puede entenderse en términos de furia, sobre todo: la interferencia de ruido es constante, la producción y la ejecución descartan por completo la limpieza o la exquisitez y están al servicio de la crudeza expresiva. En especial en su álbum más reciente, Acelero.

Crizin da Z.O. tiene su sede actual en Río de Janeiro, ciudad en la que sus integrantes dicen haber sentido mejor el desconcierto y la sobreestimulación de los que quieren dar cuenta con sus canciones. Sus letras, por cierto, son otro factor que les distancia del pop “latino”: en vez de las referencias circulares al amor romántico o a la fiesta hay comentarios sobre un mundo que se divide entre la cercanía del fin colectivo y la búsqueda de la evasión. “Festa da carne” retrata lo absurdo del crecimiento de la iglesia neopentecostal (que ha llamado a sus filas a millones de fieles en Brasil) y la existencia simultánea del Carnaval de Río, con su “festín carnal en un mundo colapsado”. Otras canciones son manifiestos contra las cámaras de vigilancia, los “cementerios masivos de las apps” y “las ruinas cognitivas del mundo conectado”. Esta suerte de paradojas no está solamente en sus letras, sino que a ellas se suma una producción que igualmente sobrepone el goce y el ímpetu al miedo y a la desesperanza que provocan el objeto de sus líneas.

Acelero vuelve más nítida y saturada la música de los EPs y álbumes que le preceden. En vez de apuntar a una dilución de la rabia, que podría haberle abierto varias puertas de contratos a la banda y su inclusión en listas de reproducción de música brasileña (para “ambientar” o para la relajación), se decidieron por la sinceridad. En sus palabras: “Estamos cansados de intentarlo, pero no sabemos hacer otra cosa”, aunque la música de Acelero, para sumar otra paradoja, suena a todo menos a cansancio. No podría ser así en un álbum que cuenta con la participación de Igor Cavalera, de los legendarios Sepultura.