16 de agosto de 2017

La Tempestad

También las artes cambian al mundo

15/10/2025

Literatura

Reynaldo Jiménez: un pensar en devenir

Libros de la Resistencia publicó ‘Ganga III’, el más reciente tomo de la poesía reunida del peruano-argentino; José Ojara conversó con él

José Ojara | miércoles, 15 de octubre de 2025

Reynaldo Jiménez retratado por Gabriela Giusti. Cortesía de Libros de la Resistencia

La obra de Reynaldo Jiménez (Lima, 1959) podría pensarse como una zona de transiciones y matices. Poeta, ensayista, traductor, editor y músico, su trabajo con la palabra se expande hacia diversos soportes y aproximaciones heterogéneas, donde el rigor formal convive con la radicalidad expresiva en un continuo múltiple. Ha publicado más de una veintena de libros, varios de los cuales han sido reunidos por la editorial madrileña Libros de la Resistencia bajo el título Ganga (tres tomos hasta la fecha).

Traductor al castellano de Haroldo de Campos, Paulo Leminski, Sousândrade, Josely Vianna Baptista, Arnaldo Antunes (junto a Ivana Vollaro) y César Moro, entre otros. Fue editor en Último Reino y, junto a la artista Gabriela Giusti, creó y dirigió la revista y editorial tsé-tsé durante más de diez años. Sus múltiples grabaciones poético-sonoras pueden encontrarse aquí. Reside en Buenos Aires desde los cuatro años.

En esta entrevista explora diversas instancias de la escritura, la aproximación a la poesía como un acto devocional, la búsqueda de diversas posibilidades expresivas frente a ciertas concepciones sólidas del arte y la cultura, su vínculo personal con distintos poetas de generaciones anteriores, como Néstor Perlongher y Blanca Varela, entre otros.

Reynaldo Jiménez

En tu ensayo sobre Néstor Sánchez hacés una paráfrasis de César Moro: “el arte comienza donde la tranquilidad termina”. Me parece que hay una especie de colocación ahí, una instancia de búsqueda en lugar de la confirmación de ciertos mandatos culturales. Algo que noto en tu poesía.

Justo nombrás a dos artistas que son los campeones de la evasión, en el sentido de la obligatoriedad o el deber-ser del artista en un contexto dado. Son unos tránsfugas. Y eso coincide con un tipo de escritura que nunca se queda en las buenas maneras del ser poeta o escritor. Esto implica, obviamente, una revolución a nivel sintomático y meterse con la posibilidad de una irradiación polivalente. En el caso de Moro –que en todos lados es un extranjero voluntario– es algo así como lo situacionista en el punk, término en principio despectivo revertido en noción diferencial. Es decir, tomar lo despreciado y devolverlo diamantinamente, no enfrentándolo otra vez a ese sistema que nombra, designa y predetermina, sino resignificándolo, justamente para no resignar. En ese sentido, se trata de una instancia de la escritura que no se desliga del acontecimiento cotidiano, de lo desconocido y jamás habitado; una práctica de insistencia sobre las imágenes y la sintaxis, o desde ellas.

“Se trata de una instancia de la escritura que no se desliga del acontecimiento cotidiano, de lo desconocido y jamás habitado; una práctica de insistencia sobre las imágenes y la sintaxis, o desde ellas.”

Néstor Sánchez, por otro lado, no es lo que el tinglado literario consideraría un poeta. Dicho de otro modo, no escribe poemas, pero ¿quién puede negar que está muy cerca del jazz o de la vitalidad de las palabras? Es decir, se trata de una escritura que se va presentando a sí misma y que acontece ahí, en el presente mismo de la página; algo como una apertura de mundos o una zona interdimensional no descriptiva de la cosa. En ese sentido, conviene recordar cuando Sánchez dice que a él no le interesan las novelas que se pueden contar por teléfono. O sea, no tiene que ver con el argumento, la situación contextual de los personajes, la historia, sino con una instancia de escritura, con una apuesta más cercana a la performance –pero no la performance articulada para la crítica y el museo, la experimentación que hoy se permite dentro de ciertos límites protocolares, sino más bien una instancia de experiencia– y por lo tanto como lector te convoca hacia un presente. No te podés distraer. O mejor dicho, podés leer –y quizá sea conveniente que lo hagas– distraídamente, alejado de tu importancia de lector y de tus conocimientos previos sobre lo que es o no un libro, una novela, un poema. Casi te diría que es una apuesta corporal de la escritura, como alguien que se manda a improvisar sin renunciar a la composición. 

En general hay cierto reproche hacia estos tipos de escrituras. Se les suele asociar a un simple regodeo o engolosinamiento formal, estilístico, sonoro. En cambio vos hablás de “urgencia vibratoria”, “desplazamiento de perspectivas”, de una especie de “ver por resonancias”, como si de alguna manera se tratara de un pensamiento autónomo por otras vías. 

Creo que hay una manera de concebir la precisión en poesía que no suele discutirse mucho. A veces no se trata de un atajo o un camino recto, sino de recorrer una serie de puntos que te van llevando de un lado a otro, sin generar una coherencia o una comprensión abarcativa, como si no hubiese un sentido preexistente a ser descifrado. En ese caso, sería más bien la posibilidad de generar un recorrido –el recorrido mismo de la sensibilidad– como cuando se mira una pintura y el ojo va de un lado a otro registrando el movimiento o el estado de una percepción, algo que, de algún modo, hace Lezama Lima al trasladar las dinámicas del sueño –que no pasan por la descripción o narración fidedigna de una secuencia onírica, sino por cualidades de contrastes y desplazamientos– como si uno pudiese tener varias perspectivas al mismo tiempo. 

Reynaldo Jiménez

El poeta Reynaldo Jiménez

Y, al menos en mi caso, voy sintiendo contradictoriamente. No tengo ideas claras de lo que va pasando, pero trato de habitarlo, sobre todo cuando acontece a nivel de la escritura como un desencadenamiento de posibilidades. A veces es un desastre, pero a veces no. Y está bien. A veces encaja pero de una manera, insisto, no coherentizadora, sino musical, rítmica, respiratoriamente. Y si no encaja, se buscan las ligaduras. Cosas que se pueden pasar fácilmente por alto si se lee en función sólo del contenido y no de las resonancias que se van armando. El asunto es cuidar de que todo ese jardín no sea un mamarracho y se desborde totalmente, lo cual no sé si siempre lo logro. El tema, al final, es qué hacer con la intensidad.

En ese sentido en tus poemas hay una intención muy clara de incorporar la disonancia, la polirritmia, la saturación (haciendo una analogía con la música). Lo curioso es que en el fondo sigo percibiendo una búsqueda por la pulsión del canto o el encantamiento.

Sí, y en ese sentido también es una aspiración a la desnudez. Es decir, hay un malentendido con el tema del manierismo –algo que Néstor Perlongher reivindicaba hasta extremarlo: no soy manierista, decía, soy amanerado–, como si tener una maniera de hacer sonar pudiera ser considerado exagerado o fuera de tiempo. Y entonces, entra el reproche: no escribe o no canta como se debe, no afina en los mismos lugares, no parte de las mismas claves o no pretende tampoco los mismos destinos. Quizás sea eso lo que no se comprende, que no hay una unanimidad en la poesía latinoamericana o en castellano, que no hay una sola cosa y que, en cambio, es más bien múltiple y proliferante per se.

Además no sé si tengo ganas de aprender a escribir un poema súper bien hecho en el sentido clásico, donde todos los elementos están contemplados de una manera armónica, en relación a un ideal preexistente. Porque yo sospecho, por otro lado, que la polisemia en sí misma –incluyendo lo gestual que ahí se involucra, además de lo semántico– tiende también hacia el acorde, incluso utilizando estos elementos de la música (el delay o la reverberación) como posibilidad de intervenir en las resonancias y generar esa ilusión de que la palabra se va habitando sola; la desaparición elocutiva del autor, como decía Mallarmé. Además, tampoco estoy seguro de que el armónico sea el lugar definitivo de la armonía. Entonces, da para seguir pensando.

“Se trata de habitar las formas que te tocan a vos, según tu experiencia, tus conocimientos, tu sensibilidad y hasta dónde llega el entendimiento de la propia práctica.”

Ahora, tampoco se trata de romper con las formas. Se trata de habitar las formas que te tocan a vos, según tu experiencia, tus conocimientos, tu sensibilidad y hasta dónde llega el entendimiento de la propia práctica. No es que estás obligado a cumplir con una especie de estatuto superyoico acerca de cómo se articula la poesía. Por lo tanto, yo en realidad prefiero desprenderme de esa noción, y, en ese sentido, uno nunca deja de estudiar todas las posibilidades. A mí me fascina todo el tema de la etimología –quizás un poco a través de la traducción, o junto con ella–, la idea del poema como una zona de la experiencia para un pensamiento no necesariamente conceptual –un “pensar en devenir”, podría decirse– de modo que el texto o el textil sea un soporte para una cierta contemplación y no una remisión a un lugar común. Eso que va revelando un tratamiento de la lengua y que uno nota cuando lee a un autor que lo conmueve y dice: pará, qué bestia, cómo acá le puso esta atenuación, cómo trabajó esto aquí, cómo eligió este sinónimo. 

Como sumergirte en la materia del texto y quedarte un rato ahí.

En el micromar de sílabas, decía Perlongher, que de algún modo es una consciencia matérica, algo que impregna y se deja impregnar por la materia de la poesía en el acto. Eso lo tienen muy claro los concretos brasileños. Incluso, cuando dejan de hacer concretismo y vuelven a la sintaxis, existe la consciencia de cada elemento. Que, si se quiere, también es una consciencia super clásica. Eso ya está en Góngora, en Sor Juana… no le podés cambiar ni una letra porque es un organismo vivo. Vallejo hablaba de esto, pero en su caso es posible encontrar algunos huecos y eso también es algo que me gusta a mí. Esos lugares que están, entre comillas, desprolijos. Viste que en el Guernica hay una manchita y cuando la ves te das cuenta que Picasso la dejó ahí. Ésa es la firma. Ahí es donde se verifica el cuerpo, la decisión, como decía John Cage. En ese sentido, la mancha también me interesa. Bueno, Leminiski ya era un campeón de eso. Cuando salió la segunda edición de Catatau dejó todas las erratas del primer impresor teniendo la posibilidad de corregirlas. El tipo llegó a un texto tan poroso que todo puede suceder. Es rarísimo eso, porque como no busca cerrar en ningún lugar, cualquier accidente se incorpora. 

Reynaldo Jiménez

La otra vez mencionaste en una entrevista que tu colocación frente a la poesía es de alguna manera devocional, más cercana a una práctica que a un oficio. Eso me hace pensar en otras posibilidades de la escritura, por ejemplo en Ginsberg, que en ciertos momentos volvió el poema una plegaria, un salmo o un sutra. 

Lo devocional es todo un tema, porque, visto desde la óptica de la  poesía religiosa, lo que uno ofrece es algo monstruoso. No tiene nada que ver: no conlleva una moral, una doctrina o una sumisión a determinada iconografía. Y si aparecen son permanentemente remixadas desde la posibilidad de participar en distintas direcciones culturales. Al mismo tiempo, desde la perspectiva de quien no tiene ninguna religiosidad, también es una deformidad horrible, porque no se entiende y no halaga al comentarista intelectual que uno lleva dentro, al que lo sabe todo y dice qué es la poesía y la analiza. Sí, esos ejercicios se pueden hacer y son muy útiles, pero se trata de una consecuencia a posteriori; no pasa por ahí. De algún modo, uno es como un amanuense en medio del cataclismo de la distracción. Es decir, hay mucha gente distraída con la importancia de la poesía –que obviamente le importa a muy pocos– y en cómo ellos van a entrar en la historia de ese relatito. Y eso es muy duro, porque no nos damos cuenta que nos morimos en serio. A cada rato tengo noticia de algún poeta fallecido, personas que eran referentes cuando yo empecé y que estaban ahí, haciendo cosas.

Al mismo tiempo hay como una subdivisión de subdivisiones: poesía latinoamericana, poesía nacional, poesía de tal región, poesía de tal parroquia –como decía Leminski–; o bien, las subdivisiones por género, generación, estilo, como si estas cosas determinasen las escuelas y éstas fuesen a su vez entidades de adscripción política. Entonces, volviendo al tema del manierismo, si vos estás con la figura y ves que de golpe el cuello de la ninfa en una pintura de Pontormo adquirió una coloración azul, y querés escribir eso, no se puede. Porque es elitista, porque no habla del mundo real… como si eso no fuese el mundo real –el mundo de las imágenes, de los símbolos–, como si eso no estuviese. Pero si vas a los textos te encontrás con elementos que son en sí mismos y que no dependen ni siquiera de la intención del autor. Es como cuando te perdés viendo pintura en el museo –buena, mala, horrible, de todo tipo– y de golpe das con un Rothko. Y uno se queda, pero ¿y esto qué es?, ¿ahí no hay nada? Un asunto, por cierto, muy bien comentado por Sarduy en sus textos sobre el vacío y el pleno, porque toda esta idea de la proliferación y el barroquismo como horror vacui no me convence mucho. En ese sentido, me parece más bien una convocatoria, un homenaje al vacío mismo. En todo caso, la devoción sería esa posibilidad. No hacia una divinidad observante, jerarquizada, externa, sino una experiencia de la sensorialidad, la intuición y las emociones que connotan estar vivo y saber que uno es mortal. 

Hay mucha poesía que está muy bien desde el punto de vista de la eficacia contemporánea y contextual –y esto no es una crítica, ni una bajada de línea– pero a la que le hace falta la pátina. Es como si la muerte no estuviese presente en esas experiencias, y si lo está es más bien como un relato del cual al objetivarlo uno se desembaraza de algún modo. Entonces, se trata de la posibilidad de incorporar todas las instancias y no separar lo existencial de lo espiritual, que son sólo nombres que uno utiliza tratando de relativizar. En ese sentido me acuerdo de Lao Tsé: “¿Quién ha olvidado las palabras? Con ese me gustaría hablar”. Esa idea de olvidar y encontrar nuevas posibilidades, de que las palabras tienen un arrastre más allá de nuestras intenciones y que hay un punto donde empiezan a conectarse entre ellas. Eso también es devocional, la aplicación casi primitiva, rupestre, de ese manierismo que no connota otro elogio en acto a la historia del arte, sino que es una posición a favor de la emergencia plural de esa polivalencia.

Hay otro ensayo tuyo sobre Perlongher en el que te peleás con la obsesión de las academias y las instituciones de hacer calzar su obra dentro de ciertas categorías sociológicas, políticas, literarias, etc. Una operación que intenta domesticar una poética de alguna manera salvaje. 

Ese reduccionismo terrible de convertir al poeta en un prócer, en un sujeto histórico que nos va a trazar la ruta por la cual debemos caminar. Tomemos el caso de Vallejo, por ejemplo, que para muchos está enunciado desde un lugar de fanatismo. Digo, a mí me alucina Vallejo –“Va-lejos”– y claro, se aprende de él siempre. El tipo es de lo más grandes, pero una vez que pasaste la instancia de estudiarlo, analizarlo y leerlo cincuenta veces, hay que ver cuáles son los poemas que tienen que ver con vos. En ese sentido, en tanto a ese pensamiento en devenir que se manifiesta formalmente, Vallejo está lleno de recodos donde te podés quedar y demorar siglos. Eso es de una grandeza tremenda porque opera a nivel del detalle y no desde la enunciación de su importancia nacional o literaria. Lo que hay allí es una reserva viviente en la que cada uno tiene que hacer su trabajo y ver qué encuentra.

“Hay mucha poesía que está muy bien desde el punto de vista de la eficacia contemporánea y contextual –y esto no es una crítica, ni una bajada de línea– pero a la que le hace falta la pátina.”

En el caso de Perlongher, escribí ese texto en un momento donde estaba muy enojado con esa instancia de construcción del personaje. Se hacían homenajes en la Biblioteca Nacional, conversatorios, había un montón  de gente hablando… pero ¿sabes qué? Se olvidaban del poeta. Hablaban de Néstor en tanto militante, homosexual, sociólogo, en términos de poesía y transgresión nacional. Sin embargo, del poeta se acuerdan sólo de “Cadáveres”, que justamente es el poema que viene a corroborar lo nacional desde uno de los puntos de vista más clásicos de lo argentino: la imposibilidad de encontrarse con el otro, convertida, básicamente, en la masacre del otro. Siempre se habla, por ejemplo, de que está escrito en función de la dictadura militar argentina, y obviamente la vida de Néstor era muy complicada en ese tiempo –siempre iba al frente, era un verdadero luchador, y eso no se lo quita nadie–, pero su preocupación central era la poesía. Y todo aquello, me parece, concurría de una manera muy romántica –que es otra palabra muy denigrada últimamente– en el sentido de transformar la realidad. Por lo tanto, hay una concurrencia en la poética, en esa actitud que él tenía de poner el cuerpo. Pero ¿qué hacen muchos especialistas hoy? Convertirlo en el autor de un solo poema, a tal punto que se llega a decir, en uno de esos homenajes recientes, que “Cadáveres” sería lo único imprescindible que llegó a escribir en su vida. Ya directamente le ponen la cereza a la torta y todos contentos porque la bestia quedó domesticada. 

Bueno, ¿y la obra de Perlongher dónde está? Se ha editado solamente dos veces y con erratas. Pero no hay nada que reúna al narrador, al conferencista, a ese gran ensayista que fue. Y, en ese sentido, también es un poeta a su manera muy devocional. Lo manifiesta claramente hacia el final de su vida en Aguas aéreas, que es un libro, si se quiere, de experiencia mística. Es un tipo que sabe que se va a morir, para empezar. Recuerdo que lo fui a ver y me entregó el manuscrito para que lo llevara a la editorial. Eso me provocó una emoción enorme, pero no por su importancia, sino por su delicadeza, por la sutileza, por lo que abre y deja abierto en un acto devocional, y no como una especie de montaje egoísta donde todo culmina en el poeta.

Me llama la atención que esta inquietud de ir hacia delante, en el sentido de saltarse las convenciones y experimentar con otras posibilidades, también implica en algunos casos un ir hacia atrás, hacia zonas más arcaicas o ancestrales de la experiencia, incluso hacia cierto pensamiento mágico. 

Sí, claro, y también la sensibilidad que viene de la psicodelia –algo que Néstor conocía bastante bien– y muchas experiencias vinculadas al cultivo del sensacionismo, pero no a favor del reviente, sino del arte y la percatación. Para mí conocerlo fue un antes y un después porque me habilitó un montón de cosas. En aquella época los poetas estaban absolutamente convencidos de que el poema tenía que ser sólido. Y me recuerdo diciéndole a Néstor: quiero ser un poeta sólido. “No”, me respondía, “sólido no, fluido”. Yo era muy joven y estaba en el momento justo para que un hermano mayor me habilitara. Es decir, ver de golpe cómo una palabra que pareciera no significar nada se queda ronroneando algo que la palabra anterior había traído a escena. O poner a jugar el balbuceo de Artaud con el manierismo de Lezama. O la influencia del surrealismo entendida como la búsqueda de una radicalidad experiencial, un impulso más cercano a lo atávico y a la consideración del inconsciente que a la vanguardia misma, y que luego, presencias como las de Artaud reactualizan en la posibilidad del poeta arcaico. En otras palabras, la idea del poema como un imán de potencias y no como un lugar desde el que se emite una verdad preconcebida. Además, trabajar para La Poesía, a esta altura del partido, me parece complicado. Queda clarísimo que a la gente no le interesa. Y por lo tanto, ya que a nadie le interesa, vamos a radicalizar esa apertura potenciadora.

Lo curioso es que toda esta radicalidad no rompe con la tradición. En tu caso existe un vínculo personal con poetas mayores: Blanca Varela, Javier Sologuren, Lorenzo García Vega, etc.

Los conocí a todos ellos y puedo decir que fuimos de algún modo amigos. También a Perlongher, Mirtha Defilpo y Víctor Redondo, que me dio laburo en Último Reino. Todos ellos me trataron con mucho respeto, como un igual más joven. Estoy agradecido eternamente y los recuerdo siempre. Sologuren, por ejemplo, era mi tío y lo traté bastante. Lo mismo Blanca Varela, a la que fui a ver por primera vez a los diecisiete años y me recibió con los brazos abiertos. Ella me pasaba libros, autores, me invitó a un concierto de jazz, me enseñó a tomar whisky. A Lorenzo lo conocí mucho después, cuando ya era adulto; hubo un vínculo muy lindo, al principio nos escribíamos por correo electrónico hasta que empezó a quedarse temporadas en Buenos Aires. Más allá de lo anecdótico, esos gestos habilitantes son para toda la vida.

Comentarios

Notas relacionadas

Literatura

Hugo Gola: la sencillez del lenguaje

Un recuerdo del poeta y editor argentino Hugo Gola, que en México animó las revistas ‘Poesía y Poética’ y ‘El Poeta y su Trabajo’

lunes, 28 de junio de 2021

Literatura

Libro de serpientes

En la novela ‘Según venga el juego’ Joan Didion anticipó, espejeándose en una actriz, la mirada crítica de los setenta estadounidenses

viernes, 31 de mayo de 2024

Literatura

Eduardo Milán: volver a insistir

El poeta y ensayista uruguayo habla en esta conversación sobre sus dos libros más recientes y su perspectiva del presente de la poesía

lunes, 26 de mayo de 2025

Optimized with PageSpeed Ninja