16 de agosto de 2017

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Literatura

Política del deseo

No hemos atinado a vislumbrar la potencia del 68 en su totalidad; aquí, Amador Fernández-Savater retoma a Lyotard para proponer un imaginario donde la energía deseante de los cuerpos sea la punta de lanza de otra forma de organización social

Amador Fernández Savater | martes, 2 de octubre de 2018

Fotograma de 'En el intenso de ahora'

¿Cuál es el significado del 68 en la historia revolucionaria del siglo XX? Podríamos decir que es el comienzo de una crisis y una decadencia: el declive de la hipótesis de la revolución a través de la toma del poder, hegemónica desde la revolución rusa de octubre de 1917.

Hegemónica no significa que fuese la única –estuvo el anarquismo, los movimientos de mujeres, el comunismo de consejos, la Revolución Mexicana o la revolución española durante la Guerra Civil–, sino que era central y dominante. La «sombra de Octubre» opacó la potencia de esas otras experiencias y bloqueó su influencia.

En el 68 –no pensamos sólo en el mayo francés, sino en una onda larga en el tiempo y el espacio que atravesó EEUU, México, Checoslovaquia, Polonia, Italia, España…– no se trató en ningún caso de la toma del Estado a través de un partido de vanguardia. Se expresó así desde nuestro punto de vista la siguiente «intuición»: no se cambia la sociedad (solamente) adueñándose del poder, ni siquiera de los medios de producción. Esa intuición marca el punto de inflexión y crisis de todo un esquema y un imaginario revolucionario.

¿Qué ha pasado en la Unión Soviética desde 1917? Es una cuestión de absoluta importancia en la época. Sin duda se ha producido un gran cambio en el poder político. Sin duda se ha producido un gran cambio en las relaciones de producción: desaparición del mercado, de la propiedad privada de los medios, de la competencia, etc. Pero se han reproducido sin embargo las lógicas más profundas del capitalismo burocrático: la división rígida entre dirigentes y ejecutantes, la concentración vertical del poder de decisión, el culto a la “ciencia” de los expertos, la taylorización del trabajo, el crecimiento y la productividad como fines últimos, etc.

Le llamo «intuición del 68» porque me parece que no se trata de una formulación clara, sino de algo confuso, titubeante y balbuciente, con muchas versiones distintas. Están aún los que critican la URSS en el interior del marco conceptual marxista-leninista, los que piensan que debe complementarse la revolución política con una revolución social o cultural (es el mensaje de Mao o el Che en la época), etc. Pero un pálpito general dice: no basta con una revolución política. ¿Y entonces?

 

Economía política, economía libidinal

Los años setenta en Francia son años de altísima productividad filosófica. El pensador argentino León Rozitchner decía: «si los pueblos no luchan, la filosofía no piensa». Es decir, la filosofía no es una burbuja que funciona en circuito cerrado, sino que se alimenta de los impulsos y los problemas que se plantea la sociedad. Por el contrario, si los pueblos luchan, la filosofía tensa su esfuerzo al máximo. Y eso es lo que ocurre en los setenta en Francia.

Podríamos tal vez imaginar esa productividad filosófica como animada por las distintas tentativas de hacerse cargo en el plano de las ideas de la «intuición del 68». Así, a lo largo de la década de los setenta se despliegan meditaciones profundas en torno al poder, el saber, la sexualidad, el imaginario, el intercambio simbólico, etc. Se trata de una reconceptualización general que empuja más allá del marxismo como marco teórico exclusivo o privilegiado. Y de la que nos seguimos nutriendo hasta el día de hoy.

Uno de los pensadores que trata de hacerse cargo filosóficamente de la intuición del 68 es Jean-François Lyotard, que durante los cincuenta y sesenta había militado en el grupo autonomista Socialismo o Barbarie y que vivió la tormenta del 68 desde su epicentro: la universidad de Nanterre y el Movimiento 22 de Marzo de Daniel Cohn-Bendit y tantos otros.

La figura de Lyotard ha quedado clavada hoy en día a la noción de la posmodernidad, pero en su vida hizo otros muchos viajes de pensamiento. En los setenta, por ejemplo, desarrolla una compleja filosofía en torno al deseo, en diálogo con la más conocida de Gilles Deleuze y en el mismo «laboratorio» de ideas y experiencias: la universidad de Vincennes, abierta tras el 68 y donde se concentran profesores y estudiantes rebeldes en una atmósfera de escucha y desacato muy especial.

¿Qué forma le da Lyotard a la intuición del 68? Resumo el planteamiento en una sola frase y paso a explicarla. Lyotard dice: «No hay economía política sin economía libidinal». ¿Qué significa esto? Muy resumidamente: no hay modo de producción que no esté sostenido en una determinada posición de deseo. Más aún: cada forma –política o económica, tecnológica o cultural– tiene una «infraestructura afectiva» como base.

No hay macro sin micro. Los revolucionarios que trataron de introducir cambios sociales radicales sin tener esto en cuenta fracasaron estrepitosamente. Cambiaron los contenidos sin tocar las formas y reprodujeron así el mal de la dominación, que no está fuera sino muy adentro de nosotros mismos.

Economía libidinal, el libro que publica Lyotard en 1974, es una (violenta) discusión con todos los racionalismos que niegan o ponen muy en segundo plano (como meros “efectos de”) la potencia de los afectos: economicismo, hegelianismo, estructuralismo, cientificismo, etc. Se trata de reintroducir en los análisis la cuestión de la subjetividad.

Lo que sostiene a toda sociedad es una determinada posición del deseo. Cada institución (explícita o no) puede leerse también como un «dispositivo pulsional» que organiza de cierta forma el deseo. Los «objetos» –las cosas, pero también las herramientas, las armas, los compañeros sexuales– son «cargas energéticas», concreciones o especificaciones de energía deseante.

 

¿Dormíamos, despertamos?

Desde aquí, Lyotard trata de reimaginar completamente la transformación social, empezando por cuestionar un par de presupuestos o lugares comunes a partir de la experiencia vivida en el Mayo francés:

–La revolución no tiene que ver con un «umbral crítico»: la ficción de que hay un punto objetivo a partir del cual el desarreglo interno del sistema se vuelve inevitable o la paciencia de los oprimidos se termina. Decenas de marxistas se han pasado la vida buscando ese punto crítico y discutiendo acaloradamente entre ellos sobre dónde está exactamente. Y aún hoy solemos pensar medio automáticamente que hay “una gota que colma el vaso”, para luego compartir habitualmente la perplejidad de que nada pase “con la que está cayendo”.

Pero Mayo del 68 estalla en condiciones que no son precisamente de crisis económica, de penuria o miseria de masas, de guerra o catástrofe. Se acaba de aprobar la cuarta semana de vacaciones pagadas, el crédito político y económico de De Gaulle y de Francia es grande, la estabilidad del régimen parece firme. El director de Le Monde publica un artículo que se hará célebre titulado “Francia se aburre”. Nadie ve venir Mayo, no hay ningún proceso de acumulación de fuerzas a la vista. De hecho, un grupo que fue visionario en tantas cosas como Socialismo o Barbarie se disuelve unos meses antes, desesperanzado por la ausencia de signos de rebelión en la superficie social. Y de pronto…

El 68, concluye Lyotard, no es efecto de ninguna “necesidad”: de ninguna dinámica cíclica de contradicciones internas, de ningún umbral a partir del cual la opresión se vuelva intolerable, de ningún proceso histórico automático, de ninguna maduración de las condiciones objetivas o subjetivas.

–El cambio social tampoco es un “despertar” de la conciencia. La revolución no es una cuestión de saber, de saber mejor, de tener el marco teórico adecuado. No es una cuestión de “buena pedagogía” de los que saben hacia los que no saben. Ni el efecto de una “crítica” intensificada que agita, moviliza, revela y denuncia. Podemos saber, pero no hacer nada y al revés. Mayo del 68 fue de hecho un desborde permanente de todas las “vanguardias conscientes” –que repetían constantemente “ahora no”, “así no”– por parte de unas masas supuestamente inconscientes, “espontáneas”, etc.

Lo que Lyotard discute aquí es el tema de la alienación, entonces compartido incluso por las corrientes teóricas y políticas más avanzadas (como los situacionistas). Hablar de alienación significa que hay una “verdad” o un “sujeto” que están “dormidos” provisionalmente, pero que pueden “reencontrarse” y “volver a sí mismos” a través de una toma de conciencia y de un proceso revolucionario. La revolución sería así una especie de curación de un cuerpo enfermo que recobra la salud (la naturaleza perdida). Es un esquema que nos da seguridad porque plantea que hay algo “exterior” al sistema, irreductible aunque momentáneamente despistado, que puede recobrar su identidad “volviendo en sí”.

 

Mutación de la posición de deseo

¿Cuál sería entonces, en positivo, la propuesta de Lyotard? Se trataría de imaginar la transformación social como una mutación radical de la posición del deseo.

¿En qué sentido «posición»? No se refiere sólo a un cambio de un contenido por otro, de un objeto de deseo por otro, sino de un cambio del modo mismo de desear, del lugar mismo desde el que lo hace: no sólo de lo que se quiere, sino de cómo se quiere lo que se quiere. No simplemente otros políticos, sino otra relación con lo político, no simplemente otro trabajo, sino otra relación con el trabajo, etc.

Se quieren otras cosas, se quiere distinto. La mutación en la posición de deseo significa una redistribución radical de lo deseable y lo indeseable, de lo que importa y de lo que no importa, de lo que nos hace vibrar y de los que nos deja indiferentes. A nivel de cuerpo y de piel, no meramente ideológico: lo que nos mueve y nos conmueve, lo que se goza y lo que nos resulta intolerable como cuando decimos que somos «intolerantes» a tal o cual alimento. Una reacción física, no sólo una opinión.

Esta mutación del deseo no es el pasaje de un umbral crítico, sino un desplazamiento. No hay gota que colme el vaso, el vaso puede llenarse indefinidamente de todo lo peor. Lo que hay es un cambio de sensibilidad –la sensibilidad como tacto del deseo– por el cual ya no lo aceptamos más.

Esta mutación del deseo no es un “despertar” de la conciencia, sino un movimiento de la energía. Es decir: no somos víctimas adormiladas, sino que nuestro deseo está positivamente cargado en los objetos del sistema, vehiculado por sus instituciones y depositado en sus objetos. Pero de pronto se mueve.

En definitiva, el cambio social según Lyotard es un problema de metamorfosis. Una mutación en la configuración misma de lo humano. El reventón de determinadas costuras antropológicas, la producción de una humanidad diferente y de otras posibilidades de existencia: un cambio de piel.

Una metamorfosis que sería completamente equivocado ver como un proceso feliz, lineal o necesario, porque es alegre y dolorosa a un tiempo, está atravesada de retortijones o contracciones, de altibajos y desvíos, de saltos y regresiones, repleta de suciedad, sangre, barro, impurezas… Es querida, asumida, pero también temida y rechazada. A veces las dos cosas, por las mismas personas.

A esta mutación de la posición del deseo Lyotard le llama «acontecimiento», retomando y resignificando una noción importante en la filosofía contemporánea. ¿Qué es el acontecimiento según Lyotard? Un cambio radical entre lo dado y lo deseado. En primer lugar, un fenómeno cualitativo: no un simple desplome interno u objetivo (crisis de sobreproducción, etc.). En segundo lugar, un fenómeno enigmático: no se puede predecir o explicar totalmente, ni tampoco diseñarlo, dirigirlo o decretarlo. Por último, un proceso, una transformación invisible, no necesariamente un evento, un corte radical y momentáneo entre lo viejo y lo nuevo (toma de la Bastilla o del Palacio de Invierno). Puede haber acontecimientos de décadas durante las cuales se vacían lentamente los canales dominantes y el deseo se reorganiza en torno a otras figuras o posiciones.

 

1968: un régimen regulador de la energía

¿Cómo es la posición dominante del deseo en los años sesenta, en la época del fordismo y la sociedad industrial? Lyotard habla de un régimen «regulador» de las energías que tiende a «normalizar» los cuerpos y a producir sólo intensidades medias, mediocres.

En el ámbito del trabajo, es el taylorismo según el cual «el obrero debe ser una mezcla de orangután y robot», como dice el propio Taylor. Definición estandarizada de las tareas, exclusión de toda forma de participación o implicación afectiva en el proceso de trabajo, sumisión absoluta a una jerarquía o estructura piramidal. El capitalismo de los años sesenta es altamente represivo y disciplinador: ejerce un poder autoritario que fija los cuerpos a lugares y funciones. En la fábrica, pero también en la familia, la escuela, el hospital, la cárcel, el ejército, etc. Socialismo o Barbarie habla de «burocratización generalizada».

En el ámbito del consumo, es el triunfo absoluto del valor de cambio: cualquier objeto puede entrar y circular en el sistema si es susceptible de intercambiarse por dinero. Nada es sagrado, no hay nada «intocable», todo se puede profanar: vender, comprar, comercializar. El dinero es el mediador absoluto, que destruye todos los demás: los viejos códigos pre-capitalistas que regían antaño la producción y circulación de bienes. En el fondo, no hay cosas, no hay personas, no hay actividades, no hay saberes ni creencias: sólo existen distintas máscaras del valor de cambio. Es la mercantilización generalizada.

El «tipo humano» que se produce y reproduce entonces es el homo economicus que ahorra, calcula, negocia, defiende sus intereses, trabaja, es dócil, sobrio, serio, moderado. Por un lado, incorpora (hace cuerpo) las operaciones básicas del mercado: medir, cuantificar, evaluar, comparar. Por otro, es el cuerpo reprimido y disciplinado que interioriza los códigos establecidos sobre la sexualidad, la moral, la religión, la salud, la educación, etc.

El homo economicus no es un ser «sin deseo», sino con un deseo obediente y dispuesto por lo abstracto. El deseo, entendido como potencia singular de desplazamiento y apertura, queda así recortado y aplanado en un «deseo de lo mismo»: un goce de lo homogéneo, lo equivalente y lo intercambiable (experiencias, lugares, objetos).

 

La deriva del deseo en 1968

¿Cómo entender entonces, desde el esquema propuesto por Lyotard, los movimientos de los años sesenta? No se trata de movimientos sociales, con sus reivindicaciones y demandas, sino más bien de derivas del deseo que desorganizan y reorganizan la energía social. No se trata exactamente tampoco de un enfrentamiento «clase contra clase», porque la mutación atraviesa transversalmente las clases en conflicto: obreros que jalean el napalm que cae sobre los vietnamitas, hijos de la clase media que se desclasan, horrorizados de su entorno.

Por un lado, los movimientos de los sesenta suponen una gigantesca retirada del deseo que vacía de savia los canales y los objetos establecidos: la familia tradicional, el trabajo de fábrica, el individualismo en serie, la autoridad, el dinero, el consumo y la propiedad, el amor de pareja como propiedad del otro, etc. Ya no se quiere lo que se quería. El tipo humano propuesto por el capitalismo burocrático no se critica ni se denuncia, sino que se deserta masivamente mediante un desplazamiento de inversión libidinal.

Solemos imaginar la lucha como suma, acumulación, movilización, conquista, concienciación, pero este esquema nos enseña también a verla como retirada, defección, abstención, sustracción, resta y disminución.

¿Cómo se concreta esta descarga del deseo? En una ola de indisciplinas y contraconductas, una marea de fugas y éxodos, una multitud de prácticas de rechazo y sabotaje. Un par de datos llamativos, ofrecidos por Pablo Carmona en sus trabajos como historiador de los movimientos políticos y contraculturales españoles de los setenta: en 1977, el 50% de los coches que producen las fábricas Ford en España salen abollados. Y mientras que el número de “horas perdidas” en conflictos laborales es de 110.000.000 horas, el número de horas perdidas por absentismo informal es 20 veces mayor. Lavorare con lentezza, canta por entonces Enzo Del Re.

No se trata de crítica, sino de una defección masiva que mina por dentro el régimen del capitalismo burocrático. Un ataque en la misma línea de flotación de su economía libidinal. El deseo no se deja organizar ya mediante las instituciones establecidas, el poder disciplinario no es capaz de producir y reproducir ya un determinado tipo de cuerpo, la ley del valor queda sin objeto. Los jóvenes, los trabajadores, las minorías, de las mujeres ya no se reconocen ni se conducen como homo economicus y el sistema se gripa.

Por otro lado, el deseo se dispone de otra forma, empieza a funcionar de otro modo, inviste cosas distintas y otros «valores». La autonomía frente a la disciplina y la autoridad. La intensificación de las pasiones frente a los vínculos desapasionados o instrumentales con el mundo. La comunidad frente al individualismo hermético de los átomos sociales. No se pide más de lo mismo, no se reivindica otra distribución de lo que hay, sino que se afirman otras relaciones sociales. No sólo se critica, sino que se ocupa otro campo, otro punto de partida.

Las experiencias políticas y contraculturales de los sesenta dan forma a una verdadera sociedad paralela o alternativa, compuesta de espacios y tentativas comunitarias, redes de apoyo, comunas sociales y urbanas, vínculos apasionados. Es la emergencia de una nueva posición del deseo: no un bloque, un frente, un movimiento, sino una nebulosa, un collage o un Frankenstein. Una constelación de formas de vida que van más allá de la medida, la obediencia y el cálculo como norma y modelo. Pero esa nueva posición no se coloca con respecto a la dominante en términos dialécticos de necesidad o superación, como tantas veces se ha pensado el socialismo al interior del capitalismo. Es más como una especie de hemorragia.

 

Transformadores de energía

Quizá una de las manifestaciones más potentes y reveladoras de lo que fueron los movimientos de los sesenta son los llamados Be-in organizados en Estados Unidos. El poeta Allen Ginsberg, uno de los organizadores, los llamaba la «congregación de todas las tribus». Eran momentos de encuentro de todas las corrientes que conformaban entonces la cultura alternativa americana: hippies, yippies, antimilitaristas, estudiantes contra la guerra de Vietnam, desertores, Nueva Izquierda, minorías étnicas, etc.

Sorprendentes, los Be-in reúnen a miles de personas, en torno a la droga y la música, en grandes parques de Nueva York o San Francisco, pero no dicen nada, no piden nada, no protestan contra nadie. Se trata simplemente de estar ahí. Estar, estar de otra manera, estar colectivamente: un movimiento de presencia. La manifestación de otro deseo, en sonidos y palabras, en símbolos y en conductas. Un gesto puramente afirmativo que no deposita en otra cosa (la protesta contra esto, la reivindicación de aquello) su sentido. Son porque sí, más allá de toda racionalidad instrumental.

Se trata de producir colectivamente, según el mismo Ginsberg, una «vibración». A través de las formas propias de la contracultura americana de los sesenta: los grupos de música, de teatro de guerrilla, los poetas. Se convoca la energía, se genera una vibración y se lanza alrededor, como la piedra de una onda, atravesando y afectando así con un ritmo nuevo otros cuerpos, otros deseos. La crítica más potente es ver las cosas desde otro lugar.

¿Qué tipo de «organizaciones» necesita el deseo? Las derivas del deseo no se explican, ni se representan, sino que se propagan y se contagian, cuerpo a cuerpo. No se trata de «tener razón». No se trata de explicar que la guerra de Vietnam es injusta, sino de hacerlo sentir. No se necesitan «vanguardias», ajenas a las energías porque parten de su propio análisis, línea ideológica o marco teórico. Lo que se precisa y requiere, como formas organizativas, son buenos conductores de las energías. Lyotard sugiere pensarlos como «transformadores».

El transformador es sensible a las energías que corren: está impregnado y atravesado por ellas. Pero no las acumula, no las capitaliza, no las retiene, no busca controlar sus efectos, sino que es capaz de relanzarlas: de reproponerlas multiplicadas, de generar nuevos desplazamientos, nuevas intensidades, nuevas metamorfosis. Todas las organizaciones y los líderes más interesantes (más «eficaces») de los años sesenta fueron «puntos de paso» de las energías del deseo. Pienso por ejemplo en el Movimiento 22 de Marzo o en un líder como Cohn-Bendit. También los poemas de Allen Ginsberg, las canciones de Jefferson Airplane o las obras de Living Theatre funcionaron así.

Imágenes, mitos, narraciones… Desde el análisis que nos propone Lyotard, podemos repensarlos como dinamos y no simplemente como elementos identitarios. Poemas y canciones no son «himnos» en los que la gente se reconoce, «símbolos» que aglutinan voluntades o «relatos» que dan sentido. No son importantes porque dan cohesión a un pueblo o porque permitan explicarse a una comunidad. Son vehículos de intensidades y vibraciones. Importantes porque alteran los cuerpos y cambian las vidas. Ninguna exageración: en los años sesenta una vida podía cambiar después de escuchar a Jimi Hendrix. No se dirigen tanto a nuestra memoria (reconocimiento) como a nuestro deseo (imaginación). Son los motores, las fuerzas que empujan un viaje. El «nosotros» aquí es el nosotros, no de los que comparten identidad, sino de los que están en el mismo viaje. Un pueblo en movimiento, en éxodo.

Este ensayo fue publicado originalmente en La Tempestad 134 (mayo de 2018)

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