16 de agosto de 2017

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02/05/2024

Cine/TV

Kelly Reichardt: cine sin artificios

Los primeros tres filmes de Kelly Reichardt abrazan el realismo a partir de una revisión crítica del cine estadounidense de los setenta

Javier Porta Fouz | viernes, 2 de julio de 2021

Fotograma de Old Joy (2006)

Los setenta fueron, según Pauline Kael, la “mejor década del cine estadounidense”. En esos años ejercía su dominio un personaje paradigmático: el héroe errabundo, un protagonista que escapaba hacia ningún lado o hacia quién sabe dónde. En su texto clásico “Notas sobre un héroe sin motivación. El pathos del fracaso: películas americanas de los setenta” (1975), Thomas Elsaesser decía que ese héroe sin motivación se combinaba, en esos años, con el motivo del viaje. En el cine de los cincuenta el héroe solía tener objetivos claros; en los setenta, era un héroe sin motivación. Pero viajaba, se movía, aún sin motivos, o aún sin ser consciente de sus deseos.

Fue crucial para los setenta y sus héroes desasosegados la road movie, un género con bases sociológicas y económicas hecho la mayor parte de las veces con un estilo seco y directo, sin demasiados adornos. Estados Unidos todavía era la civilización del automóvil –en esa década aparecería la primera alarma sobre el fin del petróleo barato–, y su posesión tenía relación directa con cierta independencia individual, incluso con una aparente adultez. La ruta era, entonces, el espacio de escape por antonomasia. Hoy las cosas han cambiado. Como en los setenta, vemos personajes solos, indeterminados e inmóviles. Al pathos del fracaso del que hablaba Elsaesser hay que sumar ahora el de la inmovilidad, el del fracaso quieto de quien no sale a la ruta, o de quien no puede salir, o de quien viaja para llegar y para cerrarse y no para buscar, buscarse y abrir el horizonte.

Una imagen paradigmática del neorrealismo italiano fue la de Anna Magnani corriendo y gesticulando apasionada, intensamente, detrás de un camión. Una imagen paradigmática del realismo de los setenta estadounidenses fue la de alguien hablando, semiextraviado, desde una cabina telefónica lejos de su hogar. Las imágenes paradigmáticas de ese realismo son más apagadas, más quietas.

Kelly Reichardt

Fotograma de River of Grass (1994)

Río de hierba

En los últimos tiempos se habla de una “vuelta a los setenta en Hollywood” (Zodiaco de David Fincher, El luchador de Darren Aronofsky, Superbad de Greg Mottola). No a los setenta en general sino a uno de sus modelos cinematográficos: el más seco y realista. Kelly Reichardt (Miami, 1964), una adelantada, lo ha mirado desde su primer largometraje, en 1994. River of Grass nos presenta a Cozy, casada y con hijos, que quiere huir de su vida. En un bar conoce a Lee, un vago con ínfulas de rebelde. A partir de ese encuentro la película se convierte en una extraña –por momentos cómica– road movie implosionada.

En los noventa, parecía decir Reichardt, el género ya no es lo mismo. Ya no es posible hacer Two Lane Blacktop (1971) de Monte Hellman (Reichardt declara amar el género y a esa película en particular), porque es imposible el viaje. Cozy y Lee tienen algo en común con Kit y Holly de Badlands (Terrence Malick, 1973), o más bien quieren tenerlo, pero carecen de pasión y locura; buscan ser criminales para ser intensos, pero no lo logran. En realidad casi no tienen nada. La road movie de los setenta simula reaparecer en River of Grass, pero apenas llega hasta la caseta de cobro, y allí se detiene con impotencia: estos Bonnie y Clyde domésticos no pueden ser criminales, ni siquiera pueden romper la barrera de un peaje.

River of Grass muestra, como todo el cine de Kelly Reichardt, un inapelable desencanto detrás de la empatía con los personajes. Si el realismo de los setenta incluía el viaje, el escape, en los noventa tiene más relación con no poder avanzar, con la extrema quietud como grillete. Reichardt apunta a la construcción de un realismo de época (todo realismo estilístico lo es). River of Grass comienza con un montaje de fotos y con una voz en off. Esas dos características, propias de una narrativa más convencional, daban paso a una película que se sentía sucia, cercana, inmediata.

Kelly Reichardt

Fotograma de Old Joy (2006)

Vieja alegría

En 2006, doce años después de River of Grass y luego de realizar el mediometraje Ode (1999) y los cortos Then a Year (2001) y Travis (2004), Kelly Reichardt estrenó en Sundance su segundo largometraje: Old Joy, también la historia de un viaje, pero con un destino prefijado. Mark y Kurt quieren ir a un paraje en un bosque, cerca de un río, de unas cascadas. La película que resuena es Deliverance (1972) de John Boorman, una road movie en un río, una river movie. Tanto Deliverance como Old Joy muestran un grupo masculino que “se escapa de la civilización”, de su cotidianidad, que se comunica con la naturaleza.

Hay una sensación agónica en ambas películas: el río que será eliminado, inundado y borrado en Deliverance; un modo de vida en libertad y despreocupado que ya pertenece al pasado para uno de los personajes en Old Joy. En la primera hay aventura, riesgo, muerte, situaciones extremas, la sensación de estar pisando terreno salvaje, abierto; en la segunda la naturaleza es controlada y las relaciones son civilizadas, mayormente amables. Old Joy podría pensarse como una Deliverance introspectiva, contemplativa, vaciada de violencia, sin acciones extraordinarias. Una Deliverance modesta, cercana.

Kelly Reichardt

Fotograma de Wendy and Lucy (2008)

Wendy y Lucy

Wendy and Lucy es la afirmación definitiva del realismo estilístico y social de Kelly Reichardt. La directora ha declarado: “la semilla de Wendy and Lucy apareció poco después del huracán Katrina […] Mirábamos mucho neorrealismo italiano y pensábamos que los temas de esas películas sonaban adecuados para la vida en Estados Unidos en los años de Bush. Hay cierta clase de ayuda que la sociedad va a dar, y otra que no” (conversación con Gus Van Sant publicada en la revista Bomb, 2008). Wendy and Lucy también se conecta con los setenta, y expone otra vez la imposibilidad de recuperar ese cine, en parte porque el país que hacía ese cine ya no es recuperable.

Wendy tiene un perro y un coche, un Honda Accord viejo, y se dirige a Alaska desde Indiana. Pero la película se detiene en Portland, y no sólo porque Lucy, la perra, desaparece, sino además porque el coche se rompe y tardan en revisarlo, y el arreglo sale demasiado caro… Otra vez, quizás ahora definitivamente, la road movie imposible. Wendy parece un personaje solitario de los setenta. Y es tan de los setenta que todavía usa teléfonos públicos. Como le dice el guardia de seguridad (el viejo, el único amable, el representante de ese otro país ya perdido), ya nadie usa los teléfonos públicos, por eso cuando vemos a Wendy usándolos parece que estamos viendo una película “de época”, tal vez de esta época pero con alguien empobrecido, expulsado de su tiempo.

El país, el Sueño Americano, se ha terminado y ya no se puede, como en los setenta, ir “hacia afuera”: hay casetas, hay autos que se rompen, pero esos impedimentos físicos son también metafísicos. La imposibilidad es radical, ontológica.

Sin artificios

Los largometrajes de Kelly Reichardt son relatos sin artificios, son secos y directos, como los de la variante realista del cine de los setenta, y permiten leer el espíritu de un país en una época determinada. Tal vez sea por eso, por su poder sintomático, por el poder de su mirada, que Wendy and Lucy, estrenada en 2008 en Cannes, fue vista luego como una película que hablaba de la gran crisis estadounidense y mundial desatada meses después. El gran cine norteamericano –el de los setenta, o el actual que mira hacia esa década– siempre ha estado profunda, significativamente conectado con su época. Y el realismo –como método, como ética, como programa de acción– tiene toda una tradición entre las opciones más directas para conectarse.

Este ensayo formó parte del dossier “Visiones de lo real” en la edición impresa de La Tempestad, no. 68, septiembre-octubre de 2009

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