16 de agosto de 2017

La Tempestad

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08/05/2024

Literatura

‘Jaime Bunda. Agente secreto’

Aquí, un adelanto de la novela de Mauricio Pestana dos Santos, conocido como Pepetela, que pondrá a circular Elefanta. A lo largo de los años el angoleño ha creado un personaje: Jaime Bunda, que funciona como alegoría de James Bond

La Tempestad | martes, 17 de abril de 2018

Una imagen de la portada del libro de Pepetela, publicado originalmente en 2001. El autor es considerado uno de los autores más importantes de le literatura portuguesa

1. El asombroso Jaime Bunda

Jaime Bunda estaba sentado en la amplia sala destinada a los detectives. Había tres escritorios, donde otros tantos investigadores luchaban contra las computadoras obsoletas. Había también algunas sillas arrimadas a la pared. Era en una de estas, la última, donde Jaime posaba su aventajada bunda, exagerada en relación con el cuerpo, característica física que le había dado el nombre. El suyo verdadero era largo, pues unía dos apellidos de familias ilustres en los medios luandenses. Pero fue en una clase de educación física, más precisamente de voley, donde surgió el apodo. En algún momento, el profesor, irritado por la falta de habilidad o de empeño del alumno, gritó:

—Jaime, salta. Salta con la bunda[1], ¡coño!

A partir de ahí, se convirtió en Jaime Bunda para toda la escuela. En realidad, sus nalgas exageraban. Él, además, tendía por completo hacia lo redondo, incluidos sus ojos, los cuales le gustaba desorbitar frente al espejo, practicando sustos. A quien no le gustó nada oír que los colegas lo trataran así, fue a la madre. Eres un flojo, no deberías dejar que te llamaran por un nombre ofensivo; pero él se encogió de hombros: mi bunda es realmente grande, ¿qué quieres que haga?

El apodo hasta lo ayudó, pues el profesor de educación física lo consideró un caso perdido para el deporte nacional y nunca más insistió en obligarlo a hacer cosas para las cuales no sentía la mínima vocación. Jaime permanecía la mayoría de las veces sentado en la sombra, mientras los colegas se extenuaban corriendo de un lado a otro o saltando en movimientos supuestamente sincronizados. Él iba comiendo su merienda, comentando consigo mismo los incidentes que observaba en los otros. Y burlándose de los errores. Era muy observador, no dejaba escapar ningún gesto ridículo, por minúsculo que fuera. Por eso reía por dentro cuando veía al colega Isidro golpear el teclado de la computadora, con los índices muy estirados y la lengua de fuera, moviéndose al ritmo del lento golpeteo. Los anillos de oro que el investigador Isidro usaba en los dos índices centelleaban. Verdaderamente que éste no da una, pensó Jaime Bunda, todo el dinero que gana Isidro se lo gasta en oro. Anillos, pulseras, la típica cadena gruesa de oro que usan esos corredores de cien metros de la selección norteamericana…, sólo le falta un Rolex de oro. Parece uno de esos nuevos ricos que últimamente abundan por ahí… Debe de ser eso mismo, quiere pasar por nuevo rico, él que no tiene ni dónde caerse muerto. A menos que… Sabía de algunas mañas de Isidro, pero quizás eso no le alcanzaría para enriquecerse. Estaba entretenido en esas cogitaciones cuando el conserje entró a la sala, dirigiéndose a él.

—El jefe te llama. Dice que corras.

Los tres colegas rieron, burlones. Todo el mundo sabía que el aprendiz Jaime Bunda no corría, estaba contra sus principios vitales. Se levantó con la mayor dignidad, recompuso la raya de su pantalón, y salió de la sala sin decir una palabra, acentuando su desprecio por la escoria inferior de los investigadores mayores.

—Tengo un caso importante para usted —dijo el jefe Chiquinho Vieira—. Espero que haga lo mejor que sabe…

Jaime hinchó el pecho. Por fin comenzaban a reconocer su mérito. No era a Isidro a quien entregaban ese caso importante, era a él, hasta entonces siempre olvidado, lanzado hacia una de las sillas de las sala de detectives sin nada que hacer; esto, por el simple hecho de que era “de alcurnia”. Incluso un día Chiquinho Vieira le había dicho que nada más lo mantenía en el servicio porque recibía órdenes del Director de Operaciones, el Director Operativo. Pero que no se hiciera ilusiones, porque él nunca pasaría de aprendiz. El Director de Operaciones también era “de alcurnia”, y lo había incitado a escoger la profesión de detective, eres muy observador, nada se te escapa, vas a ser un as. El Director de Operaciones lo mandó reclutar evitando las formalidades de costumbre. Después de ser admitido haría las pruebas y los entrenamientos. Abajo la burocracia que impide el combate eficaz al crimen. Chiquinho Vieira y los otros, envidiosos de su parentesco con el Director de Operaciones, nunca le daban oportunidad de probar que era verdaderamente un as, sólo lo mandaban a comprar cigarros. Como máximo, a hacer la cobertura a algún colega en una misión más arriesgada, pero siempre en papel subalterno. Él esperaba pacientemente en la sala, sentado en la misma silla, viendo a los otros escribir informes sobre los asuntos que iban resolviendo o no, ellos decían que resolvían pero los criminales pululaban por las calles y los subversivos conspiraban contra el régimen, en tanto él iba ablandando la silla con el peso de su bunda. Durante todos los meses que pasaba allí en la sala, más de veinte, había aprendido a distinguir todas las moscas que entraban y salían por las ventanas.

—Puede contar conmigo, jefe. ¿De qué se trata, pues?

—Asesinato. Violación y asesinato. Una menor de catorce años. El cuerpo fue encontrado cerca de Morro dos Veados.

—¿Cómo la mataron? —preguntó Jaime Bunda.

—Estrangulada. Debe de haber sido en un carro y después el cuerpo fue escondido entre los manglares.

—¿Y cuántas veces la violaron? Chiquinho Vieira miró al subordinado con mala cara.

—Qué sé yo cuántas veces la violaron. No estaba allí para verlo. Y el laboratorio seguramente no tiene medios para descubrirlo. Pero, dígame, ¿qué importancia tiene si fue una, dos o más veces?

—Mucha —dijo Jaime—. Sólo un depravado es capaz de repetir una violación.

El jefe se quedó mirando hacia él, atónito, sin responder. Este tipo es todavía más tonto de lo que yo creía. O acaso no es nada tonto, en verdad nada tonto, sólo disimula.      —Pregunte a los tipos del Ministerio del Interior. Ellos son los que tienen el caso en las manos.

—¿Y nosotros? —preguntó Jaime.

—Como siempre, nos mantenemos en la sombra. Solo tratamos directamente ciertos asuntos, los importantísimos. En este caso, está la Dirección competente del Ministerio que investiga. Pero nosotros vamos a seguir el caso e interferir si hiciera falta.

—Ah, puedo interferir…

—Claro, pero con discreción. El Búnker no quiere publicidad… Ni makas[2] con los del Interior. Pero si viera que los tipos están haciendo alguna estupidez, puede aconsejarlos, incluso dar orientaciones, ellos están ahí para oírlo.

—¿Ellos van a oírme?

—Claro, nosotros estamos directamente conectados al Búnker y ellos lo saben. No les gusta, pero oyen.

Jaime Bunda asintió con la cabeza, en una ambigua actitud, entre la deferencia para con el superior y la condescendencia del profesor en relación con el alumno que responde bien a una pregunta. Chiquinho Vieira se le mostraba ahora de manera diferente, simpático, camarada.

—Jefe, ¿puedo hacerle una pregunta?

—Hágala.

—Es una pregunta personal… Bueno, no es del trabajo.

Chiquinho Vieira miró de nuevo hacia Jaime Bunda, como si este fuera una serpiente surucucú[3]. ¿Por qué este socarrón tiene que estar haciéndome preguntas personales en un momento de estos? Ni entendió por qué razón asintió, a veces le sucedía que dejaba hablar a su corazón de bófia[4] demasiado generoso, como decía su madre.

—Hágala.

—¿Por qué es que el jefe usa un cordón negro en un zapato y uno castaño en el otro?

Chiquinho Vieira casi saltó para atrás al mirar instintivamente hacia los pies, escondidos bajo el escritorio. Levantó un zapato y después el otro. Dijo a disgusto:

—Tiene razón, no me había dado cuenta. ¿Cómo rayos pudo haber sucedido algo así?

Jaime Bunda se levantó de la silla colocada frente al escritorio del jefe y dio la vuelta para quedar al lado de él. Hasta se inclinó para ver mejor, y después se irguió con una sonrisa triunfal.

—Es lo que me parecía, jefe. En realidad, los dos son castaños. Solo que uno recibió tinta negra, probablemente cuando limpió los zapatos. ¿Es el jefe mismo quien lo hace? ¿Con aquellos tubos que tienen una esponja en la punta?

—Exactamente —respondió Chiquinho Vieira, asombrado.

—Es el peligro de esas cosas. Ahora tiene que pasar tinta al otro cordón y listo, quedan iguales. Jaime Bunda volvió a sentarse confortablemente frente al responsable, el cual no dejaba de mirar hacia los zapatos y hacia el subordinado, completamente abuamado[5], disminuido en su autoridad.

—El jefe decía, pues, que ellos tienen que oírme, porque dependo directamente del Búnker. En caso de dificultad, ¿puedo recordarles eso? Ellos deben de tener un miedo tremendo del Búnker… Hasta yo tengo.

—Puede recordárselo, pero ni hace falta, ellos lo saben muy bien. ¿Quién no le tiene miedo al Búnker?

—¿El jefe tiene?

—Claro… —en ese momento Chiquinho Vieira volvió en sí, ¿cómo podía estar haciendo confidencias de esas a un inferior, y nada menos que a aquel estúpido del Bundão[6]? Se levantó, furioso consigo mismo—. Miedo no. Respeto. El respeto que se debe. Bien… Ocúpese de ese asunto. Es vital.

Jaime Bunda se resistía a levantarse. Era la primera vez que estaba sentado frente al escritorio del jefe Chiquinho Vieira, una autoridad nacional y quizás afroaustral en asuntos secretos. Estar en ambiente de tanta familiaridad con tal personaje era un privilegio del que no quería abdicar fácilmente. Levantó el dedo índice de la mano derecha.

—¿Me da permiso, jefe?

—Diga.

—Voy a necesitar un carro.

—Claro. Hable con… Deje, yo mismo doy la orden. Tiene un carro a su disposición con chofer, las 24 horas del día.

—No necesito tanto. Solo entonces Chiquinho Vieira se dio cuenta de lo ridículo de su situación. Era él quien estaba de pie, detrás del escritorio, en tanto el anormal se arrellanaba en la silla de los visitantes, casi a punto de poner los zapatos encima del escritorio y halar por un tabaco. Decididamente, el atrasado primo del Director de Operaciones lo ponía fuera de sí. Aquello de los cordones… En efecto, Chiquinho Vieira era conocido por su afán de elegancia, sólo usaba trajes de los mejores sastres de París, o, en situación de mucho apuro, del Chiado de Lisboa. ¿Cómo podía haber permitido que le sucediera andar con cordones de color diferente? ¿Y cómo es que el anormal, sentado del otro lado, lo descubrió? Por segunda vez se preguntó, ¿el fulano es más estúpido de lo que yo me imaginaba o no es ningún estúpido? Se sentó pesadamente, pretendiendo corregir la humillante situación de desventaja. Pero habló suavemente.

—Puede comenzar a trabajar. Vaya a preguntar al inspector Kinanga, del Interior, para que le dé todos los detalles de la investigación.

Como Jaime Bunda se mantenía en la misma posición, ahora mirando con exagerado interés y alguna extrañeza hacia un cuadro en la pared que representaba una naturaleza muerta, repitió antes que el subordinado matara definitivamente el cuadro o descubriera en él alguna otra cosa que lo pusiera fuera de sí:

—Puede ir, puede ir. ¿Cómo es que un tipo tan joven podía mostrar tanto esfuerzo y sufrimiento para levantarse de una silla? Los suspiros de Jaime Bunda eran como para partir el corazón de cualquier otra persona, pero no el del jefe Chiquinho, que sólo soñaba con verlo fuera de su despacho, de su sección, de su ciudad, de su mundo. Jaime se puso en pie por fin, hizo una venia y dijo con total candidez:

—Disfruté mucho este momento, jefe.

Se volvió en cámara lenta hacia la salida y nunca, realmente nunca, el jefe Chiquinho vio a alguien demorar tanto tiempo en llegar hasta la puerta, abrirla y desaparecer. Se rascó la cabeza, con riesgo de desalinear los caracoles, religiosamente peinados, volvió a mirar hacia los zapatos, ahora hijos de la vergüenza. Ya dudaba de si había escogido al hombre indicado para el servicio encomendado por el Búnker. A quien le dio la orden, él le había garantizado: “Tengo al hombre apropiado” ¿Sería en efecto verdad?

[¿Y será en efecto verdad que yo, el autor, debo dejar al tal vez imprudente narrador poner aquí esta frase del jefe Chiquinho Vieira? ¿No debería permanecer escondida hasta cerca del final? Dudas y más dudas, esta vida está regida por ellas]

 

[1] Bunda: Nalga, trasero, culo. El vocablo se generalizado en gran parte de los países lusófonos. (Nota del traductor.)

[2] Maka: Problema, conflicto. Voz generalizada a otros países. (Nota del traductor.)

[3] 4 Surucucu: Cierta serpiente muy venenosa. (Nota del traductor.)

[4] Bófia: Agente de los órganos de inteligencia y seguridad del Estado. (Nota del traductor.)

[5] Abuamado: Asombrado, sorprendido, admirado, estupefacto. (Nota del traductor.)

[6] Bundão: Aumentativo de bunda, de grandes nalgas. (Nota del traductor.)

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