16 de agosto de 2017

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10/05/2024

Literatura

Cuartos vacíos con el papel tapiz rasgado

El estadounidense Edward Gorey (1925-2000) compuso, con imágenes y palabras, algunos de los relatos más inquietantes del siglo XX

Iván Ortega | lunes, 18 de septiembre de 2023

Edward Gorey en 1977, en el set que diseñó para una puesta de 'Drácula' en Broadway. © Jack Mirchell / Getty Images

La lectura de The Songs We Know Best: John Ashbery’s Early Life (2017), semblanza de los años de juventud del poeta escrita por Karin Roffman, renovó mi interés por la obra de Edward Gorey (1925-2000). Mi percepción cambió repentinamente gracias a que comencé a asociarlo con autores que han ejercido siempre una fascinación en mí, como Ashbery y Frank O’Hara. Posteriormente descubrí que había sido amigo de Alison Lurie, novelista por quien desarrollé un interés discreto mientras escribía una tesis sobre campus novels. A mi juicio Gorey se alinea más con los primeros posmodernistas estadounidenses –William Gaddis, John Barth, Donald Barthelme, John Hawkes–, autores en los que el humor negro y absurdo se asocia con la innovación formal en la narrativa –de hecho la primera etiqueta que se utilizó para englobarlos fue la de black humorists. Pienso en Gorey como un cuentista experimental más que como un novelista gráfico o ilustrador. Creo que esta visión refleja mejor los intereses y las especificidades de su estilo, y lo conecta con su contexto personal y con el tipo de artistas con los que se asoció. Me concentraré en unas pocas obras de su primera etapa, todas contenidas en Amphigorey (1972; publicada en español por Valdemar).

Por el libro de Roffman descubrí que Edward Gorey fue compañero de habitación de O’Hara en sus años universitarios, y que durante un período fueron amigos cercanos, llegando incluso trabajar juntos en la compañía de teatro amateur The Poets’ Theatre, en la que también participaron otros autores residentes en Cambridge como Lurie, Ashbery y el poeta Donald Hall. Las obras que se montaban eran escritas mayoritariamente por los participantes. Quizás el trabajo más memorable de los surgidos de The Poets’ Theatre es The Heroes, comedia escrita por O’Hara, inspirada por los melodramas de la época. En ella la esposa de un soldado en servicio tiene un affaire con su mejor amigo, que en el estreno de la obra fue interpretado por Ashbery.

En estas obras y en su ejecución hubo siempre una distancia irónica entre los participantes y el material que interpretaban, una especie de afectación mediante la cual hacían ver que aquello no iba del todo en serio, a pesar del tiempo y el compromiso dedicados al montaje. Esta misma afectación puede encontrarse en Gorey. Pensemos por ejemplo en su primer trabajo publicado, “El arpa sin encordar”, que consiste en  fragmentos de prosa acompañados de ilustraciones caricaturescas en las que ya se aprecia la obsesión por los detalles victorianos que se volverían su sello autoral. Es la historia de un novelista, Mr. Earbrass, y su lucha por terminar una nueva novela, El arpa sin encordar. Gorey muestra el proceso creativo de su personaje como algo caprichoso y arbitrario (pasajes inconsecuentes que por algún motivo misterioso deben ser incluidos en capítulos específicos; reglas de composición inescrutables; un epígrafe semiincomprensible debido a su sintaxis caótica y a la ambigüedad de la escena que describe, que el autor concibe entre sueños; etc.), que le causa demasiadas preocupaciones y angustias. Ni el autor ni el narrador parecen compartirlas, ni sentir la menor empatía, y de esta distancia surge parte del humor que caracteriza la obra de Gorey.

Para Susan Sontag, a quien Gorey conoció en las proyecciones de películas de vanguardia que el historiador del cine William K. Everson organizaba en su casa, una de las características más admirables de Roland Barthes era la de no haber producido juvenilia, es decir, una obra temprana en la que se apreciaran los procesos de aprendizaje y maduración. Podríamos decir algo similar de Edward Gorey: “El arpa sin encordar” contiene prácticamente todas sus marcas autorales. Ninguna de las características de esta pieza (el trazo obsesivo, los motivos victorianos, los personajes patéticos, un vago sentimiento de horror existencial, el entusiasmo por lo absurdo) fue abandonada en obras posteriores, aunque hubo añadidos que arrojaron nueva luz sobre las fuentes del artista. “El ático inclinado”, que publicó a continuación de “El arpa sin encordar”, es una colección de limericks, forma poética de cinco líneas con rimas AABBC en las que se construyen escenas absurdas. Fue perfeccionada por uno de los principales referentes de Gorey: Edward Lear, autor victoriano de libros (en teoría) infantiles ilustrados y uno de los principales referentes del nonsense. En la manera en que Gorey aborda el limerick se concretan mejor algunas de las preocupaciones que César Aira expresa en su estudio sobre la obra de Lear. Para Aira esta forma es sólo superficialmente humorística, pues sus personajes en realidad están condenados a maldiciones sisífeas: la barba de un hombre es siempre usada como nido por los pájaros, un sujeto deprimente vive en un nido de búhos, un hombre de El Hums come únicamente migajas del suelo. Los limericks de Gorey llevan la crueldad de esta forma poética un poco más allá: una mujer tartamuda y con mala gramática será golpeada en la boca con un martillo por su propio esposo, otra se ve impelida a arrojar a su bebé hacia el techo para librarse de una sensación desagradable, un duque siente asco y desprecio por lo pequeño que es el bebé que hizo que su esposa muriera en el parto.

Dentro de estas obras tempranas se encuentran los que probablemente son sus textos más famosos: “Los pequeños macabros” y “El huésped incierto”. Estas narraciones son también la causa de que se piense en Edward Gorey como un autor que escribía para el público infantil, un juicio reductivo, producto de una lectura equívoca del material. En textos anteriores incluso aparecían imágenes de violencia gráfica (un guerrero atravesando a un niño con una espada, por ejemplo) que claramente no cumplirían los estándares de un editor de libros para niños. Es curioso que se aplique la etiqueta de literatura infantil a algo como “Los pequeños macabros”, obra alfabética, irónicamente didáctica, en la que se enlistan desgracias y formas de morir de distintos niños. Mark Dery, biógrafo de Gorey, menciona que la forma deriva de un tipo de panfleto protestante para niños en los que se enseñaba el alfabeto al mismo tiempo que los valores cristianos. Por su parte, “El huésped incierto” es su texto más accesible, claramente apela a un público más amplio. En este cuento un ser mitad pingüino y mitad lagarto, que usa unos Converse blancos y una bufanda, aparece una noche en la puerta de una mansión victoriana y se queda a vivir ahí catorce años, para desgracia de los habitantes, quienes no saben muy bien qué hacer con el ser. El personaje no es muy lejano de los de Tove Jansson, en su diseño y en ciertas actitudes. Incluso recuerda los momentos más egoístas de Snoopy. Alison Lurie siempre defendió que este cuento fue inspirado por una conversación que tuvo con Gorey acerca de su hijo recién nacido. Ella lo veía como una metáfora de la infancia.

Finalizaré con “El ala oeste”, una de las obras más misteriosas de Edward Gorey, donde muestra su fascinación por la poética surrealista, con la que siempre se sintió identificado. Carece de cualquier acompañamiento escrito, sólo nos son dadas algunas escenas inconexas que sugieren la posibilidad de una narración: cuartos vacíos con el papel tapiz rasgado, gente con semblante siniestro que entra o sale de una habitación, una roca o algo parecido a una roca sobre una mesa, una puerta reflejada en un espejo, una persona (¿o un fantasma?) asomándose por la ventana, tres zapatos en el suelo de una habitación ( “poesía: tres zapatos diferentes abandonados en la entrada de un callejón”, Charles Simic). En “El ala oeste” Gorey se entrega a la libre asociación surrealista para darnos uno de sus trabajos más poéticos. En su construcción libre y caótica nos recuerda a algunos de los cuentos ilustrados de Barthelme (Gorey diseñó la portada de su Vuelve, dr. Caligari), como “El museo Tolstói”, “El vuelo de las palomas desde el palacio” o “Lesión cerebral”. Sin embargo, el referente principal de “El ala oeste” son las novelas en imágenes (La mujer de 100 cabezas, Una semana de bondad) de Max Ernst, en las que el pintor mezcló ilustraciones de revistas científicas y de moda de finales del siglo XIX para crear montajes que narran oblicuamente una historia siniestra, que nunca llegamos a comprender del todo.

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