16 de agosto de 2017

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10/10/2025

Cine/TV

En el país de Pynchon y Anderson

‘Una batalla tras otra’, de Paul Thomas Anderson, trae a Pynchon al presente para contar una nueva arista de la experiencia estadounidense

Sergio Huidobro | miércoles, 1 de octubre de 2025

Teyana Taylor en ‘Una batalla tras otra’ (2025), de Paul Thomas Anderson. © Warner Bros. Pictures

Los Estados Unidos de América en los que Thomas Pynchon escribió y publicó su cuarta novela, Vineland (1990), eran un país que hoy creeríamos extinto: potencia que salía victoriosa y embriagada del deshielo soviético, proclamaba a gritos que el supuesto “fin de la historia” auguraba, al fin, la hegemonía unipolar por tanto tiempo añorada. Terminaban los ochenta de Reagan y comenzaban los noventa del new deal demócrata, que se anunciaban como el mayor boom liberal desde los cincuenta. La ilusión de esa nueva inocencia duró, más o menos, desde la caída del muro de Berlín hasta la primera entrevista de Monica Lewinsky; después Norteamérica volvería a perseguir a sus demonios para encerrarlos otra vez. Sin éxito, como probó la elección de un nuevo George Bush que aliviara la añoranza por el anterior.

Paul Thomas Anderson no ha sido el único cineasta con el requerido grado de demencia para creer que una adaptación de Pynchon podía llegar a buen puerto, pero ha sido el único capaz de convencer al propio escritor de que tal cosa era posible sin arriesgar el prestigio autoral de uno ni de otro. La historia de esas negociaciones habrá de contarse alguna vez, pues si la elusiva, narcótica y gelatinosa Vicio propio (2014) no logró encontrar nunca una audiencia adecuada –algo que dice menos sobre la cinta que sobre las audiencias–, al propio Pynchon, renuente como nadie a ceder sus historias al cine, le habrá gustado lo suficiente para dejar en manos del propio Anderson la custodia de Vineland, que, bajo el título más comercializable de Una batalla tras otra (2025), traslada además su hábitat natural de la era Reagan y los revolucionarios chavorrucos de la vieja guardia proVietnam al presente esperpéntico de Donald Trump, en el cual nociones antes sólidas como rebelde, sistema o subversión semejan moldes vacíos en espera de ser ocupados por el significado líquido de la histeria en turno.

Paul Thomas Anderson

Leonardo DiCaprio en Una batalla tras otra (2025), de Paul Thomas Anderson. © Warner Bros. Pictures

Estamos, presumiblemente, en el último tramo de la segunda presidencia de George W. Bush y en la antesala electoral de Barack Obama. Una numerosa guerrilla de acción directa, que opera bajo el nombre de French 75 –probable alusión a los ataques franceses encabezados por el Frente de Liberación del mítico Carlos el Chacal en aquel año–, realiza con éxito varias intervenciones: explosiones, asaltos bancarios, allanamientos de bases militares. Entre sus militantes de mayor rango está la pareja formada por Bob Ferguson (Leonardo DiCaprio, cada vez en mayor dominio de su madurez embarnecida) y Perfidia Beverly Hills (Teyana Taylor, luciendo el mejor nombre de un personaje de P.T. Anderson desde Dirk Diggler); éstos se embarazan –paradójicamente él más que ella– y la niña resultante termina siendo criada por Bob mientras Perfidia, arrestada, decide traicionar al resto de los combatientes y desvanecerse bajo otra identidad en la frontera con México.

Quince años más tarde, en la época actual, los fantasmas despiertan. El coronel Steven J. Lockjaw (el mejor Sean Penn en más de dos décadas) reemprende la cacería de Ferguson y la niña, ahora una taekwondoína de la generación Z (Chase Infiniti en debut histórico), quienes viven en un relativo anonimato, casi clandestino, más debido a la paranoia paterna que a riesgos probados. Sin embargo, cuando la antigua célula guerrillera –ahora con patas de gallo y dolores de rodilla– sale de las sombras para rescatarlos de la inminente cacería, la huida contrarreloj funciona como pretexto para recorrer un Estados Unidos desquiciado y deforme que podría confundirse con una sátira de la estirpe de Dr. Insólito (1964) si no se pareciera más a las noticias diarias de nuestro presente.

Sobre Ferguson y su hija se cierne una sombra: la de la misteriosa Cofradía de los Aventureros Navideños, una mezcla de Club Epstein con secta de supremacistas raciales, pero el verdadero –e inesperado– arco dramático es el de la fracturada relación entre padre e hija, un tema que no es nuevo para Anderson (piénsese en Magnolia o Petróleo sangriento) pero que acá muestra una madurez refrescante y hasta terapéutica –la hija del cineasta es también adolescente hoy día–, permitiéndose registros nuevos como la ternura familiar o las dad jokes. Todo ello en medio de una vorágine de balaceras, redadas migratorias y una persecución de autos tan virtuosa que mucho recuerda a las de Bullitt o Contacto en Francia.

Paul Thomas Anderson

Teyana Taylor y Sean Penn en Una batalla tras otra (2025), de Paul Thomas Anderson. © Warner Bros. Pictures

Paul Thomas Anderson, cineasta californiano que resulta, como David Lynch o Kenneth Anger, a la vez quintaesencialmente angelino y profundamente disruptivo en el panorama de la ciudad de atardeceres rosas, nunca ha sido un narrador de ambiciones modestas ni de miniaturas. Desde Boogie Nights (1997) hasta Licorice Pizza (2021), pasando por los otros siete largometrajes, insiste una y otra vez en absorber el Zeitgeist completo de una época y un lugar a través de relatos novelísticos, de ambición panorámica, casi bíblica, y tan ricos en detalle que se despliegan con la dimensión inabarcable de un mural: lo mismo da si se trata del surgimiento de la industria porno en los setenta, la gestación de la cienciología en los cincuenta, la sangrienta fiebre petrolera a mediados del XIX o la radiografía envenenada de una casa de alta costura en el Londres aristócrata de entreguerras.

Una batalla tras otra es el primero de estos grandes frescos novelísticos del cineasta –al menos el primero desde Magnolia (1999)– en el que Anderson renuncia a revivir una era del pasado para lanzarnos de bruces al presente. Sin embargo las anacronías de la cinta son las que mejor engarzan con el espíritu de Pynchon: los teléfonos inteligentes conviven con los públicos de monedas, los geolocalizadores se mezclan con guerrillas urbanas del estilo Black Power y personajes que hablan como César Chávez discuten con otros que hablan como J.D. Vance. Al final el territorio que habitamos –y del que salimos exhaustos, taquicárdicos, con presión alta, pero satisfechos– es el país que Thomas Pynchon y Paul Thomas Anderson inventaron para sí mismos, uno que, como el de Faulkner o Vonnegut, no se parece demasiado a Estados Unidos. Excepto en lo peor.

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