16 de agosto de 2017

La Tempestad

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11/05/2024

Cine/TV

Marcas de lo visible

Con filmes que exploran preocupaciones recurrentes, el mexicano Nicolás Pereda ha construido una de las obras más desconcertantes del cine contemporáneo. Estos días la Cineteca Nacional le dedica una retrospectiva.

Laura Pardo | lunes, 19 de febrero de 2018

Fotograma de 'Verano de Goliat'

Cuando pasea por el análisis fílmico, Alain Badiou considera útil recordar una premisa de Gilles Deleuze: para pensar algo es necesario entrar en la cosa por la mitad. No por el principio ni por el final: tomarla por el medio. Entonces aparece a cuadro una figura menuda sosteniendo un micrófono. El niño será visto después en Verano de Goliat (2010), pero ahora, en Entrevista con la tierra (2008), camina con el aparato por el panteón del pueblo. La médula del cine de Nicolás Pereda se sitúa en los minutos finales de ese cortometraje. Antes de portar el micrófono, el niño cuenta ante la cámara dos hechos que lo han marcado: la muerte de su amigo David y la ausencia del padre. En suma, sus pérdidas. No es casual que el cementerio sea el lugar en el que se apodera del dispositivo que antes le dio voz. Cuando Nico, el niño, juega con el micrófono la película se torna silente: añade una ausencia.

De ¿Dónde están sus historias? (2007) a El palacio (2013), en el cine de Pereda son múltiples las referencias a la tierra abandonada, a su cruel agonía. A las ausencias que las marcan. Un territorio olvidado, detenido en el tiempo, que lleva a cuestas la promesa incumplida de la modernidad. Incluso en la más artificial de sus apuestas, el fallido ejercicio de estilo Todo, en fin, el silencio lo ocupaba (2010), el director alude a la «tierra nacida sombra» a través del Primero sueño de Sor Juana.

La mirada antiespectacular de Pereda propone detenerse en las nimiedades de la vida cotidiana, para evidenciar el conjunto de representaciones que tejen la realidad. Un joven y su novia han terminado de comer. Antes discutieron, sin vigor, la pertinencia de elegir tacos como alimento. Fuman en silencio. La cámara, fija, los observa, sentados y mudos, durante cuatro minutos. Gesticulan, se miran de reojo, a veces se rozan al estirarse. Luego de deshacerse de los restos del cigarrillo, él sale de cuadro. Instantes después termina una secuencia de Juntos (2009), en la que el afán de documentar cede ante la ficción. No distraer la mirada, aunque incomode –o precisamente porque lo hace–, parece decirnos el director. Una estética fundamentalmente desalienante.

Aunque los referentes estéticos del director rebasan el ámbito local, sus personajes forman un catálogo de lo mexicano que abreva en el cine nacional. La mujer sola, el padre ausente o negado a la responsabilidad, el joven improductivo, la anciana abandonada y, por supuesto, la empleada doméstica. Pero no estamos ante estereotipos carentes de contenido. Pereda logra dotar a los personajes de una ambigüedad que complejiza incluso los momentos de lacónico humor. Utiliza para ello dos recursos: la falsedad matizada y la repetición. El primero se puede entender a partir del referente del neorrealismo italiano, “donde la acción falsa se convierte en el signo del nuevo realismo por oposición a la verdadera del antiguo” (Deleuze, La imagen-movimiento, 1984). Así, los registros de Gabino Rodríguez, Francisco Barreiro, Luisa Pardo, Harold Torres (miembros del colectivo escénico Lagartijas Tiradas al Sol), Teresa Sánchez y Juana Rodríguez resultan naturales y orgánicos hasta el exceso, lo que permite percibir cierta chatura impostada. “Tan pronto deja un actor de preocuparse por su público, éste empieza a observarlo”: la frase de Konstantín Stanislavski da la clave en Matar extraños (2013).

En Diferencia y repetición (1968), Deleuze aporta otra máxima aplicable a Pereda: “La repetición más exacta, la más estricta, tiene como correlato el máximo de diferencia”. Los actores reaparecen en las películas y conservan, casi por regla, sus nombres reales, así como el parentesco que los une, porque a veces se trata de historias que simplemente continúan, como en el díptico que forman Juntos y Perpetuum Mobile (2009). La repetición tiene aquí la función de abrir una brecha entre realidad y representación, como recordatorio de que el cine es ante todo artificio. En Los mejores temas (2012) el recurso se potencia, también a través de la música. En contraste con el realismo sonoro de las cintas anteriores, en ésta irrumpen constantemente las Variaciones Goldberg de Bach, que se encargan de subrayar ciertos limbos narrativos, ahí donde se suspende la acción y se señala una variación del relato. Las notas acentúan la agridulce ironía del título del filme, que alude a la única cosa que los personajes son capaces de recordar, con pasmosa exactitud: la inmensa lista de éxitos románticos del disco que Gabino y su padre, que ha vuelto y es interpretado por dos actores, venden en el metro.

A decir de Clément Rosset, uno de los caminos con mayor porvenir para el cine en tanto arte es el llamado realismo integral, “un realismo sin ninguna relación con los filmes catalogados como realistas o neorrealistas”. En los linderos más radicales de la disciplina, el trabajo de Nicolás Pereda da sentido a esa idea.

Una versión distinta de este ensayo apareció en Reflexiones sobre cine mexicano contemporáneo (Cineteca Nacional, 2012)

Originalmente publicado en La Tempestad 95 (edición marzo-abril de 2014)

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