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08/05/2025

Literatura

Lo que se quiebra deja pasar algo de luz

Luis Arce reflexiona sobre la narrativa de Gueorgui Gospodínov a partir de ‘Acerca del robo de historias y otros relatos’ (Impedimenta)

Luis Arce | miércoles, 7 de mayo de 2025

El escritor búlgaro Gueorgui Gospodínov

Como todo lo que crea tendencia, detrás tiene un capital social; como todo movimiento artístico, tiene intereses que no se corresponden específicamente con búsquedas estéticas; como todo lo que corresponde a la idea de (relativo) éxito, tiene algo de trampa. Sin embargo –aquí apelo al más meditado de los peros– autores como Mircea Cărtărescu u Olga Tokarczuk han producido una reverberación en los círculos de lectura latinoamericanos que no puede explicarse llanamente por el diseño de una estrategia de comercialización y difusión exitosa. Tampoco tiene nada que ver con la infantil idea del reconocimiento y la identificación del lector con la obra, sino con algo mucho más tentador: la noción de que estos autores están escribiendo desde traumas tan plurales y específicos que sólo pueden desentrañarse mediante el lenguaje. No son traumas personales, son el mismo tipo de dolor intraducible presente en los tiktoks con música de Molchat Doma, en lo cuales no es difícil encontrar cada tanto un comentario que, tomando como referencia las fotografías de aquellas frías ciudades desoladas, dispara un certero “Se parece a Latinoamérica”.

Gueorgui Gospodínov recuerda que en una ocasión tuvo un dolor terrible de oídos; sintió que iba a morir, como si la cabeza le fuese a explotar y, tal como sucede en la imaginación de un niño, quedaría desparramada como una sandía sobre el piso de su abuela. Ella le respondió que el orden natural de las cosas era otro: Antes de que mueras, moriré yo; luego tu abuelo, luego tu mamá, tu papá, y finalmente, tú”. A eso le llamó “la forma búlgara de consolar a alguien”. Su escritura –y también la de los dos autores mencionados arriba– lleva consigo esa melancólica felicidad. Las palabras de la abuela sin duda son duras, pero también son la muestra más clara de la potencia del lenguaje para regar algo de claridad a lo que de otra forma sería completamente inexplicable.

Se trata de un artefacto de creación que puede leerse, además de en Cărtărescu y Tokarczuk, en las novelas de László Krasznahorkai, los ensayos de Raúl Zurita o los cuentos de Martín Rejtman. Refiere una perspectiva literaria donde el lenguaje y la memoria se articulan para encontrar una profundidad escondida en el basurero de nuestras sociedades. Es bien sabido, todo lo que se quiebra deja pasar algo de luz. Esa profundidad puede o no estar relacionada con una idea de Dios –si se quiere–, en general se corresponde más con la gracia –divina, si se quiere–, que subyace en lo mínimo que nos pertenece. Es una mística de la derrota.

No son pocos los escritores que confunden la memoria personal con la colectiva. Aún más desconcertante es que pretendan hacer pasar la primera por una enseñanza aleccionadora que nos corresponde a todos. Sustraen el misticismo de la experiencia y lo colocan en el austero territorio de las intenciones y los hechos. Ya lo escribió alguna vez Rafael Sánchez Ferlosio: “las llamadas experiencias personales pueden reportar en ocasiones alguna utilidad, pero es de todo punto imprudente e inadecuada la garantía que suele atribuírseles; la autoridad casi tiránica con que se impone el que dice: ‘Es que esto yo lo he vivido en carne propia’”. Gospodínov trabaja desde la memoria, sí, pero no hace de ella una franquicia personal, la convierte en un dispositivo que le permite relacionarse con el pasado de una manera más espiritual e imaginativa. Sabe bien que el lenguaje no está hecho a la manera de una memoria impostada. Su escritura respeta esta idea de una forma casi sagrada.

Gueorgui Gospodínov

En la introducción del libro que nos compete, el fascinante Acerca del robo de historias y otros relatos (2001; Impedimenta), el autor búlgaro nos revela que para él “todas las historias, ya sean sobre moscas, enamorados o un alma cochina en Navidad”, refiriéndose al relato donde el narrador toma el lugar de un cerdo que está siendo sacrificado para la cena decembrina, “son importantes”. Posteriormente añade: “Aunque estratégicamente hayamos perdido el juego, las jugadas baldías de nuestras historias siempre pospondrán el final”. Es verdad. Los relatos que contamos no tienen más poder que la prolongación de un juego de antemano perdido, pero esa prolongación lo es todo y es, en cierto sentido, eterna. La lectura de sus textos presupone este efecto. El autor no determina de antemano ni el cómo ni el para qué, mucho menos el por qué de sus relatos. No puede leerse en ellos un tema, una doxa, una moral, ni siquiera una intención que vaya más allá del hecho de contar historias, es decir, de la narración, mediante un entendimiento propio del lenguaje que apela a la imaginación de quien lee, es decir, lo literario. Por eso al leerlo damos de frente con una forma de la literatura que no pretende ni busca ni propone ni critica, sino que simplemente se escribe, se cuenta. Y en ese gesto hay algo revolucionario.

Como quien señala una grieta en la pared, pienso en el relato que lleva por nombre “Una segunda historia”. Gueorgui Gospodínov pone a uno de sus personajes a contar una larguísima anécdota sobre su abuelo a una chica que se ha encontrado en el tren. La chica no habla la lengua del chico, pero encuentra fascinante la historia incluso cuando no la ha entendido, basándose tan sólo –y principalmente– en cómo fue contada. Más adelante aparece uno de los relatos más celebrados de Gospodínov: “Vaysha la ciega”, donde se narra la leyenda de una joven cuyo ojo izquierdo ve hacia el pasado, mientras que su ojo derecho sólo mira hacia el futuro. El autor tiene la sagacidad de dejar la historia inconclusa y rubricarlo con un subtítulo que lo explica. No merece la pena saber si en algún punto los ojos de Vaysha miraron las mismas cosas, basta sencillamente con entender que esta clase de anisometropía fantástica existe y su sola existencia es lo que debe contarse. Recuerda a los mitos de los pueblos latinoamericanos, cuyo final siempre queda abierto, aun cuando la historia se cuente ad nauseam.

En otras partes de Acerca del robo de historias pueden encontrarse textos que miran la amistad y la enseñanza con la misma dignidad que a un urinario o una mosca, que tienden la misma mano a un beso en un aeropuerto que a una gitana y un mentiroso. Son relatos de lo sagrado, pero a nivel de tierra. Vienen signados por la misma experiencia divina de la derrota que escribimos arriba. En Latinoamérica eso nunca nos queda tan lejos. Beatriz Sarlo escribió que “la derrota no es sólo un hecho, sino una posición desde la cual se piensa”. Es un poco nuestro lugar. Y está bueno. Por eso no es raro que el fracaso nos resulte fascinante, que la imposibilidad sea tan cautivadora. Nuestra tradición, como la del mago búlgaro, no está cimentada en el triunfo, ni en un mercado que permita la glorificación y la salida del artefacto-libro como herramienta para justificar nuestro pasado o nuestras ideas; no las victorias sino el relato de quienes nunca tuvieron la oportunidad de ganar nada. Escrita desde ahí, esta colección de relatos se desenvuelve como una máquina de pensar en la memoria lejos del onanismo de contar nuestra propia experiencia. Después de todo, y si hemos de creer en lo místico, en lo fantástico, en lo literario que hay en el relato de nuestros recuerdos, nada debería resultarnos más extraño que nuestra propia historia, nada más borroso que nuestra propia memoria y nada más sagrado que lo que nos han contado.

Gueorgui Gospodínov, Acerca del robo de historias y otros relatos, traducción del búlgaro de María Vútova, Impedimenta, Madrid, 2024

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