16 de agosto de 2017

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03/05/2024

Literatura

Conocer más la isla

Roberto Abad revisa la antología ‘Días de inocencia y oscuridad’, que reúne los textos ganadores del Premio Cuento Joven UNAM-SECTEI 2021

Roberto Abad | viernes, 24 de marzo de 2023

Fotografía de Julio Lopez en Unsplash

Al leer Días de inocencia y oscuridad, que reúne los textos ganadores de la edición 2021 del Premio Cuento Joven UNAM-SECTEI, he pensado en las primeras veces que nos atrevemos a escribir, a publicar. He pensado en eso que cambia cuando uno encuentra su palabra y decide, por los motivos que sean, exponerla a la luz y a la sombra, al aire que traen las tempestades. Algo cambia. Esa decisión, a cierta edad, en cierto momento de nuestra vida, define todo. Ya no hay vuelta atrás. Ya no eres más un cúmulo de ideas sueltas. Ya no hay más anonimato. Ahora estás frente a un campo de posibilidades; muchas veces no se sabe de qué tipo. José Emilio Pacheco dice en un poema:

 

No sé por qué escribimos, querido George.

Y a veces me pregunto por qué más tarde

publicamos lo escrito.

Es decir, lanzamos

una botella al mar, que está repleto

de basura y botellas con mensajes.

Nunca sabremos

a quién ni adónde la arrojarán las mareas.

Lo más probable

es que sucumba en la tempestad y el abismo,

en la arena del fondo que es la muerte.

Y sin embargo

no es tan inútil esta mueca de náufrago.

 

Me concentro en ese último verso. En el gesto de quien se sabe perdido en una isla y a pesar de todo cree que el azar y la incertidumbre son valiosos. ¿Acaso escribir es eso? Mientras leía las historias de esta antología se formaba en mi mente la imagen de los y las autoras, jóvenes de bachillerato, tachando frases en el cuaderno o tecleando frenéticamente, con un énfasis de lucha, sin darse por vencidos hasta dar la coma debida y el punto luminoso. Días de inocencia y oscuridad es el resultado de esa búsqueda individual que comienza en una pregunta, un recuerdo o una sensación, y que atraviesa el filtro más importante: la memoria. Y luego insiste tanto que al final se convierte en escritura. Detrás de estos cuentos encuentro esa fuerza, y también encuentro valores estéticos que me cautivan: el registro de la oralidad, el afán por especular sobre mundos alternos, la reinvención del pasado; en todos ellos la imaginación puesta en el centro. Cuatro de los cinco ganadores publican por primera vez.

cuento joven

“Cuánto tiempo dura una paleta”, de Valentina Torres Ángeles, es una buena muestra de cómo un relato se puede sostener a través de diálogos. En lo que parece ser una charla cotidiana con el señor de la tienda se desarrolla la historia de una pareja, cuyo origen amoroso está marcado por ese espacio de dulces, papas y refrescos y, principalmente, por la persona que atiende. Es imposible no sentirse identificado o al menos nostálgico.

“Absorción interrumpida” y su relato siamés “Atrapado en su interior”, de Omar Jesús Rebollar Gómez, tiene la virtud de contar con un protagonista que se introduce en la cabeza de los lectores, por su extrañeza y singular psicología. Drazín, habitante perverso de una Ciudad de México casi onírica, deambula por las calles llenas de mendigos, preparándose para encontrarse con un espejo en el que habitan sus recuerdos y una voz que juzga sus días. Esta voz lo motiva a desaparecer, a fragmentarse y asumir los deseos más retorcidos.

“Sortilegio: Luna Menguante”, de Eriari Cruz Andrade, se encarga de ilustrar, con un lenguaje preciso y rico, un episodio decimonónico de la emperatriz Carlota en el castillo de Chapultepec. Tomando el rigor histórico como camino, el cuento nos envuelve en una época de vestidos lujosos, joyas, platos de porcelana y grandes banquetes. Las reuniones entre el clero y el imperio desatan un enigma y será éste el que nos dé la oportunidad de tener un retrato colorido y cercano de la emperatriz belga.

“(Nada más que) Flores”, de Héctor Alfonso Gómez Torres, se ciñe de la imaginación más fértil, la que retoma elementos de una mitología y los altera: dos hermanos, Xochipili y Tizoc, son expulsados de su tribu asentada en Xochimilco, por desobedientes. La aventura que viven lejos de sus padres y de la comunidad los llevará a tener que convivir, a reconocerse como familia y a lidiar con ese destino que es compartir la misma sangre. En un desenlace emocionante y trágico, veremos la evolución de este lazo que los lleva a mostrarse tal y como son.

Finalmente llegamos a “Detrás de los cerros”, de Ángel Daniel López Maqueda, que en un tenor similar al de Valentina Torres explora la palabra oral para situarnos en el México de las afueras, donde la crisis de violencia ha creado escenarios desoladores y al mismo tiempo incomprensibles. Esos pueblos, que podrían ser tantos, donde los muros yacen con agujeros hechos por balas y en las calles persisten los ríos de sangre. Allí el protagonista tiene una suerte de revelación que le hace ver la realidad lejos de los días felices de la infancia.

Una mención aparte merece el ilustrador Santiago Solís, que impregna a cada texto una lectura lúdica y dinámica que dialoga con los personajes y las tramas. Este libro, como buen hijo de la pandemia, ha ido encontrando lectores a su ritmo. Adentrarse en sus páginas me hace entender que –retomando el poema de Pacheco– escribimos no para dejar de ser náufragos, sino para conocer más la isla. Lanzado el mensaje, ahora toca observar la marea, adivinar el sentido del viento, sobre todo no alejarse demasiado de la orilla, y esperar.

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