12/11/2025
Literatura
La extranjera soy yo
La traductora al catalán Dolors Udina, que estará presente en la FIL, reflexiona sobre vida, lengua y traducción a partir de Mireille Gansel
Fotografía de Bethany Randall en Unsplash
Una de las voces más interesantes de la FIL Guadalajara 2025, que tiene a Barcelona como ciudad invitada, será la traductora catalana Dolors Udina (1953). La intensidad de su pensamiento y su escritura, a mi parecer, radica en su sobriedad y precisión, su lucidez ajena a todo ademán enfático, su amor por los entresijos del mundo y su conciencia de la vulnerabilidad y riqueza de las lenguas minorizadas. En esa línea ha traducido a Robert Creeley, Virginia Woolf, Jean Rhys, J.M. Coetzee y Aldous Huxley, entre muchos otros que conforman su trayectoria de más de treinta años, por la que recibió la Cruz de Sant Jordi de la Generalitat en 2018 y, al año siguiente, el Premio Nacional a la Obra de un Traductor.
En este breve escrito de 2021, Udina reflexiona acerca de su experiencia y, sobre todo, se concentra en su versión de Traducir como trashumar, de Mireille Gansel, uno de los testimonios más profundos y complejos sobre el oficio del traductor.
Traducción del catalán y nota de Iván García
Me es difícil separar la traducción de la vida. Con cada libro que he traducido, con cada viaje que he realizado para comprender las palabras del autor, para saber qué lo llevó a escribir como escribe y cómo integrarlo a mi lengua sin perder todo lo que ofrece, he ido modulando una voz interior que, a la vez, ha ido afirmando mi manera de estar en el mundo. No me imagino un mejor modo –fuera de la lectura– de satisfacer una curiosidad intelectual por conocer las motivaciones profundas y las posibilidades de la vida en el mundo. Podría arreglármelas escribiendo una obra propia, desde luego, pero me atrae mucho más buscar en lo que otros han escrito las respuestas a preguntas que no me había formulado, buscarlas en el sentido profundo tanto de las palabras que dicen como de las que quedan en silencio.
La traducción, en su intento por disipar las fronteras entre culturas, cambia la forma de identificarnos a nosotros mismos y de describir nuestras relaciones con el otro. De cada uno de los libros que traduje he sacado lecciones de vida y de traducción, a veces sintiendo mucha afinidad con el autor y otras con alguna distancia, pero siempre con el ánimo de corresponder a lo que dicen con la máxima claridad en mi lengua. En una especie de trashumancia interna, he ido en busca del mundo del autor para volver con un alimento. Con Jean Rhys y su Ancho mar de los Sargazos, viajé a Jamaica para conocer la dudosa suerte de las herederas antillanas que se casaban con los gentlemen ingleses y se las llevaban a la Inglaterra lluviosa y gris; la lengua de Rhys, de frases cortas y precisas, imbuidas de una tristeza casi congénita, hallaba un eco lejano en mi lengua. Incrustadas en la lengua del otro, en la de Rhys en este caso, se descubren posibilidades insospechadas. Con Jeanette Winterson fui al Manchester de los años cincuenta para escribir con ella la sórdida vida de una familia cruel e intolerante, y pude escuchar y vivir su valentía al desnudarse para explicar su descenso a los infiernos de la depresión; mientras tanto, Ali Smith me enseñó a trabajar la lengua en un juego luminoso, a combinar el arte, la literatura, la memoria y la historia con el trasfondo político del momento.
Son muchos los autores que me han acompañado desde que empecé a traducir hace treinta años, y quizá ya va siendo hora de que haga una lista de todo lo que les debo y lo que les he aprendido. Sólo mencionaré dos que han ocupado mi cabeza y mi espíritu durante un largo tiempo. Uno es J.M. Coetzee, de quien he traducido una decena de libros. He disfrutado de su lenguaje directo y musculoso, claro y apenas sofisticado como pocos, y me han llegado al corazón libros como La edad de hierro, una carta plagada de los miedos, las dudas y la soledad de una madre enferma a una hija que vive lejos. A través de la ficción, Coetzee presenta un entorno desprovisto de compasión y lleno de odio, crueldad e indiferencia, donde acaso sólo la palabra pueda salvar del suicidio. Las palabras de Coetzee viajan por el tiempo y el espacio cargadas de historia.
De los libros que he traducido, La señora Dalloway, de Virginia Woolf, es uno de los que más me ha llevado a reflexionar y entender mejor lo que hay que transmitir: el ritmo, la fuerza, el espíritu y el genio del lenguaje de la autora, la precisión de las palabras y su capacidad de iluminar aquello que relata. Traducir es correr riesgos, obviamente, y quizá este sea uno de los casos en los que más a menudo me he sentido al borde del abismo. Luego de casi diez años de haberla traducido, de vez en cuando sigo dándole vueltas a alguna de mis decisiones. La posibilidad de seguir el camino que cada mente asume a la hora de explicarse es algo de lo más estimulante de esta profesión.
Toda mi vida había traducido del inglés, hasta que hace no mucho me encontré por azar un libro en francés que me cautivó a tal grado que, después de leerlo más de tres veces, decidí que no podía sino traducirlo. Me refiero a Traduire comme trashumer, de Mireille Gansel, una reflexión sobre su vida a través de las traducciones que ha hecho a lo largo del tiempo, sobre todo del alemán, aunque también del vietnamita. El libro me interpeló profundamente, como traductora y como persona, me hizo pensar mucho en la lengua y me llevó a interrogarme sobre la vida y el oficio de traductor. Para empezar, como lectora, me vi trasladada a una literatura de la que siempre me he sentido muy cerca, la de Appelfeld, Kertész, Canetti y otros centroeuropeos, en los que se refleja un humanismo compartido. Me pregunto si tal humanismo puede ser resultado de la mezcla de lenguas en la que todos vivieron durante su infancia, de las diferentes visiones del mundo que cada lengua familiar les procuraba y que a la hora de escribir los hacía conscientes de la vulnerabilidad de la lengua que utilizaban. Si la literatura es siempre lengua, en estos casos es su lengua minoritaria lo que salva aquello que está en riesgo de perderse. Como traductora al catalán, como alguien que trabaja con una lengua minoritaria y vulnerable, siento mucha afinidad con esta forma poco unívoca de expresarse. Cuando Gansel dice: “me di cuenta de que el extranjero no era el otro sino yo, yo que tengo todo por aprender, por comprender de él”, me doy cuenta de que el lugar desde el que abordo la traducción es el del otro, del autor; que, como miembro de una pequeña cultura, amenazada y con una visión mestiza del mundo, la extranjera soy yo. Para traducir he de ponerme en el lugar del otro, escucharlo para entenderlo, para captar lo que la lengua lleva oculto en su interior.
Mireille Gansel no concibe traducir una obra sin poner los pies en el terreno del autor, conversar con él e intercambiar experiencias. Fue a conocer a Bertolt Brecht a la Berlín oriental para traducir “ese alemán que Brecht trabajó, como se diría de un metal bajo el martillo del forjador, para arrancarle su parte de tinieblas”. Cuando traduce a Reiner Kunze, el poeta de la RDA, necesita “algo más que un diccionario” y va a verlo a su casa en Greiz: “Al trabajar con el poeta la traducción de sus versos, oí resonar en sus palabras el silencio de la casa desierta, el murmullo de los grandes arces ‘donde arde el estigma del otoño’. Aprendí los acentos de una lengua interior. Una lengua de poesía vivida y compartida en la fuente misma, allí donde se encuentra amenazada”. Para hacer una antología de poesía vietnamita, viaja a Vietnam en “los años en que los B-52 soltaban sus bombas sobre los leprosarios y los puentes de Vietnam del Norte” y aprende la lengua del pueblo, “los estratos ocultos de cada palabra, la memoria, lo implícito de todo un imaginario, situado siempre en el contexto de la vida y la historia de un pueblo”. Después de ese viaje vital, dice Gansel, “traducir significó aprender a escuchar entre líneas los silencios de las fuentes subterráneas del país interior de un pueblo”. Cuando camina por las llanuras iluminadas de la Provenza y ve los rebaños que trashuman en busca de mejores yerbas, piensa en “los caminos trashumantes de la traducción, ese lento y paciente andar, abolidas todas las fronteras, de un país a otro, de una cultura a otra. La marcha de ese gran rebaño de palabras a través de todos los dialectos de esa lengua del alma que es la poesía, de esa ‘lengua-techo’ que es la poesía del mundo”.
Gansel tiene un método para cada obra que ha traducido: una de las más desgarradoras es la poesía empapada de dolor de Nelly Sachs, que trabajó mediante “una secuencia de lecturas y abordajes que se complementaban y que tejían juntos, progresivamente, la textura de la traducción. Así fui componiendo cuatro libretas que correspondían a cuatro escrituras, cuatro reescrituras. Cuatro horizontes”. Como traductora, me inquietaba el resultado en catalán de la versión francesa de los poemas de Sachs a cargo de la autora, así que, a partir del francés, el inglés y el alemán, intenté hacer una versión con la esperanza de transmitir el desconsuelo y la aflicción que rezuman. Me tranquilizaron las palabras de Mireille Gansel al contarle mi inquietud: “De cada traducción, una obra sale enriquecida, y así será con Nelly Sachs: toda la luz y el dolor de su canto se enriquecerán con la luz, el dolor y la empatía que vibrarán en los versos del catalán”.
Hay libros, como este, que se quedan contigo toda la vida. Cuando los lees, te emocionan; cuando los traduces, los meditas una y otra vez hasta que das con todo lo que está más allá de las palabras y acaban formando parte de tu pensamiento. Mientras trabajaba en Traducir como trashumar, hubo veces en que me parecía encontrar dentro de mí las palabras como si yo misma las hubiera pensado y el original las confirmara. A veces decimos que tal libro nos ha cambiado la vida; yo tengo la impresión de que Traducir como trashumar, y el haber conocido a Mireille Gansel, ha contribuido de forma inimaginable a crear mi lengua interior, me ha dado una perspectiva mucho más profunda de la traducción y me ha transmitido la esperanza de un humanismo reconfortante.