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Una vista del capitalismo posthumano

En este ensayo, Slavoj Žižek parte del filme ‘Blade Runner 2049’ para explorar las implicaciones políticas de lo posthumano

Slavoj Žižek | miércoles, 8 de noviembre de 2017

Fotograma de 'Blade Runner 2049'

¿Cómo se relacionan el capitalismo y la perspectiva de la posthumanidad? Normalmente se plantea que el capitalismo es (más) histórico y que nuestra humanidad, incluyendo la diferencia sexual, es más básica, incluso ahistórica; sin embargo, lo que hoy estamos presenciando es nada menos que un ensayo para integrar el paso a la posthumanidad en el capitalismo –de eso tratan los esfuerzos de nuevos gurús billonarios como Elon Musk; su predicción de que el capitalismo “como lo conocemos” está llegando a su fin se refiere al capitalismo “humano”, y el pasaje del que habla es del capitalismo humano al posthumano. Blade Runner 2049 aborda este tema; la historia se desarrolla en el año 2049, cuando los replicantes (humanos biodiseñados) se han integrado a la sociedad como sirvientes y esclavos. K, un modelo reciente de replicante creado para obedecer, trabaja como “blade runner” para el Departamento de Policía de Los Ángeles, cazando y “retirando” canallescos modelos de replicantes antiguos. Pasa su vida hogareña con su novia holográfica Joi, una inteligencia artificial producida por la Wallace Corporation. La investigación de K sobre un creciente movimiento replicante libertario lo conduce a una granja, donde encuentra los restos de una replicante fallecida a causa de las complicaciones de una cesárea de emergencia. K encuentra esto perturbador, pues el embarazo en replicantes se consideraba imposible.

¿Por qué el hecho de que dos replicantes (Deckard y Rachael de la primera Blade Runner) hayan formado una pareja sexual y creado un ser humano a la manera humana es experimentado como un hecho traumático, celebrado por unos como un milagro y censurado por otros como una amenaza? ¿Se debe a la reproducción o al sexo, es decir, a la sexualidad en su forma específicamente humana? La imagen de la sexualidad en el filme es convencional: el acto sexual se presenta desde la perspectiva masculina, de modo que la mujer androide de carne y hueso es reducida a soporte material del holograma mujer-fantasía Joi, creado para servir al hombre. El filme simplemente extrapola la tendencia, ya en auge, de las cada vez más perfectas muñecas de silicón –o, como dijo Bryan Appleyard, “El amor en una sola dirección podría ser el único romance del futuro”. La razón por la que esta tendencia ha adquirido fuerza es que en realidad no aporta nada nuevo: meramente actualiza el procedimiento típicamente masculino de reducir la pareja real a un soporte de su fantasía. La película fracasa al explorar la diferencia (potencialmente antagonista) entre los propios androides, los de “carne real” y los que son una proyección holográfica en 3D: ¿por qué, en la escena sexual, la androide de carne y hueso acepta ser reducida al soporte material de la fantasía masculina? ¿Por qué no se resiste y la sabotea?

La película ofrece una amplia variedad de formas de explotación, incluyendo la del emprendedor más o menos legal que utiliza el trabajo infantil (cientos de huérfanos humanos) para pepenar vieja maquinaria digital. Desde la posición marxista tradicional aquí surgen preguntas extrañas: si los androides fabricados laboran, ¿es aún operativa la explotación?, ¿produce su trabajo un valor superior al suyo en tanto mercancía, que puede ser apropiado por sus propietarios como plusvalía? Debe mencionarse que la idea de mejorar las capacidades humanas para crear trabajadores o soldados posthumanos perfectos tiene una larga historia en el siglo XX. A finales de los veinte el mismísimo Stalin financió por algún tiempo el proyecto “humano-mono”, propuesto por el biólogo Iliá Ivanov (un seguidor de Bogdánov, el blanco de la crítica de Lenin en Materialismo y empiriocriticismo): la idea era que al acoplar humanos y orangutanes podría crearse un trabajador perfecto, un soldado inmune al dolor, el cansancio o la mala comida. (En sus espontáneos racismo y sexismo, Ivanov, por supuesto, intentó unir a humanos masculinos con simios hembras, además de que los humanos utilizados fueron hombres negros del Congo, pues se suponía que estaban genéticamente más cerca de los simios –el Estado soviético financió una costosa expedición al Congo.) Cuando estos experimentos fracasaron, Ivanov fue liquidado. Además, los nazis utilizaron regularmente drogas para mejorar la condición física de sus soldados de élite, y el ejército de los Estados Unidos está experimentando con alteraciones genéticas y drogas para hacer a los soldados súperresistentes (ya cuentan con pilotos listos para volar y pelear durante setenta y dos horas, etc.). En el campo de la ficción, uno debería incluir a los zombis en esta lista. Las películas de terror registran las diferencias de clase en la apariencia distinta de los vampiros y los zombis: los primeros tienen buenos modales, son exquisitos, aristocráticos, viven entre la gente normal, mientras que los segundos son torpes, inertes, sucios y atacan desde los márgenes, como si se tratara de una revuelta primitiva de los excluidos. La equiparación de los zombis y la clase obrera fue hecha directamente en La legión de los hombres sin alma (White Zombie, 1932, de Victor Halperin), el primer largometraje sobre zombis anterior al código Hays. No hay vampiros en esta cinta pero, significativamente, el villano que controla a los zombis fue interpretado por Béla Lugosi, quien se hizo famoso el año anterior como Drácula. La legión de los hombres sin alma tiene lugar en una plantación de Haití, el lugar de la revuelta de esclavos más famosa. Lugosi recibe a otro terrateniente y le muestra su fábrica de azúcar, donde los trabajadores son zombis que, como Lugosi se apresura a explicar, no se quejan de las largas jornadas, no exigen sindicatos, nunca hacen huelga, sólo trabajan y trabajan… Un filme así sólo era posible antes de la imposición del código Hays.

En una inversión de la fórmula convencional en la que el héroe, que vive (creyendo que lo es) como un tipo ordinario, descubre que es una figura excepcional con una misión superior, K cree que se trata de la figura especial que todo mundo está buscando (el hijo de Deckard y Rachael), pero gradualmente se da cuenta de que sólo es un replicante ordinario obsesionado con la ilusión de grandeza, por lo que termina sacrificándose por Stelline, la figura auténticamente excepcional buscada por todos. La enigmática figura de Stelline es crucial: es la hija “real” (humana) de Deckard y Rachael (el resultado de su copulación), es decir, la hija humana de replicantes que revierte el proceso de los replicantes hechos por el hombre. Al vivir en su mundo aislado (incapaz de sobrevivir al aire libre, entre plantas reales y vida animal), en un ambiente totalmente estéril (vestido blanco en una habitación vacía con muros blancos), su contacto con la vida se limita al universo virtual generado por máquinas digitales, con lo que está idealmente posicionada como creadora de sueños (trabaja como contratista independiente, programando memorias falsas que se implantan en los replicantes). Como tal, Stelline ejemplifica la ausencia (o, más bien, la imposibilidad) de la relación sexual, que suplanta con el rico tapiz fantasmático. No sorprende que la pareja que se crea al final de la cinta no sea la convencionalmente sexual, sino la pareja asexual de padre e hija. Es la razón por la que los planos finales de la película resultan a un tiempo familiares y extraños: K se sacrifica en un gesto crístico en la nieve para crear a la pareja… del padre y la hija.

¿Hay un poder redentor en esa unión? O ¿debemos leer la fascinación por ese encuentro contra el fondo del silencio sintomático del filme sobre los antagonismos sociales entre humanos en la sociedad mostrada? ¿Dónde se encuentran las “clases bajas” humanas? No obstante, la cinta representa de manera adecuada el antagonismo que atraviesa a la élite gobernante en nuestro capitalismo global: el antagonismo entre el Estado y sus aparatos (personificados en Joshi) y las grandes corporaciones (personificadas en Wallace) persiguiendo el progreso hasta su final autodestructivo. Aunque Wallaces es un humano real, se comporta como un inhumano, un androide cegado por exceso de deseo, mientras Joshi favorece el apartheid, la separación estricta entre humanos y replicantes –su posición es que, si no se mantiene esa separación, habrá guerra y desintegración.

A propósito de Blade Runner 2049, ¿no deberíamos complementar la famosa descripción del Manifiesto comunista, añadiendo que también la sexualidad “de un solo sentido y de mentalidad estrecha se vuelve más y más imposible”, que también en el ámbito de las prácticas sexuales “todo lo estamental y estable se evapora, todo lo consagrado se desacraliza”, de modo que el capitalismo tiende a reemplazar la normativa convencional heterosexual con una proliferación de identidades y orientaciones inestables y cambiantes? La celebración actual de las “minorías” y los “marginales” es la posición mayoritaria dominante –incluso la derecha alternativa [alt-rightists] que se queja del terror de la Corrección Política liberal se presenta como protectora de una minoría amenazada. O consideremos a los críticos del patriarcado, que lo atacan como si aún fuera la posición hegemónica, ignorando lo que Marx y Engels escribieron hace más de 150 años, en el primer capítulo del Manifiesto comunista: “Dondequiera que ha conquistado el poder, la burguesía ha destruido las relaciones feudales, patriarcales, idílicas”. Eso sin mencionar la perspectiva de las nuevas formas de posthumanidad androide (genética o bioquímicamente manipulada), que destruirán la separación misma entre lo humano y lo inhumano.

Entonces ¿por qué no se rebela la nueva generación de replicantes? Los viejos replicantes se sublevaron porque creían que sus memorias eran reales y así podían experimentar la alienación de reconocer que ellos no lo eran. Los nuevos replicantes saben desde el principio que sus memorias son falsas, así que nunca son engañados –y de este modo están más esclavizados por la ideología que si sencillamente ignoraran su funcionamiento. A la nueva generación de replicantes se le ha privado de la ilusión de las memorias auténticas, de todo contenido sustancial en su ser, y por lo tanto se halla reducida al vacío de su subjetividad, es decir, al estado puramente proletario de substanzlose Subjektivitaet. El hecho de que no se rebelen ¿significa que la rebelión debe sostenerse en un mínimo contenido sustancial que sea amenazado por el poder opresivo?

K simula un accidente para desaparecer a Deckard no sólo de la vista del Estado y el capital (Wallace) sino también de la de los replicantes rebeldes (liderados por una mujer, Freysa, un nombre que, por supuesto, evoca libertad, Freiheit en alemán). Aunque puede justificarse su decisión por el hecho de que Freysa también quiere muerto a Deckard (de tal manera que Wallace no pueda descubrir el secreto de la reproducción replicante) –tanto el aparato estatal (encarnado en Joshi) como los revolucionarios quieren muerto a Deckard–, la decisión de K, sin embargo, da un giro conservador-humanista a la historia: trata de exonerar al ámbito familiar del conflicto social clave, presentado a ambos lados como igualmente brutales. Este no-tomar partido traiciona la falsedad del filme: todo es demasiado humanista, en el sentido de que todo gira alrededor de los humanos y de los que quieren ser (tomados como) humanos o aquellos que ignoran que no son humanos. (¿Acaso no es resultado de la biogenética el que nosotros –los humanos “ordinarios”– efectivamente seamos eso, humanos que no saben que no son humanos, es decir, máquinas neuronales conscientes de sí mismas?)

El mensaje humanista implícito del filme es la tolerancia liberal: deberíamos dar a los androides sentimientos humanos (amor, etc.), derechos humanos, tratarlos como humanos, incorporarlos a nuestro universo –pero, con su llegada, ¿seguirá nuestro universo siendo nuestro, seguirá siendo el mismo universo humano? Lo que falta es una consideración sobre el cambio que la llegada de los androides conscientes significaría para el estatuto mismo de lo humano: los humanos no lo seremos más en el sentido habitual, algo nuevo emergerá, ¿y cómo lo definiremos? (Aún más, con respecto a la distinción entre androides con cuerpos “reales” y hologramas androides, ¿qué tan lejos debe extenderse nuestro reconocimiento? Los hologramas replicantes con emociones y conciencia (como Joi, creada para servir y satisfacer a K) ¿deben reconocerse como entidades que actúan como humanos? Debemos tener en mente que Joi, ontológicamente un mero holograma replicante sin cuerpo propio, comete en el filme el acto radical de sacrificarse por K, una acción para la cual no fue programada.

Eludir esta novedad deja como única opción un sentimiento nostálgico de amenaza (la esfera “privada” de la reproducción sexual corre peligro), y esta falsedad se inscribe en la forma misma (visual y narrativa) del filme, en la que lo reprimido del contenido regresa: no en el sentido de que la forma sea más progresista, sino en que sirve para ofuscar el potencial anticapitalista y progresista del relato. El ritmo lento del imaginario estetizado expresa directamente la postura social de no tomar partido, de dejarse llevar pasivamente.

Cuando se debate la pregunta “¿deben los androides ser tratados como humanos?”, el foco se pone habitualmente en la conciencia: ¿tienen vida interior? (Incluso si sus memorias han sido programadas e implantadas, aún pueden ser experimentadas como auténticas.) Sin embargo, tal vez deberíamos cambiar el enfoque de la conciencia al inconsciente: ¿tienen uno en el preciso sentido freudiano? El inconsciente no es una dimensión irracional profunda, sino lo que Lacan llamaría “otra escena” virtual que acompaña al contenido consciente del sujeto. Pongamos un ejemplo tal vez inesperado. Recordemos el famoso chiste de Ninotchka de Lubitsch: “–¡Mesero! Una taza de café sin crema, por favor. –Lo siento, señor, no tenemos crema, sólo leche, ¿está bien si le damos un café sin leche?”. En el nivel fáctico el café sigue siendo el mismo, pero podemos convertir el café sin crema en café sin leche –o, de manera más simple, añadir la negación implícita y hacer del café puro un café sin leche. La diferencia entre “café puro” y “café sin leche” es meramente virtual, no hay diferencia en la taza de café real, y exactamente lo mismo aplica para el inconsciente freudiano: su estatus es también puramente virtual, no hay una realidad psíquica “más profunda”: en síntesis, el inconsciente es como la “leche” en el “café sin leche”. Ahí está el truco: ¿puede el Gran Otro digital, que nos conoce mejor de lo que nos conocemos a nosotros mismos, discernir entre “café puro” y “café sin leche”? O ¿está la esfera contrafáctica fuera del ámbito del Gran Otro digital, constreñida a los hechos en nuestro cerebro y a los entornos sociales que ignoramos? La diferencia con la que lidiamos aquí es entre los hechos “inconscientes” (neuronales, sociales…) que nos determinan y el “inconsciente” freudiano, cuyo estatuto es puramente contrafáctico. El ámbito de lo contrafáctico sólo puede operar si hay subjetividad: para registrar la diferencia entre el “café puro” y el “café sin leche” un sujeto debe estar operando. Y, volviendo a Blade Runner 2049, ¿pueden los replicantes registrar esa diferencia?

Traducción del inglés de Guillermo Núñez Jáuregui

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