16 de agosto de 2017

La Tempestad

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04/05/2024

Literatura

El doliente designado

Un texto de Mario Bellatin relacionado con la participación del artista Héctor Falcón en la Trienal de Kameyama 2017, en Japón

Mario Bellatin | lunes, 25 de septiembre de 2017

Pieza de la instalación 'Karesansui-shi (紫枯山水)'. Tomada del Twitter de Héctor Falcón

Ayer dio inicio la Trienal de Kameyama 2017, que se celebra en la prefectura de Mie, Japón, en la que el creador Héctor Falcón representa a México. El artista participa con la instalación Karesansui-shi (紫枯山水), un jardín zen con rocas intervenidas que ocupa la antigua residencia de la familia Kato, una tradicional casa samurai construida a mediados del período Edo (1603-1868). A propósito de la participación de Falcón en la trienal (que extenderá sus actividades hasta el 15 de octubre), Mario Bellatin escribió el siguiente relato, “El doliente designado”, donde se depositan algunas de las experiencias de Falcón que se vinculan con su obra.

Frente a la estación central existe un hotel. Poco más allá se levanta el Palacio Imperial. Ese punto de convergencia no ha cesado de verse retratado en la historia, a lo largo del tiempo, por diferentes motivos. Por razones límite la mayoría de las veces. ¿Dónde situar entonces aquel imaginario que nos dice que aquella es una de las sociedades contemporáneas más recatadas que se conozca? Pese a las muestras de educación, de convivencia en apariencia ajenas a la norma violenta de nuestros días, estos hechos parecen demostrar lo contrario. Da la impresión de que precisamente estas maneras del recato sirven sólo como formas de ocultamiento. Para que los ciudadanos, la naturaleza o los hechos históricos puedan mostrarse en toda su plenitud. Puedan ser llevados a cabo sin levantar sospechas de que en cualquier momento se desatará una devastadora conflagración mundial, lo telúrico se mostrará de manera extrema o que cualquier habitante ataque a otro en medio de la más absoluta impunidad. En las líneas de transporte subterráneo, por ejemplo, basta con que alguien toque a una muchacha con intenciones obscenas para que la víctima quede paralizada. El atacante puede continuar con sus fines sin que le opongan resistencia. La tasa de asesinatos entre los habitantes es asimismo bastante alta. La mayoría de estos crímenes son tipificados como de orden pasional y las condenas son absurdamente leves.

Son conocidos los grandes parques sembrados con cerezos. El día de la primavera en que estos cerezos florecen –casi todos al mismo tiempo- los ciudadanos pasean una y otra vez por sus senderos. Más de uno piensa en lo idílico de una imagen semejante. Personas de las más diversas edades desplazándose bajo la luz del sol. Caminando entre los jardines trazados de manera geométrica. Nadie pensaría que en cualquier momento se puede desatar alguna agresión: un hombre exhibicionista mostrando sus genitales a los niños, alguna mujer frotando sus partes íntimas amparada, quizá, en la no idea de un Dios católico.

El señor Murakami –conocido coleccionista de arte oriental- visita ese país de vez en cuando. Sabe que en su tierra natal no puede llevar a cabo ciertas prácticas. Al menos no de la manera abierta como está acostumbrado a ejecutarlas. El señor Murakami desea ir, por ejemplo, a las playas del país y retratarse al lado de las bañistas. Ansía tener, aparte de su colección de arte clásico, una muestra constituida por una serie de fotografías donde él sea el protagonista. El señor Murakami es un hombre de mediana edad, quien heredó la colección de piezas clásicas cuando era niño. Su padre, un rico comerciante, murió repentinamente no sin antes haber inculcado a su hijo un riguroso gusto estético. Es por esa razón que el señor Murakami siguió llevando adelante el legado del padre, pero sentía que en cierto punto se trataba de un tesoro ajeno. La mayoría de las piezas no habían sido elegidas por él y quizá por esa razón desea mantener una suerte de colección propia, escondida, donde él sea el protagonista de muchas de las escenas. La colección secreta del señor Murakami está constituida en su mayoría por fotos tomadas por él durante sus viajes fuera de Japón. En cierta ocasión logró hacer que una serie de alumnas de secundaria posaran engarzando una con otra sus aretes. En otra se tumbó en una silla de playa e hizo que un grupo de muchachas lo acompañaran. Pero el señor Murakami capta con su cámara también otras situaciones. Mantiene una colección de imágenes de ropa interior usada, proveniente de las alumnas de los liceos más prestigiosos de la ciudad. Estas prendas no siempre están inmaculadas. Al contrario, parece que mientras más utilizadas y menos higiénicas luzcan, su precio en el mercado es mayor. Las compran principalmente ancianos de alto poder económico. Algunos duermen con ellas debajo de sus almohadas o admirándolas y, acercándoselas al rostro, las utilizan como punto de partida para dar rienda suelta a una serie de fantasías. El hecho de que la dueña original de la prenda no sea mayor de quince años y que estudie en una institución exclusiva es fundamental. El señor Murakami ha retratado también escenas de una casa similar a la de las bellas durmientes que narra el escritor Kawabata. Se pueden ver las fotos de una serie de jóvenes dormidas y desnudas al lado de hombres ancianos que las acarician. Existen también imágenes de muchachas inmovilizadas en el subterráneo ante una mano indecente tocándola frente al resto de pasajeros.

Estos viajes parecen haber ido modificando el carácter del señor Murakami. En cada uno de sus travesías encontraba una manera particular de ejercer una creciente libertad. Daba la impresión de que la asfixia social que se vivía en la zona donde había nacido le impidió hasta entonces llevar adelante algunas de las ideas que tenía acerca de la existencia. Entre otras, se le despertaron diversas preguntas sobre el lugar que podía ocupar el cuerpo en su vida. Estaba cansado de ser sólo un coleccionista, tanto de obras ajenas como de las suyas propias. Contaba con un referente. La figura del escritor Yukio Mishima. Para el señor Murakami, Yukio Mishima representaba por excelencia la figura del doliente designado. Aquello lo pensó durante una de sus tantas visitas a las islas, sobre todo cuando participó de la celebración de la fiesta del Fantasma Invisible. En esa fiesta, que se lleva a cabo una vez por año, se designa a un hombre para que purifique con su sola presencia a los cientos de peregrinos congregados. Los creyentes deben colocar las manos en su cuerpo para sentirse liberados. Tocarlo en algún punto del trayecto que el Doliente Designado debe recorrer desde un ala del Palacio de la Diosa Shinto hasta la entrada del templo al que han asistido los fieles de la Diosa. Se trata de un tramo cercano al medio kilómetro, que el personaje tarda una hora o más en surcar. Se lo ha escogido previamente en una reunión en la cual participaron los más destacados representantes del culto de Shinto. Debía ser alguien lo suficientemente neutro como para que cientos de personas que se consideraban a sí mismos malditas por las circunstancias de la vida pudieran identificarse con su persona. Tendría que ser asimismo lo suficientemente joven, sano y fuerte como para soportar el embate de la infinidad de manos desesperadas que buscarían tocar la superficie de su cuerpo como único camino de salvación. Al señor Murakami le interesaban en forma particular estos dos símbolos –el que poseía el escritor Yukio Mishima y el Fantasma Invisible- porque de alguna manera sentía que desde que su padre lo había elegido como depositario de una de las colecciones más impresionantes de la región, su rol en el arte era el de un sufrido en vida con el fin de conseguir la redención de los demás. Intuía por eso que la simple exposición de piezas –como había sido su tarea como garante del legado del padre- era algo incompleto. Para cumplir mejor con su labor sintió que debía interponer también su cuerpo como parte del material artístico que debía ofrendar. Es debido a esto que dio lugar el nacimiento de las fotos que tenían a su persona como protagonista. La búsqueda asimismo de símbolos con los cuales identificarse. Sabía que en su pueblo sería incomprendido. Precisamente de eso se trataba. De que la torpeza y oprobio de los demás que lo rodeaban en la vida diaria le ofrecieran una suerte de carácter místico al sacrificio. Era el motivo por el cual iba recolectando en esta zona lo que ofrendaba en la otra. Era lo que donaba en una región que le era adversa, no sólo a la persona del señor Murakami sino a cualquier expresión del arte que no fuera del tipo que se representaba en la muestra legada por el padre. En una región donde a pesar de la animadversión era necesario que se consumieran los productos de una ruptura. Exactamente allí se encontraba el punto a partir del cual el señor Murakami se sentía un sacrificado. Un doliente que se atrevía a llevar a cabo su penitencia en una sociedad que contaba con una estación central frente a un hotel. Un punto de la ciudad que a lo largo del tiempo nunca dejó de verse retratado con motivo de una serie de circunstancias históricas. Por razones de un orden límite la mayoría de las veces, como la caída de bombas nucleares o el asesinato en masa de grupos de desposeídos. ¿Dónde situar entonces el imaginario de una sociedad como aquella que nos dice ser una de las sociedades contemporáneas más recatadas que se conozcan?, suele afirmar el señor Murakami antes de abordar un barco que lo traslade al lugar de siempre, a la nación donde pueda llevar a cabo de una manera rotunda y sin interrupciones mayores el rol de designado.

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