16 de agosto de 2017

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17/04/2024

Literatura

Ariana Harwicz: la búsqueda de lo singular

Una conversación en pleno confinamiento con la escritora argentina, cuya novela ‘Matate, amor’ fue publicada recientemente por Dharma Books

Nicolás Cabral | viernes, 24 de abril de 2020

Ariana Harwicz. © Bénédicte Roscot

El pasado diciembre, cuando aún no sospechábamos lo que se nos vendría encima, Dharma Books publicó Matate, amor (2012), la primera novela de Ariana Harwicz. El libro contaba ya con ediciones y traducciones en distintos países, pero en México era inasequible. Lo cierto es que ese relato, que irrumpió con fuerza en la literatura de nuestra lengua, coincidió en las mesas de novedades con Degenerado (Anagrama, 2019), el trabajo más reciente de la autora argentina. Harwicz ha publicado otras dos nouvelles, en el sello Mardulce: La débil mental (2014) y Precoz (2015), que completan un cuarteto de textos feroces. Como se lee en esta entrevista, los anima una poética enfrentada casi por programa a la moral de la época, y delimitan un espacio en el que el lenguaje experimenta todo tipo de tensiones.

En pleno confinamiento, mantuve esta charla con Harwicz (Buenos Aires, 1977) a través de WhatsApp, alternando textos y mensajes de voz en una especie de tiempo sin tiempo, gracias a la diferencia horaria entre la Ciudad de México y Saint-Satur, el pueblo francés en el que reside. A pesar del imperativo del momento, tratamos de hablar de algo más que la emergencia sanitaria. De eso que aún llamamos literatura. O arte.

Ariana Harwicz. © Bénédicte Roscot

Aunque suele hablarse de la temática de tus libros, creo que se menciona menos algo que se me impone como el asunto central: las tramas parecen delimitar el espacio para el despliegue de una retórica. ¿Dirías que, en ese sentido, te interesa investigar adónde puede llegar el lenguaje en una situación específica?

Sí, totalmente. Siempre que me hablan de la temática de mis libros –la maternidad, el erotismo, la infidelidad, la locura, la familia– pienso que ése es el aspecto menos interesante de la obra, de la política de la obra. Por supuesto que los temas están ahí, no es que mis novelas traten sobre extraterrestres, la Primera Guerra Mundial o la lepra, pero no tengo mucho que decir sobre eso. A veces siento que a uno le hacen preguntas como si fuera un especialista en la materia, pero eso es una confusión, un efecto de la lectura. Cada lector lee como quiere, por supuesto, pero los temas no son lo que más me interesa, lo que me interesa es precisamente lo que vos decís: el espacio en el que se puede desplegar una retórica. En general mis personajes son parlanchines, verborrágicos, le gritan al mundo, vociferan. Alguien del teatro me dijo que es como si hablaran con un megáfono, tienen esa intensidad en el habla. Ahora estoy escribiendo un ensayito sobre la traducción y pensaba en eso que dicen los lingüistas: la lengua es el espacio de la verdad, no hay una verdad fuera de la lengua. Ése es el campo de batalla, el lenguaje con el que se fabrica la novela.

Por lo que uno lee en tus intervenciones en la prensa o en tus tuits, esta idea del lenguaje como campo de batalla es una posición cada vez más militante. Cualquiera de tus cuatro novelas deja claro que así has construido tu poética, pero en tus opiniones se percibe el rechazo a que la literatura incorpore, por ejemplo, la lógica de la corrección política. ¿Dirías que la emergencia sanitaria que tiene al mundo de cabeza ya está produciendo efectos sobre el lenguaje, incluso a nivel ideológico?

Es una buena pregunta, quizá porque la respuesta no ha sido pensada del todo. Sobre el lenguaje como campo de batalla hay una tradición, pero lo que me preguntas tiene una gran actualidad política, lo estamos viviendo. Los historiadores siempre dicen que para pensar una época hay que verla retrospectivamente, pero bueno, uno puede tratar de esbozar hipótesis. Este escándalo sanitario mundial afecta todo, pero afecta principalmente los discursos políticos. Por eso estoy leyendo La langue confisquée [La lengua confiscada], el libro de Frédéric Joly sobre Victor Klemperer y las anotaciones que realizó durante el nazismo –arriesgando la vida: toda una postura– sobre las torsiones de la lengua alemana, sobre cómo esa lengua infectada del virus nazi era hablada incluso por los opositores del régimen. Tomando esta idea, y eso es lo que más me angustia, todos estamos hablando la lengua del coronavirus. Y sabemos que hablar una lengua es ser hablado por ella.

En Francia, que es donde vivo, Macron dijo seis veces: “Estamos en guerra”. Hay todo un despliegue, muy fácil de observar, del léxico bélico. Alguien decía que el discurso sanitario mundial se llevó por delante el famoso lenguaje inclusivo, por ejemplo. Es como si esta excepción barriera con los nuevos atributos de la lengua, y eso también afecta a la literatura. Las revistas, los diarios y los suplementos culturales piden que hablemos directa o indirectamente de esto. Muchos buenos escritores ahora están escribiendo mal, y creo que es porque lo hacen bajo presión. Noto, además, que toda la gente está diciendo lo mismo, y eso es muy impresionante. Cuando eso llega al arte, lo empobrece.

Tratemos de salirnos del tema, entonces. Tus relatos tienen un componente inequívocamente provocador. Das voz a mujeres que dicen lo que supuestamente no debe decirse de la pareja, de los hijos, de la vida familiar. En Degenerado, tu novela más reciente, asumes el punto de vista del personaje que la sociedad contemporánea más abomina: el pederasta. Me interesa saber qué utilidad literaria encuentras en ignorar, digamos, el imperativo moral de la época.

Hay un libro que se llama L’art sous contrôle: Nouvel agenda sociétal et censures militantes [El arte bajo control. Nueva agenda societal y censuras militantes], de la pensadora Carole Talon-Hugon, y otro de la socióloga Violaine Roussel, Art vs War: les Artistes américains contre la guerre en Irak [Arte vs guerra. Los artistas estadounidenses contra la guerra de Irak]; ellas básicamente se preguntan si la época del arte por el arte está acabada. Yo he venido escribiendo sobre eso en ensayos, artículos y tuits. Y bueno, de algún modo respondo con mis personajes, que son cada vez más amorales, más contrarios a la ley, a la sociedad, a la doxa. Cada vez son más anárquicos, más delincuentes. Matate, amor empieza con violencia doméstica y algo que se supone inmoral: ser infiel, abandonar al hijo, pero todo ocurre en la esfera privada. En La débil mental se pasa al crimen, ellas terminan matando a un hombre. En Precoz también hay un asesinato, a él lo linchan, los terroristas le cortan la cabeza. Y bueno, Degenerado trata de un delincuente sexual, el chivo expiatorio de un pueblo. Ésa es la evolución de mis personajes. Si el arte está bajo control, si tiene que responder a las normas sociales, si debe tener cuidado con el racismo, con el machismo y estar atento al #MeToo no le veo el sentido. Por eso algunos denuncian que hay un giro moralizador.

Rimbaud decía algo así, que había que correrse de la moralidad para escribir. Y yo creo eso, el escritor tiene que estar ahí, hurgando en lo clandestino, en lo no dicho, en lo censurado. Escribir tiene que ser un duelo con la muerte, tiene que ser peligroso de un modo u otro, ya sea que te enfrentes a Stalin, a Fidel, a Franco, a las dictaduras militares, al coronavirus, a tus editores, al mercado o a lo que espera un lector. Siempre hay esa pugna. Ésa es la única razón de ser del arte.

El otro día vi un documental sobre la prostitución en Cuba. Había un argentino, un señor que decía: “Tengo 67 años, le di tres veces, acabé tres veces, le di por el orto, tenía 18 años pero también me gustan las de 15”. Ahí te agarran del cogote. Lo dice tres veces: “Acá coger con una mujer joven es más fácil que tomar un vaso de agua”. Si uno fuera director de cine ahí diría “¡Corten!”. Pero ahí está todo: hay un personaje, hay un lenguaje, hay un discurso, hay un tono, hay una singularidad. Y eso es lo que interesa de un personaje, no su dimensión moral. Las posturas políticas suelen empobrecer los textos de los mejores escritores, que ahora se han convertido en agentes ideológicos, como los que controlaban las esquinas en los países comunistas.

Y sin embargo, podrían pensarse algunos casos donde las posturas políticas dan pie a obras que literariamente no hacen ninguna concesión. Elfriede Jelinek, por ejemplo, que se define como comunista y tiene posiciones políticas muy claras, lo que no le impide construir una obra de gran radicalidad formal. ¿Te interesa su trabajo? Encuentro afinidades. ¿Qué zonas de la literatura contemporánea te interpelan?, ¿en qué obras has encontrado esta idea de la escritura como aventura radical?

Elfriede Jelinek es para mí un referente en todos los niveles, así que apuntaste bien. La radicalidad es en ella una estética en sí misma, más allá de que se exprese en una literatura de formas diferentes. Aunque tiene un compromiso, una militancia política comunista, su escritura no es maniquea, no es demagógica ni condescendiente ni servicial. El compromiso de los autores con la época –el coronavirus (“Quédate en casa”), estar a favor o en contra de un gobierno (en el caso argentino, de los Kirchner) o lo que sea– a veces se traduce en una escritura demagógica, que busca vender, y esto no se reduce a un problema de izquierda o derecha. Los períodos más nefastos del arte son esos, cuando se encuentra sometido.

En Cuba, hace más de 20 años, yo iba mucho a la Casa de la Poesía de La Habana. Los poetas que leían ahí tenían que sortear todo tipo de desafíos políticos. Como no podían decir lo que querían, tenían que elegir palabras que se acercaran a la que realmente querían usar: un ejercicio de traducción de la traducción de la traducción. Era peligroso, te podían llevar a la cárcel. Las obras que pasaban la aduana de la censura eran tan abstractas o metafóricas que no se entendían.

Respecto a los autores que me interesan, en mi formación han sido importantes las voces más singulares: Silvina Ocampo, Alejandra Pizarnik, Juan Carlos Onetti, Sylvia Molloy, Roberto Arlt. No digo nada nuevo, no es nada original. ¿Qué voy a decir? ¿Borges? Obvio. Esas voces arman una lengua única. ¿A quién se parecen? Más contemporáneos, diría Gustavo Ferreyra, Damián Tabarovsky, Luis Chitarroni… Como lectora no me importa nada, ni el género ni la orientación política ni la extensión de la obra. Tampoco si es ensayo, narración o poesía. En lo que sí soy una demente absoluta es en la búsqueda de la singularidad. Me pasa lo mismo con los pianistas, con los cantantes. No me importa si un cantante canta mal o si un traductor introduce un error, me importa la manifestación de una sensibilidad única. Cuando muere ese tipo de artista muere una forma de ver la vida, pero eso lo logran muy pocos.

Para terminar, quisiera preguntarte por el efecto de vivir en Francia y escribir en castellano. Entre los argentinos hay varios antecedentes (Cortázar, Copi, Saer). ¿La tensión entre vivir en una lengua y pensar y escribir en otra es productiva para tu obra? Has escrito todos tus libros fuera de Argentina, y en Degenerado se tiene la sensación de que el francés late debajo del español, como una suerte de materia oscura que lo moldea.

Es así. Yo no escribí nada cuando vivía en Argentina, salvo algunos intentos, esbozos. Había hecho obras de teatro, documentales, cortometrajes y películas (yo pertenecía más a los mundos del cine y del teatro), pero nunca había escrito. Realmente mi escritura se funda en la experiencia de la doble o las muchas lenguas, no sólo de la relación entre el francés y el español sino entre los muchos tipos de francés y de español (latinoamericanos y peninsulares). Para alguien que vive en Europa o en ciudades muy cosmopolitas puede ser una obviedad, pero para una persona de Buenos Aires no lo es. Probablemente no hubiera escrito nada si me hubiera quedado en una sola lengua. El salto fue ése, no tanto el de país a país.

A Degenerado lo escribí como un experimento entre el francés y el español a la manera de Copi –lo nombrabas antes–, lo escribí en una semilengua, en una lengua dividida, saltando de un párrafo a otro, de un capítulo a otro, pero también de una frase a otra, de una gramática y una sintaxis a otra. Esa experiencia no funcionó, aunque conservo los manuscritos. Finalmente lo que publicó Anagrama, escrito en español, conserva el extrañamiento del cruce de lenguas.

De los autores que mencionas, Saer, Copi, Cortázar y tantos más, es interesante ver qué decisión toma cada uno, si cambia de lengua o si se queda en su lengua, si se notan los hilos de la otra lengua. En mi caso la tensión no sólo fue productiva sino fundamental. Después cada escritor tiene su mito, si no es un viaje es una muerte o una desgracia, algo extraordinario, un éxodo, una enfermedad, un amor, un asesinato, da igual. El mío está en la lengua. Siempre que escribo está esa doble conciencia, una lengua en la otra, por eso digo que escribir es un acto de traducción, y que me considero una falsa traductora.

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