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16 de agosto de 2017

La Tempestad

También las artes cambian al mundo

04/05/2024

Literatura

Las oquedades del viento

‘Ojos herejes. Crónicas sobre la belleza para lectores rebeldes’ (Debate, 2019), el nuevo libro de Sergio Rodríguez Blanco, consta de catorce ensayos sobre literatura y arte; aquí, su primer capítulo, donde el autor comparte su experiencia como alumno de Antonio Tabucchi

Sergio Rodríguez Blanco | martes, 13 de agosto de 2019

Imagen - Detalle de la portada de 'Ojos herejes'

Las oquedades del viento

(o mis clases con Tabucchi)

 

Vaho en la ventana. Desde dentro, los tejados de Siena parecen borrones de pintura al temple. La clase está a punto de comenzar. La percusión de la lluvia se funde con los pasos apresurados del profesor Antonio Tabucchi, que se acerca por el puente interno de piedra amarilla que une el Palazzo de San Galgano con el de Fieravecchia, sede de la Facultad de Letras. Soy uno de sus diez o doce estudiantes de Literatura portuguesa y brasileña, la materia que Tabucchi imparte en la Università degli studi di Siena durante el semestre de primavera. Rondo los veinte años, aún no me cierra la barba y llevo un cuaderno verde de notas donde mis apuntes se mezclan con palabras intraducibles mientras voy amueblando el idioma italiano que estudié en Madrid durante los tres años precedentes. Las últimas de la lista: inquietudine, consapevolezza, torto, sfioramento, squallore, magari, azzardo, saggio, mica.

En la puerta del aula –un umbral que atravieso tres veces a la semana después de la hora de la comida– aparece una silueta vestida de negro. La ropa un poco húmeda. Una protuberancia rectangular a la altura del pecho, bajo la tela. Tabucchi no se sienta hoy, como acostumbra, sobre la mesa reservada para el profesor, sino que se queda de pie. Posa los ojos en la ventana mientras gesticula con una sonrisa etrusca.

—Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos.

Será la primera y última vez que el profesor pronuncie esta máxima prestada –yo después me la apropiaré para convertirla en un leitmotiv–. Los estudiantes ya sabemos que Tabucchi es un amante de los aforismos, un heredero de esa tradición literaria, muy italiana, de forjar frases esenciales. Dante Alighieri y Petrarca ya la practicaban siglos atrás, acaso entre los mismos viñedos toscanos que el profesor ve cada mañana por la ventanilla del coche cuando conduce desde su minúscula casa alquilada en la campagna hasta las murallas de Siena. «Un aforismo es dar la definición de la vida, circunscribirla en una frase», nos ha dicho hace unos días.

Lo atestigua mi cuaderno verde.

La lucidez de una retahíla de filósofos y poetas visita siempre este seminario. Él jamás se cita a sí mismo como literato: en clase siempre es el profesor Tabucchi. Aquí dentro no importa que la vitrina de la librería Feltrinelli en la calle principal de Siena esté tapizada con decenas de ejemplares de su más reciente libro, la novela epistolar Si stà facendo sempre più tardi, que pronto presentará en Madrid junto al escritor Enrique Vila-Matas.

Miro de reojo a los otros estudiantes. Sospecho que también ellos se preguntan qué estará viendo Tabucchi, aún absorto en las tejas deformadas a través de los goterones que escurren por el vidrio. La conexión entre los viajeros y la ventana cerrada es un jeroglífico que nos reverbera en los oídos durante toda la primera parte de la clase: la máxima pronunciada suena profundamente suya, y lo es, en cierto modo. Es como si nos dijera que la subjetividad es inevitable, que la obra creativa, alimentada de miradas, entreabre de forma secreta una puerta hacia los lugares inexplicables que definen el proceso creativo. Sólo después del receso, cuando el hombre del eterno traje oscuro desvela que bajo la tela que lo abriga se esconde Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa, sabemos que las palabras del maestro se refieren a algo mucho más sencillo:

—Este es un libro sobre las cosas pequeñas, las más banales de la vida, que son las más importantes —dice Tabucchi con el dedo clavado en la cita de la edición subrayada: él mismo, uno de los máximos estudiosos de Pessoa, la ha traducido del portugués al italiano con el título Libro dell’inquietudine. Con él aprenderemos que el mundo sólo existe desde la mirada. Que es nuestra mirada la que se imprime en las cosas y así parece que las cosas nos miran. Que la literatura está adentro.

 

* * *

 

Ciò che vediamo non è ciò che vediamo ma ciò che siamo.

 

* * *

 

Tabucchi lamenta que en el título que ha elegido para la edición en italiano, la palabra inquietudine (inquietud), se aproxima de forma imprecisa al significado del vocablo «desasosiego». El profesor ha recalcado en varias clases esta imperfección de la portada –traduttore traditore, traductor traidor–, quizá para incitarnos a explorar el interior del texto inacabado, fragmentado y reconstruido a partir de las hojas que Pessoa escribió entre 1913 y 1935, halladas en completo desorden en un baúl de su casa y publicadas en los años ochenta. Sólo con sensibilidad hacia las cosas pequeñas (le cose piccole) podríamos descubrir –o soñar que descubrimos– la hondura de este «desasosiego», que para los compañeros italianos supone una palabra rara, «con muchas eses», mientras a mí me resulta transparente porque en español, mi lengua materna, el concepto se dice igual que en portugués. Cosas pequeñas que importan mucho.

Tabucchi nos enseña a no fiarnos sólo del idioma y dar alas a la mirada a contrapelo, que él considera como el germen de la literatura y de la vida.

El profesor vive fascinado con su objeto de estudio, ese imperio literario que dejó Pessoa: la heteronimia. Despertar el deseo en los estudiantes ha sido hasta hoy parte de la estrategia de sus clases. Creo que fue esa primera lección sobre Pessoa la que nos contagió la curiosidad por un enigma al que él había dedicado años de investigación, depositados en su libro Un baúl lleno de gente, ensayo de Tabucchi sobre la literatura de Pessoa publicado en 1990. A sorbos, como si fuera un café muy concentrado, nos explicará clase tras clase que durante toda su vida, y hasta la muerte, Pessoa se acompañó de sus tres heterónimos, Ricardo Reis, Alvaro de Campos y Alberto Caeiro: los otros del escritor, dotados de personalidad, voz y estilo propios. Además Pessoa, el poeta, se consideraba a sí mismo un ortónimo, es decir, una voz que competía con sus otros personajes. Luego está el semiheterónimo, como el propio Pessoa llamó a Bernardo Soares, que era el otro del autor, el que más se le parecía; «un yo sin esto y sin esto otro», como lo define Tabucchi. Todavía sin cambiar de posición, de pie ante el atardecer de afuera, nos habla del libro que sujeta con una sola mano:

—Desde su ventana Pessoa pinta Lisboa a través de las palabras. Es por ello un libro de paisajes. Es un texto de confesiones que contiene los secretos de Bernardo Soares, y a través de su mirada Pessoa escribió el Libro del desasosiego. Podemos entenderlo como un falso diario, una puerta abierta a la vida desencantada de Pessoa. Contiene esa saudade, esa melancolía privada suya, pero que también se respiraba en el ambiente de decadencia del Portugal de entreguerras. Así debe de haberlo dicho. Está escrito en mi cuaderno de pasta color savia.

 

* * *

 

Otra clase con Tabucchi. Llueve de nuevo, con docilidad. Es marzo y las pelusas de polen que flotan en el aire empiezan a sonar como pan mojado que se estrella. Es una percusión distinta para acompañar el acento toscano de Tabucchi. Ayer pasé toda la tarde en la Piazza del Campo leyendo La polvere del Messico (El polvo de México) de Pino Cacucci. Tengo el libro en mi mochila y Tabucchi lo ve y me hace un gesto, como si lo conociera, como si lo hubiera leído ya. Afuera empieza a oscurecer. El profesor nos propone leer este otro pasaje del libro de Pessoa, primero en portugués, que yo entiendo a medias por su similitud con el español, y luego en italiano: «Estoy durmiendo despierto, de pie contra la ventana, en la que me recuesto como en todo. Busco en mí qué sensaciones son las que experimento ante este caer deshilachado de agua sombríamente luminosa que se destaca en las fachadas sucias y más aún en las ventanas abiertas. Y no sé lo que siento, no sé lo que quiero sentir, no sé lo que pienso ni lo que soy».

—¿Cómo creen que sea posible hacer una autobiografía desde la voz de otro, a la vez ficticia y no, a partir de las pequeñas percepciones del mundo? —nos pregunta.

Para el maestro, esta transfiguración de voces (la heteronimia) no es un camerino metafórico donde el actor Pessoa se esconde para asumir sus disfraces literarios y estilísticos. Tabucchi ve esta operación como una zona franca, un terreno vago, una línea esotérica que Pessoa cruzaba para convertirse en otro sin dejar de ser él mismo. Lejos de dictar monólogos, el maestro construye siempre clases abiertas: da la impresión de que edificamos algo junto con él, como si cuando analizamos un pasaje, o un poema, o una cita, todos pudiéramos asomarnos a la solución de un secreto infinito del que sólo vamos recuperando indicios: la heteronimia de Pessoa consiste en la capacidad de vivir la esencia de un juego: no se trata de habitar en una ficción, sino de comprender la metafísica de una ficción, una especie de lugar sagrado de la ficción. Una buena metáfora es una percepción intuitiva de la semejanza entre cosas que no son similares.

—Pero también la metáfora, como ya dijo Aristóteles, es lo único que no se puede aprender de los demás. Es la impronta del genio.

 

* * *

 

Evocadas década y media después en la Ciudad de México desde la memoria con la ayuda de mis apuntes, creo que aquellas clases vespertinas con Tabucchi, donde todos deveníamos detectives o arqueólogos ante las páginas del Libro del desasosiego, entornaban la puerta del mundo interior de un escritor para quien la felicidad no está en la cosa en sí, sino en el acto de aguardar. Lo leo en alto:

—La felicidad es el deseo, y está, por lo tanto, en la vigilia. 

Ahora que ya me cierra la barba desde hace varios años reviso el pensamiento 63 del Libro del desasosiego, uno de los pocos textos que siempre encuentro en el desorden de mi pequeña biblioteca, un minicaos que todavía no termino de resolver a causa de mis varias mudanzas. Encuentro una frase con doble subrayado que corresponde a alguna de las lecciones con Tabucchi: «Somos algo que sucede en el entreacto de un espectáculo; a veces, a través de ciertas puertas, entrevemos lo que quizás no sea sino un decorado. Todo es confuso, como voces en la noche». Este aforismo nos define como seres que habitamos en un intersticio, en una frontera donde no siempre está claro qué hay de uno y otro lado. Esa confusión, ese no saber, puede conducir hacia la angustia; o hacia el deseo con su promesa de goce.

Tengo un gusto particular por los umbrales, los confines y las lindes. Quizá tiene raíz en mi infancia en el Madrid de los años ochenta, nutrida en la inercia de una capital que aún despertaba del aletargamiento del régimen franquista, que ya no me tocó. Cuando un 6 de diciembre se aprobó la nueva constitución, mi madre tenía casi seis meses de embarazo. En un país que llevaba menos de tres meses de democracia, me han contado una y otra vez que fui parido ante una comitiva de estudiantes de medicina que asistían por primera vez al espectáculo de un parto largo. Las enfermeras estaban en huelga para luchar por mejores condiciones laborales y se negaron a limpiarme. Por la causa. La imagen de mi abuela enjuagándome la sangre del parto en un lavabo del hospital contiene la esencia de lo que se vivía en aquella época.

Si estudié periodismo mucho tiempo después en la Universidad Complutense de Madrid (y justo eso es lo que estaba haciendo de intercambio en Italia en mis clases con Tabucchi) fue probablemente para aprender a encontrar resquicios de vida en los detalles. O por curioso. O porque me gusta buscar el sentido secreto de las vidas de los demás. O porque creo, como nos explicó Tabucchi, que es posible hacer un memoir desde la voz del otro a partir de las pequeñas percepciones del mundo.

O porque creo en el misterio de las casualidades. En una clase Tabucchi nos contó cómo él descubrió a Pessoa cuando paseaba por París y era un estudiante universitario. Un día halló en la calle el poema Tabaquería, de aliento nihilista. Aquello que uno ve no es lo que ve, sino lo que uno es. Tabucchi tuvo que encontrar una parcela de sí mismo en aquel escrito que lo incitó a dedicar su vida al estudio de la literatura portuguesa, y que comienza así: «No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada. / Aparte de eso tengo en mí todos los sueños del mundo». Tabucchi se lo sabía de memoria.

En sus clases, él siempre interpretaba la vida a través de la apropiación íntima de ciertos aforismos de Pessoa hasta encontrar genealogías y resonancias con Leopardi, Unamuno, Paz, Pirandello, Kafka o Rilke. A veces comparaba los ambientes del Libro del desasosiego con el cigarro humeante que Italo Svevo describe en La conciencia de Zeno –la primera novela moderna italiana—, y yo me imaginaba que la voz de Tabucchi era la de otro heterónimo de Pessoa creado a partir del influjo de Bernardo Soares, acaso la voz con la que más se identificaba. Años después, de vacaciones en Sicilia, me encontré con el libro Los últimos tres días de Fernando Pessoa. Un delirio, de 1994, en el que Tabucchi puso a dialogar al escritor nacido en 1888 entre alucinaciones con los fantasmas de los heterónimos que lo acompañaron en la vida, además de Soares. En esa biografía ficticia, Tabucchi logró imitar la personalidad y el estilo de cada uno como si los hubiera escrito el propio Pessoa. Al leer la forma en que fluía este juego literario, me pareció que la voz de mi viejo maestro durante aquel semestre herético se transfiguraba de forma metafísica para convertirse en un post-heterónimo de Pessoa.

Tabucchi creía en el poeta como un fingidor que, como diría Pessoa, «llega a fingir que es dolor y es dolor lo que de veras siente». Si trato de apropiarme esta máxima en mi trabajo, que es la escritura de no ficción –la crónica, el periodismo, el ensayo–, quizá tiene que ver con meterse en el pellejo del otro; en sentir por él; en lograr una transmutación de su experiencia en el propio cuerpo.

Tabucchi no heredó, a mi parecer, la saudade de su padre literario. Más que hurgar en la llaga, el profesor italiano irradiaba vida cuando daba clase, cuando charlaba con sus colegas, cuando se sentaba en la Piazza del campo sobre los ladrillos tallados a mano y se confundía voluntariamente entre los turistas, o cuando aguardaba que la máquina de café destilara un espresso en el bar Compagnia delle Muse.

Durante la parte del año que dedicaba a la enseñanza –de febrero a julio–, Tabucchi pasaba cuatro días de la semana en una casa pequeña muy cerca de Certosa di Pontignano, a unos cinco kilómetros de Siena, donde sólo se escuchaban los cantos de los grillos y el viento silbando entre los olivos. Todos los viernes regresaba a Florencia para encontrarse con su esposa María José de Lancastre, que trabajaba en Pisa. Los alrededores de Siena le parecían especialmente bellos. Una vez me dijo que allí sentía como si viviera en una pintura del Quattrocento.

Solía levantarse muy temprano y dedicaba la mañana a escuchar las noticias que después le servían para sus artículos políticos, a revisar el correo, a hacer funcionar el Instituto de Estudios Portugueses creado por él mismo en el seno de la Università degli Studi di Siena, y a recibir estudiantes en su despacho. A la hora de la comida era fácil encontrarlo leyendo los periódicos en alguna cafetería e intercambiando opiniones con sus colegas, siempre amenizadas con un café oscuro. Después de las clases, disfrutaba una pizza o cualquier comida a base de pan recién hecho en algún local de Via Roma. Solía estar acompañado de otros académicos, pero si hacía buen tiempo, se iba solo y se fundía con la ciudad, como un ser anónimo. Al caer la noche, caminaba hacia las murallas de la ciudad para recoger el coche que había dejado por la mañana afuera de la puerta de Roma e iniciaba su trayecto de un cuarto de hora hacia la mitad del campo toscano.

Allí, a cinco kilómetros de Siena, en la quietud del viento rozando los cipreses, enclaustrado en pocos metros habitables, en medio de un paisaje inmenso, mítico, dejaba de ser profesor para ser escritor. La música baja, muy baja. 

La vitalidad de Tabucchi estaba también empapada de lo que él llamaba «sentido del infinito», es decir, siempre reconocía su pequeñez, la derrota del pensamiento ante el cosmos. Sabía que era imposible conocerlo todo, un sentimiento que Leopardi llamó «naufragio» y que Pessoa, según Tabucchi, también habría heredado. Tabucchi se me figuró aquel semestre como un alquimista que activaba con sus clases, y con su prosa, aquellos elementos imposibles de revelar, pero no desde el desasosiego, sino a través de una mirada vitalista donde la creatividad renace de los fragmentos del pasado con los que convivió cotidianamente por el hecho de nacer en Pisa, de pasear cada día sobre las piedras centenarias de Siena, de volver una y otra vez a las claves de los clásicos como La divina comedia y de escudriñar las letras de Pessoa.

Un día, Tabucchi ya no regresó a clase. Aquel julio de 2001, durante la época de exámenes, desapareció sin avisar, quizá por- que su concepción de la docencia no incluía el artificio de la evaluación. Le encomendó esta tarea a uno de sus asistentes. El profesor Tabucchi, ante todo, creía en el arte como una necesidad humana. En clase nos repitió varias veces:

—El arte es la demostración de que la vida no basta.

 

* * *

 

Viajo en la memoria a 2004. Acabo de regresar a Siena desde México, de visita. Soy reportero en la sección Cultura del periódico Reforma (la sección tiene ocho páginas diarias y el dólar vale diez pesos, la mitad de lo que valdrá dentro de quince años). Llueve muy fuerte, a dirotto. En las baldosas de la calle principal de la ciudad se reflejan los escaparates de las librerías, revestidos con ejemplares de su último libro, Tristano muore. En la novela, a lo largo de un mes de agonía a finales del siglo XX, un partisano que ha combatido por la libertad de su país decide contarle su vida a un escritor, entre la lucidez de la fiebre y las alucinaciones causadas por la morfina. A lo largo de las páginas, Tabucchi juega con esa idea pessoana de «convertirse en otro sin dejar de ser uno mismo»: ¿quién es el escritor de la historia? ¿Es el testigo o es el que testifica? Y ¿cuál es la vida verdadera? ¿La que uno cuenta en sus cinco sentidos o la que es narrada desde los ofuscamientos mentales de las sustancias químicas? Para Tabucchi, amante de los juegos y los viajes internos, ambas vidas contadas contienen la verdad.

Tabucchi ha envejecido mucho en estos tres años. Le cuento que vivo en México. Se alegra. Le recuerdo que en su clase hice una comparación entre la saudade de Pessoa y la serendipia de Cacucci en La polvere del Messico. Dice que se acuerda de la asesoría que me dio para ese ensayo. Me da la impresión de que no recuerda el trabajo escrito. O quizá su asistente revisó la versión final. Me dice que éste será su último periodo como docente: el 24 de septiembre cumplirá 60 años y siente la necesidad de jubilarse, de cerrar un ciclo para iniciar otro.

—Ahora tendré más tiempo para escribir. Le pregunto qué sucedería si pudiera dar un paso extremo y el escritor fingidor del que nos habló en las clases pudiera convertirse en su propio personaje.

—Sería necesario que yo fuera un personaje de una novela quizás del pasado, porque Siena es una ciudad cargada de pasado. Si no fuese el escritor, sino su personaje, me gustaría ser un pintor. Tendría una serie de problemas que afrontar, quizá para hacer frescos en el duomo de Santa María Nuova.

Me sorprende que haya decidido ambientar su propia historia en la pequeña ciudad toscana y no en Lisboa, esa urbe de edificios desconchados donde Tabucchi pasa la otra mitad del año, la ciudad donde vive su hija, la capital que Pessoa describió desde su ventana a través del aliento literario de Soares. Lisboa es también el escenario en el que ambientó su novela más célebre, Sostiene Pereira, que leí con 18 o 19 años como parte de una de las asignaturas de redacción de la Universidad Complutense y con la que recorrí por primera vez la prosa de Tabucchi, sin intuir, ni por asomo, que un día me sentaría en su clase.

—Lisboa no. La razón es la siguiente: Lisboa es una ciudad totalmente marítima, abierta al viaje, es una ciudad a la que se llega después de haber atravesado Europa, pero cuando se llega se entiende que no es un punto final, porque invita a atravesar el océano. A Lisboa se arriba y de Lisboa se parte. Siena, en cambio, es una ciudad del interior, una ciudad del campo, de tierra, de la terra. Es una cuna de la civilización. La compararía con Oaxaca, en México. Ambas contienen toda la importancia de la cultura antigua, tan bien mantenida, con un gran afecto por las manifestaciones propias.

En la pintura que ocupa la pared completa detrás de la máquina de café, los rostros de las tres gracias son iguales a las tres chicas que trabajan detrás de la barra. Me divierte y se lo comento a Tabucchi, pero el escritor no le da mayor importancia a la imagen que imita La primavera de Botticelli en escala de grises: se trata de otro más de esos pequeños guiños de la vida, esas sorpresas de las que él prefiere ocuparse de forma literaria:

—Lo obvio –dice, según otra libreta de pasta azul eléctrico– a veces es lo más difícil de explicar.

Aglaya, Eufrósine o Talía: una de las italianas que atienden el bar, no recuerdo cuál, le sirve el café a Tabucchi con esa complicidad que sólo merecen en la Toscana los clientes habituales. Tabucchi suele tomar aquí su espresso de sobremesa con el profesor Francavilla, especialista en literatura africana lusófona. A veces piden unos panini.

—No porque sean especialmente sabrosos, sino porque la Facultad de Letras está enfrente y es mayor el hambre que las ganas de caminar hasta la Piazza del Campo.

Allí, en una bocacalle aledaña a la piazza, es donde desearía comerse un delicioso ciaccino, una especialidad toscana a base de harina, jamón y queso. De las papilas gustativas volvemos a su transmutación en pintor medieval: la ciudad es de nuevo una república independiente y él estudia las arcillas ferrosas del monte Amiata, fuente de las gamas telúricas en la pintura italiana de los grandes maestros, que hoy sólo se consiguen de forma artificial. Esos mismos colores y técnicas góticas fueron la inspiración en el siglo XX y principios del XXI de pintores como la surrealista Leonora Carrington, que pasó por Siena en su juventud y quedó impactada con los frescos del convento donde habitó Santa Catarina, la patrona de la ciudad. Justo a dos minutos del convento, en la Via dei Pittori, se erige el edificio amarillo con el apartamento sin salón que compartí con otros seis compañeros –Emma, Miguel Ángel, Agnieszka, Phoebe, Natalia, Francesco– mientras estuve en Siena como estudiante de intercambio, tres años antes de mi segundo encuentro con Tabucchi. Por el nombre de nuestra calle, nos autollamábamos «i pittori», los pintores. Tabucchi, secretamente, también soñaba con ser pintor. ¿Y quién no quiere ser pintor en Siena?

—Como personaje me gustaría describir la forma química de lograr los colores, como hacían los pintores de la época: intentaría hacer una gama de terra di Siena toda mía: un amarillo que no es amarillo, un ocre que no es ocre, un marrón que no es marrón.

 

* * *

 

Es marzo de 2012 y reviso apuntes pasados donde las palabras del profesor que ya no existe se confunden con las de Pessoa. El maestro acaba de morir en Lisboa. Me encuentro con esta cita: «La muerte es la curva en la carretera: morir es sólo no ser visto». Me imagino a Tabucchi transfigurado en pintor alquimista, buscando la fórmula que le permita crear ese pigmento misterioso del color de la tierra, el mismo color que notó durante aquella clase en la que se detuvo ante la pintura abstracta que dibujaban las azoteas de Siena a través del vaho en la ventana.

Me acuerdo que una vez quise saciar mi curiosidad y aproveché para preguntarle cuáles eran sus motivaciones cuando escribía. Tabucchi ya había iniciado su trayecto hacia la puerta del aula y continuó su camino sin aminorar la velocidad. Pensé que no me había escuchado o que no quería responderme. Pero se detuvo justo bajo el dintel, y giró sobre su propio eje hasta posar los ojos en los míos.

—No tengo televisión –me dijo– así que enciendo la radio, y en esta paz y en este silencio es bellísimo empezar a escribir. Escribo mientras escucho la radio, con la música baja, muy baja. Música sin palabras, porque las palabras disturban. Su respuesta me proporcionó sosiego entonces porque me transportó a la mitad del campo toscano. En realidad, nunca respondió a mi pregunta, sino que me regaló un jeroglífico mucho más valioso: la fricción entre lo que palpita adentro y lo que bombea afuera.

 

* * *

 

El huracán Sandy descarga sus latigazos sobre la ciudad que nunca duerme. Estoy en Nueva York y es 29 de octubre de 2012. Ha atardecido hace un par de horas. Sin poder salir, estamos enclaustrados desde ayer en nuestro departamento en renta en Bay Ridge, el último rincón de Brooklyn, cerca del punto donde Gay Talese escribió su mítico relato de no ficción sobre el puente que está ahí abajo. No pasa nada. Todavía. Mi roomie y yo luchamos contra el tedio, cada uno en nuestro espacio: ella lee a Julia Kristeva en su recámara; yo oigo la radio y escribo alguna reflexión sobre el Libro del desasosiego y Tabucchi apoyado sobre una superficie híbrida que puede ser a la vez escritorio, repisa para cocinar y mesa de comedor. Me levanto para poner en el fuego la cafetera italiana que siempre me acompaña en los viajes. Escucho que el remolino ya ha golpeado Nueva Jersey y ahora tiene su ojo sobre Manhattan. Enciendo el gas para poner el café y la emisora se cambia sola: se cortan de cuajo las palabras y empieza a sonar The Final Countdown, una reliquia ochentera del grupo Europe. El volumen es bajo, muy bajo, así que no logra ocultar el rugido del aire luchando por violar la doble ventana junto a mi sillón-cama. Radio, música, viento: esto se parece poco a los elementos que mencionaba Tabucchi en su casita de la Toscana. Tampoco creo que él escuchara a los rockeros melenudos de Europe. Pienso que la belleza de su respuesta me impidió reflexionar en que nunca me dijo realmente sus motivaciones para crear: tan sólo me había descrito qué sucedía a su alrededor cuando comenzaba su proceso de escritura.

—¡Sergio! 

Me grita con urgencia mi compañera desde su habitación. La fuerza de la naturaleza acaba de vencer las barreras arquitectónicas. Corro. Tenemos que utilizar nuestras cuatro manos, el peso de nuestros cuerpos, un par de escobas, varios rollos de cinta adhesiva gris y alguna tranca improvisada para impedir que vuele la ventana de cristal y aluminio. Parece que afuera de este cuarto piso está el demonio de una película de posesiones tratando de aprehender a sus víctimas. No hay forma de contener el viento: sigue colándose por oquedades aparentemente selladas. Suena el rock de fondo y el aire furioso silba al contacto con el mechudo que sujeta el cristal. No podemos movernos de aquí. Escucho un borboteo de la cafetera que viene de mi sala-habitación-cocina. Estoy apretando con fuerza contra la ventana sin saber cuál es mi brazo y cuál el de Doly.

—Ya está listo el café.

Esto se lo digo a dos milímetros de su rostro, consciente de que el debate ahora consiste en resolver si es mejor dejar que se desprenda la ventana de mi amiga o apagar la llama para que no se queme la casa. Nos echamos a reír.

 

* * *

 

Ahora sé que Tabucchi me reveló una verdad esencial cuando le pregunté sobre el motor de su escritura. Al describirse como un hombre que escuchaba música en su minúscula vivienda y se olvidaba de que estaba en mitad de un paisaje inmenso y poético, el maestro hablaba de lo que tanto había reiterado en sus clases: que la literatura es lo que está adentro, no lo que está afuera. He imaginado que Tabucchi tal vez construyó un símil donde su casa lo representaba a él mismo como creador: la música suena dentro de esa casa (su interior) mientras que la única referencia del paisaje exterior (la realidad) es el viento entre las copas alargadas de los árboles (las percepciones externas). Era de nuevo la máxima del Libro del desasosiego que Tabucchi tradujo así al italiano, ese aforismo que sólo dijo una vez en clase pero que hice mío desde entonces: «I viaggi sono i viaggiatori. Ciò che vediamo non è ciò che vediamo, ma ciò che siamo».

Si los viajes son los viajeros, y si lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos, el viento es muchas cosas a la vez: es la violencia, es la ausencia de aire que siente un claustrofóbico, es la fantasía quijotesca, es la fuerza sobrehumana que permite que el molino genere electricidad. Pero el viento también es la memoria, la curiosidad, la conversación, la casualidad, lo que no se puede dominar pero sí se puede sentir. El viento es todo eso, y además es el caos externo, aquello que no tengo previsto cuando creo haber planeado cada detalle de un viaje y que, justamente, influye de forma irremediable en la prosa que se derrama a partir de la experiencia en un lugar, porque todavía soy incapaz de separar la vida de la serendipia. El viento que se cuela por las oquedades establece –siempre es así– una conexión entre el afuera y el adentro, e implica la penetración de uno en el otro.

Cuando el afuera se desquicia provoca turbulencias en el adentro que pueden llevarnos al colapso, o que pueden, también, ser un motor de creación. Todo creador pretende atinar con su noción de belleza. ¿Haremos caso a lo que está pasando afuera, nos quedaremos cómodamente en nuestro sofá, saboreando un café, o utilizaremos toda la experiencia para hacer un libro, una obra visual, una película, un cómic, una crónica indócil?

 

Siena, 2001 y 2004;

Nueva York, 2012;

Ciudad de México, 2012 y 2019

 


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