La música de Stars of the Lid siempre pareció convocar el uso de superlativos: palabras pesadas, inmanejables, de las que uno espera encontrar en líneas de poetas primerizos o en cursos sobre el origen de la filosofía y las religiones. Hablar de ella en un sentido formal siempre ha sido relativamente fácil: sólo hace falta familiarizarse un poco con la definición del ambient drone para darse una idea. Murmullos, tiempo elongado, pulsos de bordes suaves, cuerdas que parecen perderse en el horizonte.
Hablar del efecto de su música es otra cosa. Se mencionan sus cualidades “emocionales”, aunque no es fácil situar las razones por las que esas emociones se despiertan. Con frecuencia, tampoco es claro de cuáles emociones se trata; sólo que suelen ser intensas. Es un campo minado en el que cualquier pisada corre el riesgo de caer en el terreno de lo cursi, sobre todo para quien no haya escuchado la música de ese dueto texano. Sin invocar prácticas como la liturgia, por ejemplo, puede tal vez decirse que sus discos suenan como una marea que sube constantemente, sin derramarse. Aunque se les suele asociar con la placidez, incluso en sus momentos de luminosidad más pura hay una veta siniestra, que inquieta más por el hecho de sentirse fuera de alcance y de vista, apenas una sospecha.
Lo anterior vale sobre todo para los dos últimos álbumes, The Tired Sounds of (2001) y and their Refinement of the Decline (2007) –los anteriores solían ser bastante más explícitos en sus tendencias oscuras–, ampliamente reconocidos como los más importantes de su discografía. Durante la década de los noventa se movieron en ámbitos un tanto más fáciles de ubicar en el perímetro del drone. Aunque en más de un sentido engrosaban las filas de los discípulos de Brian Eno, se distinguían por una influencia del minimalismo más hermético, que por otra parte nunca abandonaron, como el de Morton Feldman o LaMonte Young, además de la música sacra contemporánea (Arvo Pärt, destacadamente, o John Tavener), de donde acaso tomaron ese disfraz de santidad que acompañó a su sonido hasta el final.
La primera década de este siglo fue fértil en proyectos que hibridaron el ambient con otros estilos de la electrónica abstracta y formas más cercanas a lo académico. Algunos nombres de (sub)géneros fueron y vinieron, como el microsound, a pesar de que varias de las obras así etiquetadas han perdurado. En un panorama que incluía a nombres como Taylor Deupreé, Alva Noto, Ryoji Ikeda o Fennesz (nombres que, por cierto, a estas alturas no tendría sentido persistir en incluirles bajo una misma nomenclatura), aquellos dos álbumes de Stars of the Lid destacaban por su balance entre la sencillez y una fuerza oceánica.
Conocí The Tired Sounds of unos dos años después de que se publicara. Por entonces creía estar aprendiendo a reconocer formas distintas de escuchar a solas y ese álbum doble era fértil, no sólo en tiempo sino en vías diversas para lograrlo, que se sentían distintas a cada nueva vuelta. Un año más tarde apareció una antología de su sello Kranky, Kompillation (2004), donde incluyeron una versión temprana de “Even If You’re Never Really Awake”. La primera vez que escuché la pieza me invadió una necesidad de llorar que me dejó perplejo. Había una alternancia de tensión y distensión entre las distintas secciones que parecía sobrenatural, no directamente relacionado con manifestaciones concretas de la melancolía ni emociones similares. Algo que, se sabía de entrada, no era articulable en palabras.
Esa pieza fue incluida en su último trabajo (otro álbum doble), and their Refinement of the Decline, con algunos cambios que de inicio me decepcionaron un poco. Pasa siempre cuando una obra favorita es alterada, supongo. Después, con algo de atención, al comparar las dos versiones se volvía evidente uno de los rasgos más propios de la banda: la atención a elementos apenas perceptibles, especialmente el uso del espacio negativo. El resto del álbum ahondaba en esa invitación a interiorizar la paciencia con que había sido hecho. Cada detalle revelaba lo profundamente intencionado de sus métodos.
La destreza técnica y la arquitectura deliberada de las composiciones fueron necesarias para lograr que emergieran sonidos como estos, aunque ambas estuvieron supeditados a intuiciones ambiciosas, de una naturaleza distinta a lo formal y lo técnico. El nombre Stars of the Lid hace referencia a las impresiones luminosas que se proyectan al interior de los párpados, cuando cerramos los ojos. Los dos integrantes llegaron a hablar de alucinógenos y otros recursos como el insomnio forzado y el aislamiento. Había una búsqueda por tender puentes entre lo más recóndito del mundo interior y lo cósmico.
Esos dos álbumes daban la impresión de hallarse en un presente ilimitado. Cuando terminaba la última pieza y uno se disponía a hacer otras cosas, quedaba la impresión de que seguían sonando en algún sitio, lejos de lo físico y, a la vez, desde el interior de todo lo tangible. Por eso la noticia de la muerte de Brian McBride, mitad de la banda (el otro miembro es Adam Wiltzie), hace unos días, fue desconcertante. No sólo cortó la esperanza de que hubiera otro trabajo de Stars of the Lid esperándonos en el futuro. Fue también el recordatorio de que, por imposible que pareciera, esa música estaba ligada al mundo físico.
Eso sonidos (cansados y en declive, según los títulos humorísticos que les pusieron sus autores) tienen la cualidad de revivir las reminiscencias que hay de lo supraterreno en lo mundano, un poco al modo de estrofa de Francis Picabia: “Todo lo que está sobre la tierra / muy lejos de la verdad / es un huracán de rutas divinas / como la luz del paraíso” (traducción de Tatiana Lipkes).
McBride y Wiltzie se habían planteado, deliberadamente, hacer música sin palabras. En ciertos estados anímicos se puede volver una fuente de angustia la incapacidad de expresar verbalmente lo que nos duele o nos afecta de una forma grave. En otros momentos olvidar el lenguaje verbal puede ser una forma de alivio o de plenitud. Stars of the Lid se movieron lejos en la dirección de crear entornos que rebasaran no sólo el ámbito de las palabras, sino el punto donde son necesarias, o donde siquiera importa recordarlas.