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Música

Escuchar más de lo que se puede

Luis Arce despide al saxofonista y clarinetista Peter Brötzmann (1941-2023), uno de los mayores exponentes del free jazz europeo

Luis Arce | sábado, 24 de junio de 2023

Peter Brötzmann en Cracovia, 2012. Fotografía: Michał Łepecki / Agencja Wyborcza.pl

Don Cherry le apodó “Machine Gun”. Ametralladora, por su sonido. Si acaso ha habido seres humanos con la capacidad de manipular el caos, él fue uno de ellos. Nunca hizo nada que no fuese beligerante, pero jamás fue hostil. Si empujaba a quien lo seguía, si alejaba a quien lo escuchaba, era únicamente para encararlo con su propia mierda. Era alemán, y como muchos otros alemanes entendió la importancia de lanzarse contra la idiosincrasia de generaciones anteriores, comprendió que no podía hacerse un arte valioso que no fuese político, que una función de la música consiste también en hacer añicos al pasado.

Con apodo y rabia en mano, lanzó Machine Gun en 1968 –a la fecha sigue siendo su álbum más comentado y celebrado–; el disco es el epítome de la frase “esto no se puede escuchar”, carga contra todo. Quien lo escucha difícilmente vuelve a oír música de la misma manera. Tiró Nipples (1969), probablemente el único álbum producido por Manfred Eicher que jamás salió en ECM; el sello no tenía la dimensiones para contener ese sonido. Peter Brötzmann señaló después que ECM le “corta los huevos a los grupos realmente intensos”. Continúo creando álbumes y grabando vivos que luego lanzaba en la clandestinidad, con alto desorden. Encontró en esta metodología el único esquema de producción que podía hacerle justicia a su música.

Creó y participó en más de veinte ensambles diferentes, y terminó su vida con un catálogo de más de 200 álbumes, hasta donde sabemos. En su caos es predecible que otros cientos de grabaciones hayan quedado desperdigadas alrededor del mundo. Aparecerán. Como toda obra caótica cuenta con seguidores que dedican su vida a ordenar lo que Brötzmann lanzó a mansalva, son fans que unen las balas rotas, las coordenadas de un tránsito que ante todo empujó por no tener puntos de anclaje. Ensayó los 14 Love Poems (1984) y destrozó la idea que la comunidad jazzera tenía sobre su trabajo. Diez años después supo que su música iba a ser siempre una songline, una ruta imaginaria saturada de memoria y arresto, capaz de llevarnos siempre a nuestro destino, incluso cuando éste no es del todo claro.

Escucharlo siempre da esa sensación: reconocer una línea en el camino que, si bien puede resultar confusa, también está llena de significado y claridad, sólo que es imposible entenderlo si uno decide no recorrer la ruta. Eso pasa mucho con Brötzmann, me atrevería a decir que tiene un mayor margen de abandono que Evan Parker o Anthony Braxton (comparados con él, son incluso inteligibles). Dejó un arte aplastante, monumental, una herramienta de carga contra todo convencionalismo. No escribió para una audiencia o para un público específico; tocó, grabó e improvisó porque sí, porque sólo de esa forma uno puede desentrañar lo que el sonido muchas veces no comunica, o no el sonido sino la idea del sonido, la noción de que en eso que escuchas puede todavía escucharse algo distinto. Viajó, desordenó una y otra vez la idea de sí mismo.

Más que un público, buscó una pared de resonancia. Se asentó en Chicago porque solamente ahí encontró una comunidad tan retadora como su música. Pasados los setenta afirmó que era ridículo ser considerado vanguardista, a su edad él ya no podía serlo, los jóvenes tenían esa responsabilidad: los mató. Tocó siempre con la fuerza de sus primeros álbumes, y jamás se le vio dar una interpretación donde las venas de su cuello no parecieran a punto de reventarse.

Siempre sostuvo que tocaba jazz.

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