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Música

Wire: Escalar el Everest sin oxígeno

A 40 años de haberse lanzado, el álbum ‘154’ es considerado uno de puntos más altos del post-punk; la banda británica, que vendrá a México por primera vez en mayo, acertó en imponer su visión de la felicidad como tragedia

Miguel Ángel Morales | lunes, 4 de marzo de 2019

La incomodidad como motor

Existen años clave para la música contemporánea. Tal vez parezca un ejercicio ocioso en esta época en que la noción de tiempo ha dejado de tener sentido, toda vez que Internet se muestra cada vez más como ese no lugar donde lo viejo y lo nuevo conviven de igual manera. Pero antes de esa gran licuadora que aglutina todo, la música se medía en buenos y malos años. Cuando un disco lograba un quiebre en las formas de producción, elementos estéticos, vanguardistas o ideológicos, sus efectos pronto se advertían en la manera en cómo cambiaban las tendencias musicales. En 1979 salieron a la luz docenas de LPs importantes, casi todos cobijados por la chispa punk surgida dos años antes: el debut de Joy Division, London Calling, de The Clash y Metal Box, de PiL. Álbumes revolucionarios que avizoraron lo que se escucharía en la siguiente década. Incluso un disco como The Wall, de Pink Floyd, diametralmente opuesto, estaba fuertemente influenciado por el punk en algunas de sus canciones.

De entre todos los grupos mencionados, Wire iba un paso adelante, tal vez porque desde su primer disco (Pink Flag, 1977) entendía la furia y la rapidez del punk como un artificio transgresor y no como una idea de corto alcance, por lo que rápidamente mutó a otra cosa con Chairs Missing (1978), ese compendio de canciones inconexas que dejaban entrever el caos inmóvil de su siguiente acto. Bajo el título de 154 (1979), referencia al número de conciertos que la banda había realizado a la fecha, Colin Newman y compañía (Graham Lewis, bajo, voz; Bruce Gilbert, guitarra; Robert Gotobed, percusiones) dieron un giro en clave avant-garde, el más grande que cualquier agrupación de la época haya hecho en un periodo tan corto. Y es que todo en su proceso de creación fue pensado para ser llevado a sus extremos: mientras los sencillos se hicieron más pegajosos, cristalinos e incluso pop, las piezas más rápidas y punk se tornaron abrasivas y retadoras; en tanto, las composiciones lentas eran perfectas para una película de horror. El pasmo que causó en aquel momento tal vez haya desaparecido para un escucha de este siglo; esto se debe probablemente a que hemos interiorizado aquellos temores y pulsiones angustiantes como parte de una normalidad que se asume como ominosa.

Quienes habían seguido el trabajo de Wire desde Pink Flag tal vez pensaron que se trataba de otra banda. Hubo quien oyó las trece canciones muchos años después de su publicación debido a una pésima distribución fuera del territorio británico. Y sí: los teclados ambientales y el spoken word de “I Should Have Known Better”, la pieza que abre el álbum, daban la impresión de que se cocinaba algo nuevo. Suponer que se trataba de una agrupación con el mismo nombre no sonaba descabellado. Pero quienes seguían con detención la filosofía del cuarteto, sabían que Wire no tenía concesiones con nadie y menos con ellos mismos. No complacer a nadie y avanzar al abismo es un lema implícito en Wire. Hacer música desafiante, sea o no comercialmente viable. Esto era más que evidente con “I Should Have Known Better”, guiño involuntario a una pieza que John Lennon compuso en 1964 en pleno nacimiento de la beatlemanía, pero que quince años más tarde, en 1979, adquiere otra dimensión. Los tiempos ingenuos ya no tenían cabida en un año brutal como aquel que despedía a la década de los setenta; un año de incertidumbre en el que ni siquiera algo como el amor es seguro: I question your love, dice Graham Lewis. Más bien, se vuelve un tiempo para cantar sobre la incomodidad y el desasosiego:

Este no es tu momento para comentar

En estado de angustia

Pero esto es real

Tengo lágrimas en los ojos

¿Estoy riendo o llorando?

Creo que no estoy mintiendo

Debería haberlo sabido

Debería haberlo sabido

En vez de convertirme en un blanco a tirar

Un blanco a tirar que se mueve…

Sin oferta de condiciones o concesiones

Para declaraciones o confesiones

No te sientes seguro, yo paso cerca

De entrada, la voz que abre 154 es la de Graham Lewis y no la usual de Colin Newman. Eso ya nos dice mucho de una banda que procuraba desandar su camino a través de otras formas de expresión. “I Should Have Known Better” tiene mucho del Wire de Chairs Missing, pero a la vez es algo completamente nuevo. Crea un magnífico efecto de suspenso que se corta con «Two People in a Room», la típica pieza wireana con melodías y bases como taladros, aunque, a diferencia de las composiciones netamente punk de Pink Flag, es más larga y amenazante.

La verdadera sorpresa empieza con “The Other Window”, en donde la banda honra a todas esas bromas que se decían sobre su estilo, a menudo comparado como una mezcla de Pink Floyd y cualquier banda DIY: Punk Floyd. Lo cierto es que salvo algunas piezas –quizás “Careful With Axe Euge”, “Don’t Leave Me Now” y el disco en vivo del proyecto Ummagumma (1969)–, Roger Waters, David Gilmour y compañía nunca sonaron tan aterradores como lo hizo Wire en aquel tour de force llamado “A Touching Display”. Siete minutos de desesperanza, suciedad, ruido y extrañamiento propios de una época desesperanzada y extraña. En general, ese es el tono en el que se balancea 154, en donde a menudo entran sonidos krautrock (“Blessed State”) o industriales (“A Mutual Friend”).

Por su parte, “On Returning”, representa el antepasado sonoro de alguna de esas bandas neopunk surgidas en los noventa y tempranos dos mil. Sin embargo, en su sin sentido letrístico deja entrever un escenario distópico muy ballardiano del que carecen los happy punks, ya que en Wire la felicidad se nos muestra como una tragedia propia de los habitantes de las grandes metrópolis. Este cariz opaco se vuelve una constante en gran parte del álbum, salvo dos canciones llenas de luz: «The 15th» y “Map Ref 41° N 93° W». Es curioso que a pesar de incluir algunas de las piezas más abrasivas y abstractas, 154 contiene, también, canciones que se encuentran entre las más accesibles en toda la carrera de Wire. La primera es una balada disfrazada de post-punk, mientras que la otra es la mejor canción pop que la banda pudo haber escrito bajo un extraño título de coordenadas geográficas y de números (algo usual en Wire). El hecho de que ambas composiciones estén incluidas en una de sus producciones más atípicas deja en claro el carácter impredecible de la banda.

Un Álbum Blanco punk

Tratándose del tercer disco de Wire, la impresión inicial que da es que estamos ante una producción cohesionada como pocas. Para una banda que logró sacar un debut excelente y pasó con creces la maldición del segundo disco, un tercero implicaría más tranquilidad en los procesos creativos y de producción. Cosa que no ocurrió con 154. Lo complicado del proceso fue revelado hace unos años por los mismos miembros y el equipo cercano al estudio en el libro Read & Burn (2014), del periodista Wilson Neate. Ahí, el productor Mike Thorne revela: “Wire llegó a su tercer álbum con material que se había probado en el estudio, canciones que se habían reproducido ante un público inquieto y a menudo intolerante. Eso derivó en un privilegio inusual (y merecido) y una enorme creatividad. Un trampolín. [Sin embargo] Fueron sesiones complicadas. Tal vez todos estuvimos viviendo juntos demasiado tiempo, aunque el tono experimental estuvo basado en la taquigrafía conversacional que desarrollas durante mucho tiempo, cuando son necesarias menos palabras para explicar”.

Imaginemos aquellas sesiones caracterizadas por el rigor técnico y la voluntad de superarse. Gente hablando poco y ensayando durante más de ocho horas diarias en células grupales. A diferencia del primer disco, sus integrantes buscaron que se supiera quién compuso tal canción para evidenciar su talento como unidades de creación. La mezcla inicial se desarrolló sin problemas, pero a mitad de camino, el desgaste emocional afectó a todos los miembros, aunque tal vez eso hizo que el carácter desolador del disco fuese potenciado por tal erosión. La ruptura se dio en una de las sesiones, cuando Mike Thorne llamó al manager de la banda y le comentó su decisión de abandonar la producción. Guardando las distancias, era un momento similar al que tuvo George Martin, cuando en plena realización del Álbum Blanco dejó temporalmente los controles en Abbey Road ante la embestida anárquica de unos Beatles cada vez más individualistas y recelosos para trabajar como un bloque unido. Thorne había sido el forjador del sonido de Wire y ciertamente era su quinto miembro desde los inicios del cuarteto, cuando ensayaban con prisa un puñado de acordes y progresiones antes de entrar a grabar. Para el tercer álbum, el escenario era totalmente paranoico y de tensión. Si en los Beatles el desgaste derivado de choques creativos y disputas por la autonomía de sus integrantes había tardado cinco años en evidenciarse, en Wire también ocurrió un escenario similar, sólo que en la mitad de tiempo.

Sin embargo, se trataba de una fase particularmente fructífera en la carrera de Wire, en donde la noción de banda de rock se quedaba corta. Colin Newman, Graham Lewis, Bruce Gilbert y Robert Gotobed se desenvolvían como un performance o un proyecto de arte contemporáneo más que un cuarteto de post-punk. Los arpegios glaciales –rebosantes en efectos chorus y flanger que ocupaban las bandas new wave y pop–, las atmósferas ambient y una actitud antierótica, casi robotizada, eran parte de un gran salto al vacío. O más bien, una caminata por paisajes inhóspitos. En el libro de Neate ya citado, Lewis recuerda: «Con 154, era como si estuviéramos escalando el Everest sin oxígeno». Tomando en cuenta que Pink Flag fue un disco casi grabado en directo con la seguridad y frescura que brinda la ingenuidad de unos músicos primerizos, 154 se aprecia como un corte de tajo en seco. Aquí no hay las canciones tan veloces y llenas de energía punk, pero sobra el oído afilado. 

Entre la banda, sin embargo, las opiniones son encontradas. Mientras el escritor ve en a 154 como el pico de su carrera, Newman es particularmente duro, como lo demuestra esta frase extraída también de Read & Burn: «Pink Flag era únicamente el sonido de una banda tocando, Chairs Missing fue un fantástico salto a lo desconocido, y 154 se encontraba entre la brillantez y la basura».

Tras el lanzamiento de 154, el grupo tradujo el impulso experimental del estudio en su faceta en vivo. Memorables son las presentaciones de aquel lapso, en especial la que tuvo lugar en el programa germano Rockpalast, a finales de 1979. Ahí, frente a un público que aplaudía poco y gritaba menos, el cuarteto encarnó una sensación de desencanto particular de aquel tiempo, un aire de Guerra Fría que pocas bandas, incluso en territorio alemán (una zona tan fértil para engendrar sonidos así), captaban de tan exquisita manera. A la mitad de aquel concierto, Graham Lewis luce como un James Dean siniestro cantando “A Touching Display”, mientras que Colin Newman nos recuerda a un oficinista de corbata y camisa blanca que va pesadamente a sacar copias; su actitud habla por todos los godínez que buscan un escape a sus vidas repetitivas. Los cuatro, casi inmóviles, encajan en la definición del grupo que años después Lewis recordaría, la de “esculturas vivientes”, inamovibles, opuestas a las poses agresivas de los grupos punk que mostraban su enojo antisistema en cualquier oportunidad que se les presentaba. Aquella actitud en los “no movimientos” de la banda también era una derivación de su propuesta sonora. Particularmente, en 154 las texturas evocan una efigie que a base de cinceladas sutiles y un trabajo arduo de vaciamiento que da como resultado obras complejas en su sencillez. No es un proceso barroco y desmedido a la manera de las grandes producciones de rock progresivo en las que el exceso es la constante; en cambio, es una vuelta consciente e intelectualizada de la esencia punk. En su libro Postpunk. Romper con todo y empezar de nuevo, Simon Reynolds dice: “Lo que hacía que Wire fuese punk era su minimalismo, su desprecio reduccionista hacia cualquier tipo de decoración innecesaria”. En oposición a agrupaciones como Buzzcocks y The Fall, así como las escenas de Manchester y Sheffield, el punk de Wire es bastante más ominoso y abstracto, pero siempre tiende a lo sencillo a pesar de que explote todas las posibilidades del estudio. En 154, particularmente, esto puede comprobarse en sus infinitas capas de guitarras y pequeños detalles que dan el efecto de un paisaje gigantesco, siempre gris y opresivo. “A Touching Display”, con la viola eléctrica del músico invitado Tim Souster, añade un ambiente apesadumbrado que se extiende hacia el final del disco entre coros siniestros, teclados ambientales y acordes que se repiten una y otra vez pero que extrañamente no se sienten inmóviles, sino en un camino directo a un abismo. Involuntariamente, la pieza evoca a otro violista de vocación punk y avant-garde (John Cale), y coloca al cuarteto como el continuador de una tradición drone bastante selecta pero muy influyente.

En 1980, Wire llegó a la conclusión de que se había quedado sin ideas dignas de ser grabadas. Sin embargo, volvería de las cenizas siete años más tarde con una visión más accesible (The Ideal Copy), pero teniendo presente su característico sentido de innovación. Actualmente, la banda la conforma el binomio Newman-Lewis, el baterista Robert Grey y el guitarrista Matthew Simms. Lejos de todos esos cambios y haciendo un corte de caja, 154 cierra una trilogía notable que representa la etapa más icónica de Wire. A 40 años de su publicación, puede haber álbumes más experimentales en su carrera –es el caso de The Drill, de 1991– o más influyentes –su debut aún es considerado un hito en la música punk– pero jamás una producción del cuarteto contuvo tanta creatividad y vorágine sonora como 154.

Wire se presentará en el marco del Festival Marvin el próximo 18 de mayo.


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