16 de agosto de 2017

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19/04/2024

Artes visuales

Bailemos dulcemente

‘More Sweetly Play the Dance’, la proyección multicanal del creador sudafricano William Kentridge, se expone en el Centro de las Artes de San Agustín, en Oaxaca, hasta el 7 de febrero; aquí, una reflexión acerca de la pieza, que retoma la ironía del baile como motor a favor y en contra de la muerte

Juan Pablo Ruiz Núñez | viernes, 1 de febrero de 2019

Para LM

Un hombre camina agitando una bandera. Detrás suyo avanza -de derecha a izquierda- una banda de música de metales; luego varias personas que, como estandartes, cargan elementos naturales o, rostros de personas. Todo ello en dibujos al carboncillo animados o sombras de personas proyectadas, bajo una escala de grises-sepias portentosa. A partir de ahí, seguirán apareciendo varios personajes, entre ellos, una bailarina con un rifle de asalto que a la vez interpreta pasos de danza clásica. Paulatinamente surgirán más músicos y gente como parte de una manifestación entre festiva y doliente.

La videoinstalación de William Kentridge, More Sweetly Play the Dance (Interpreta la danza más dulcemente), es una obra mayor, por la profundidad e intensidad con la que desarrolla sus temas y variaciones, como en sus dimensiones y en su manufactura  –evidencia las múltiples manos con las que fue diseñado- realizado-producido. De los temas, unos son más evidentes que otros: el apartheid y las décadas de opresión en Sudáfrica, el esclavismo en el continente americano tanto en EUA como en las antiguas colonias españolas,  los procesos de liberación y de lucha política en su región pero extensivos al mundo.

Se trata de una proyección de ocho canales, simultáneos, en un carril continuo, como un gran panel, propiamente un políptico en movimiento. La proyección muestra un desfile de distintas personas-cuerpo que representan arquetipos de la historia reciente y no tanto. Esta coreografía en clave de teatro de sombras es una danza de la muerte: esqueletos y siluetas de personas, algunos trabajadores, músicos, algunos sacerdotes, que bailan una música envolvente. Ciertos personajes cargan objetos sobre sus hombros (sugiriendo migrantes en diáspora), mientras otros ondean banderas exultantes, todo ello sin dejar de danzar-andar.

Han hablado de esta pieza como un gran mural en movimiento (los ocho paneles suman 45 m lineales).  La proyección multicanal nos sumerge en la sensación del interior de una cueva donde mirar sombras producidas por el fuego; fuego jalonado por corrientes de aire, el fuego vivo recién encendido, pero también el fuego débil de la fogata decaída. Montado en la planta alta de la antigua fábrica de textiles que alberga el Centro de las Artes de San Agustín (CaSa), busca generar una experiencia de inmersión. El espectador puede caminar, detenerse por momentos pero continuar su recorrido. Aunque también puede quedarse en alguno de los extremos o en la zona central y sólo observar-escuchar. Según se mire y qué se mire de cada una de las secciones la experiencia cambia.

Puede leerse, dentro de las múltiples modos de asir esta obra que los personajes que la habitan protestan contra la corrupción política, contra la explotación, la desigualdad económica; personas lo suficientemente desafortunadas como para llenar los periódicos y boletines de noticias -dice Kentridge. Muchos hechos comunes de la política, extraídos de los medios, los transmuta en poderosas alegorías poéticas. Su técnica distintiva consiste en fotografiar sucesivos añadidos o borraduras a sus dibujos, y luego grabar las escenas y montarlas minuciosamente para articular un continuum.

En su trayectoria las reflexiones han ido del colonialismo, sus huellas en el cuerpo-los cuerpos, el conflicto entre el pasado y presente y el posicionamiento ético del artista. La relación de la obra de Kentridge con la realidad sociopolítica circundante siempre ha sido explícita: “estoy interesado en el arte político, es decir, un arte de la ambigüedad, de la contradicción, de gestos incompletos y finales inciertos”, evitando dogmas y la militancia abierta. “Los imperativos del mundo exterior se filtrarán en tu obra: el trabajo mostrará quién eres, y si existe un interés político se manifestará en tu trabajo. Pero comenzar con un manifiesto político es una muy mala manera de aproximarse al arte”.

En More Sweetly Play the Dance son claras las relación con las danzas de la muerte medievales. Me recordó la secuencia final de El séptimo sello, de Bergman, o el desfile de los payasos-músicos de Ocho y medio, de Fellini, que el propio Kentridge menciona en el catálogo de la exposición. Además de pinturas clave como la de los ciegos de Brueghel el viejo, e incluso fotos de diversas protestas en el mundo como una conmemoración  del Bloody Sunday en Londonderry (Irlanda del Norte), en los 90, de una marcha por los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, en Chilpancingo (Guerrero), de 2015, o una foto de 1948 de refugiados palestinos expulsados de sus tierras. También pueden hallarse referencias de guerras, violencia histórica, hegemonía colonial y ocupación mental, segregación social y racial sufrida tanto en África como en buena parte del mundo.

En cuanto a la danza, el eje medular de esta obra, Kentridge nos amplía: “hay algo siempre utópico en la danza: la coordinación de los músculos, los tendones, la intención y el deleite que construye el movimiento rítmico de las personas. Por supuesto, hay una ironía en un baile a la vez a favor y en contra de la muerte. La muerte llevando a sus compañeros a su final, y la idea medieval de que si uno bailaba furiosamente, si había suficiente energía liberada durante el baile, uno podría mantener a la muerte a raya”.

Mientras tanto, la banda sonora -creada por el African Immanuel Essemblies Brass Band– provoca  una sensación emotiva como inquietante. Si bien hay partes que como espectador no sudafricano pierdo, desde la emoción-reflexión  alimentadas por la música y lo que los simbolismos sugieren, aparecen bastantes alegorías identificables: desde la tradición griega occidental pasando por la compleja historia del colonialismo europeo padecido por África durante el XVIII y XIX, siglos de expolio, esclavismo, más lo acumulado durante el XX y lo que llevamos del XXI: genocidios por aquí y acullá, extractivismo, devastación ecológica, miles de muertes por enfermedades y empobrecimiento galopante. África, origen de la especie humana.

A pesar de ello bailemos, dulcemente, no dejemos de hacerlo, si no estaremos del todo perdidos, como ya advertía la gran Pina Bausch.

Los dibujos en movimiento o las películas dibujadas a las que nos tenía habituados William Kentridge, ese cine paleolítico que él mismo nombró alcanza un nuevo estadio con More Sweetly Play the Dance, su ambiciosa video instalación que puede verse en Oaxaca en el Centro de las Artes de San Agustín Etla (CaSa). Antes de llegar a México se presentó por vez primera en el EYE Film Museum en Ámsterdam en 2015, después en la Galería de Arte Marian Goodman de Londres (2016) y el Museo de Arte de Cincinnati (2017).

Esta muestra formó parte de la programación Hacer noche, una exploración de la muerte por más de 30 artistas sudafricanos que buscó forjar conexiones interculturales. La video instalación de Kentridge fue el centro culminante. Pudieron verse piezas de Nicholas Hlobo, Kendell Geers, Jackson Hlungwani, Tracey Rose, Zanele Muholi, David Goldblatt, Athi-Patra Ruga, Jo Ratcliffe y Pieter Hugo, entre otros.

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