16 de agosto de 2017

La Tempestad

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14/05/2024

Música

Violeta Parra: remolinos

Guillermo García celebra los 100 años del nacimiento de Violeta Parra, reflexionando sobre el enigma de su obra.

Guillermo García Pérez | miércoles, 4 de octubre de 2017

Apenas hace 100 años nació Violeta Parra. 4 de octubre de 1917. Apenas hace 50, 5 de febrero de 1967, murió. Trayectos temporales demasiado breves para contener el enigma de su obra. Aunque la escuchemos, aunque hablemos de ella, aunque intentemos contextualizarla, es decir, delimitarla para explicarla, hay elementos de su obra que se escapan a los límites de nuestra mirada. “Todos los adjetivos se hacen pocos”, diría su hermano Nicanor en su Defensa de Violeta Parra. Nada que de inicio no se pueda decir de cualquier artista complejo. ¿En qué radicaría, entonces, la demasía particular de la compositora chilena? ¿En su vida atribulada, material fértil para su composición, donde a la muerte de su hija recién nacida le seguiría un tema como “Verso por la niña muerta” o a su separación con Gilbert Favre otro como “Run Run se fue pa’l norte”, es decir, en la identidad, nunca tan directa o sencilla como suele suponerse, entre su vida y su obra? ¿En su labor de investigación, a caballo entre lo antropológico, lo etnológico y lo musicológico, de los cantos tradicionales, muchas veces indígenas, de varias regiones de Chile y, por lo tanto, de su implícita reivindicación política, años antes de que movimientos como la Nueva Canción Chilena terminaran de politizarlos de forma explícita? ¿En sus propias composiciones, resultado de esa tarea de investigación pero al mismo tiempo tremendamente originales, como lo demuestra, como ningún otro, su álbum Las últimas composiciones? ¿O en la forma poliédrica de su obra, que se extendía hasta la pintura y el bordado, pero que también incluía centralmente a la poesía, al punto de que el propio Nicanor la compara en esa faceta con gente como Vicente Huidobro o Pablo de Rokha, y de que haya sido estudiada recientemente por investigadoras como Paula Miranda? Son todos esos elementos, seguramente, los que la vuelven inmanejable, pero ya intuimos que ni siquiera su suma, ni siquiera su mezcla, alcanzan para agotarla. Hay que inquirir, además, en la forma en que estos elementos se entretejen; es decir, no sólo se trata de un problema de contenido, sino de método. No es sólo lo que Violeta reunía, cantaba o componía, sino cómo lo hacía.

Suele mencionarse a 1953, año en que Nicanor insta a Violeta a realizar una labor de recopilación de la tradición folklórica chilena, como un momento fundacional de su carrera. Antes de esa fecha, Violeta había transitado por los territorios de la música popular urbana: boleros, corridos, habaneras, valses, rancheras y música flamenca (incluso en 1944 gana un concurso de canto español en el Teatro Baquedano de Santiago, bajo el seudónimo de Violeta de Mayo). Junto a su hermana Hilda, además, conformaría el grupo Las Hermanas Parra, activo entre 1948 y 1953, con el que grabaría cinco singles que presentaría, principalmente, en bares, circos y plazas públicas. Una época sin mayor brillo autoral (mayormente conformada por reversiones, ninguna de sus canciones originales de entonces resalta artísticamente), encima interrumpida por su matrimonio con Luis Cereceda, quien durante diez años (de 1938 a 1948) reprochará y dificultará su vida pública. No obstante, el musicólogo Juan Pablo González me advierte de la importancia de incluir esa etapa para la comprensión cabal de su carrera. El paso de la experiencia rural de sus lugares de origen (San Carlos, en la región del Biobío, al centro de Chile, donde nació; Lautaro y Chillán, limítrofes con territorios mapuche, donde creció) a un Santiago relativamente pequeño (1 millón de habitantes) pero en pleno proceso de modernización, será también “el paso de la experiencia lúdica y simbólica campesina a la canción popular urbana. Es el período en que se forma el crisol, latente e inconsciente todavía, de la poética parriana”, como afirma Paula Miranda. Además de representar un primer período de profesionalización, Violeta entraría en contacto con las luchas políticas de los años cuarenta (Cereceda militaba en el Partido Comunista) y, por Nicanor, con círculos de escritores e intelectuales como Jorge Millas o Luis Oyarzún. Agregaría que el contacto con las músicas hispanoamericanas, así fueran las de los circuitos masivos, no es menor: representan un marco de sentido desde el cual percatarse que su propia tradición musical es aún un territorio ignoto, por más que –o precisamente porque– la cueca ya es reivindicada estatalmente como la música nacional chilena (con su imaginario fundamentalmente conservador: “sus letras cantaban a la belleza del paisaje, la hermosura de las mujeres, la picardía del amor y la convivencia feliz de patrones e inquilinos”, como resume Fernando Sáez).  

Más que un momento fundacional, el 53 representa un punto de inflexión de una trayectoria accidentada pero llena de estímulos. Hay que remarcar que cuando Violeta comienza sus investigaciones folklóricas tenía ya 35 años y que, por tanto, su periodo de mayor fertilidad creativa es relativamente tardío, aunque maduro. Paula Miranda –quien ha complejizado como pocos las lecturas de la obra parriana– apunta que habría que entender esa trayectoria como «sustratos sobrepuestos de manera progresiva y acumulativa, donde cuentan tanto las intersecciones como los vacíos, y no como una sucesión de diversos periodos». Ese giro en el rumbo de su carrera, entonces, no sólo incluye su aprendizaje previo sino que lo interna en un modelo artístico inaudito. Es, para ella, continuación histórica y al mismo tiempo corte estético; un reordenamiento de sus modelos de producción, de expresión e incluso de pensamiento y de vida. El método de Violeta cambia, hace palanca, y arrastra tras de sí su mundo previo, su mundo circundante y la perspectiva de su mundo futuro.


Pero, ¿cómo opera este método? Lo imaginamos de pronto como un arremolinamiento, como una búsqueda de un centro que, por otro lado, no deja de moverse: de brotar y rebrotar y cambiar en el proceso. No es una esencia, aunque a veces deba atrincherarse para protegerse de ciertas influencias externas. La sensibilidad de Violeta, resume el cantante y escritor Patricio Manns, “intentará completarse cerrándose en sí misma, pero cerrándose a la vez en torno de su tiempo y de sus pueblos”. Aquí habría que hacer una pausa: acostumbrados a la sucesión lineal periódica como concepción única del tiempo, y a lo vanguardista –lo que se adelanta en esa línea– como criterio de valor, una obra que se cierra y vuelve sobre sí parecería irremediablemente menor. Pero, en este contexto, volver sobre sí no significa rechazar lo externo sino protegerse de su violencia. Al hacerlo, Violeta descubrirá un amplísimo mundo interior, tan amplio que se asemeja a un abismo: no sólo el de la tradición del canto folklórico chileno (recopila, sin apoyo institucional alguno, más de tres mil canciones campesinas, principalmente de la zona central de Chile y de la Araucania, pero también de la región del Desierto de Atacama y de la sureña Región de los Lagos, incluso de la isla de Rapa Nui, de los cuales graba aproximadamente doscientos), sino el de su propia interioridad estética y anímica, facetas tan estrechas en Violeta que podríamos llamarla psicoestética. Esta interioridad funciona también como estrategia artística: tal vez una de las características más notables de la obra de Violeta Parra es esa contención, casi rayana con la monotonía, en la estructura musical de sus temas y, sobre todo, en su canto (con excepciones como “El gavilán”, un tema que en todo caso formaría parte de otro tipo de obras, en este caso, su proyecto inconcluso de un ballet). No hay mayores aspavientos en su interpretación, al contrario, recorre un registro vocal bastante estrecho, como si quisiera atrincherarse primeramente desde su voz. Lo interesante aquí es que esa característica no sólo responde a una voluntad personal­ –no es estrictamente una decisión estética para imprimir cierta personalidad a su obra–, o a una limitante técnica, a pesar de que en la etapa final de su carrera Violeta aseguraba estar perdiendo su voz; sino que se relaciona con esa otra interioridad descubierta en las tradiciones folklóricas campesinas. En entrevista con la revista Ecran, en 1954, afirmaba respecto al canto campesino: “Las mujeres tocan la guitarra y cantan impávidas, sin un gesto ni un movimiento. Es como si cantar les diera vergüenza, y esconden el rostro detrás del brazo la guitarra. Toda la emoción que sienten está en la garganta. Las cantoras de pueblo ponen más picardía en su interpretación, pero al hacerlo se alejan del auténtico folclor”. En esa época grabaría su primer sencillo como solista para Odeon(que incluye temas como “Qué pena siente el alma” o “Casamiento de negros”) y una anécdota con su productor, Rubén Nouzeilles, contada por Fernando Sáez, da cuenta de la súbita transformación que los primeros contactos con los cantos campesinos imprimirían en su estilo (no olvidemos que su tipo de interpretación provenía de los estilos del flamenco o de la canción popular mexicana, no precisamente discretos): “Violeta tenía una especial manera de interpretar sus canciones, aferrada a la guitarra y con la cabeza gacha, posición que no es la mejor para que los micrófonos capten bien los sonidos. A pesar de todo, ella insistía en que era su forma de hacerlo y convencerla de lo contrario costaba un gran esfuerzo”. Ahora sabemos (la totalidad de sus entrevistas no fue publicada hasta 2016, gracias al trabajo de investigación de Marisol García) que esa postura respondía a una ética artística que quería mantenerse fiel a la autenticidad del folclor y que, por tanto, “su forma de hacerlo” era en realidad la forma campesina, una forma colectiva, histórica.


En otra entrevista, en 1962, esta vez con la revista argentina Vuelo, daría otra clave. Ante la pregunta de qué piensa sobre la divulgación y el resurgimiento del folclore argentino en la radio y la televisión de esos tiempos, Violeta asegura que le parece una idea magnífica, aunque acota: “Pero respecto a la zamba pienso que está siendo destruida por una literatura horrenda, rebuscada, tan romanticona que se hace insoportable”.  Parece construir, así, un nuevo atrincheramiento contra influencias externas que no respetan “ni la medida ni el espíritu de la canción popular americana”, como la denomina en esta ocasión, en lo que Paula Miranda llama “un gesto de emancipación respecto a la hegemonía del melodrama”. Hasta aquí, un triple ensimismamiento (que necesita de tres corazas): el psicoestético –representado por su voz–, el musical –buscado en un folclor chileno agonizante por el paso de la modernidad– y el letrístico –amenazado por el melodrama. La tarea, titánica, consumirá las energías del resto de la vida de Violeta Parra, pero producirá, sólo paradójicamente según el modelo vanguardista, una de las obras musicales más originales de la canción popular contemporánea. Abismarse hacia sí (hacia la propia voz, la propia tierra o la propia imaginería): con qué otra expresión pueden explicarse temas tan pequeños e íntimos, pero al mismo tiempo tan hondos y complejos como “Verso por desengaño”, “La jardinera” o “Qué he sacado con quererte”. O, por supuesto, “Gracias a la vida”, y esa frase casi estereotípica que funciona precisamente por la contención construida a su alrededor (una sirilla muy simple, repetitiva, adaptada a una escala menor, connotando tristeza) desde la que Violeta puede cantar casi desfondada, sin mayores ornamentos vocales –y que, por tanto, funciona como la ampliación de un territorio afectivo, más que como un himno vitalista (no hay que olvidar que la chilena la compone tras un par de intentos de suicidio). Por ello, filósofos como Gastón Soublette han dicho que Violeta construyó “formas no sentimentales del sentir”. Y por ello, creemos, la mayoría de sus reversiones y homenajes contemporáneas yerran el tiro, ¡y de alguna forma traicionan la propia búsqueda parriana!, al romper el fino balance de su obra y huir hacia el melodrama, el ornamento musical y la fusión (uno de los ejemplos más recientes: En fuga no hay despedida, la, por otra parte bien construida, obra de teatro de Trinidad González, presentada durante septiembre en el Centro Cultural Gabriel Mistral, de Santiago).


También por ello –y es importante remarcarlo precisamente en el centenario de su nacimiento, lleno de reconocimientos y homenajes, principalmente en Chile–resulta tan difícil hacer de Violeta Parra una figura enteramente oficial-estatal o patrimonialista. Primero, porque su propia obra funciona como una deconstrucción (no hay mejor ejemplo que sus “Anticuecas”) de la música que el Estado chileno oficializó y monumentalizó como el género de identidad nacional desde los inicios del siglo XX: una modalidad festiva de la cueca, vigente hasta el día de hoy como orgullo patrio. Y segundo, porque incluso cuando ese Estado intenta capturar su obra y figura en toda su complejidad, irremediablemente se le desborda por todas sus grietas: su canto es demasiado profundo, su musicalidad demasiado opaca, su figura demasiado sombría, su labor de investigación demasiado heterodoxa. Folklóroga y folklorista a la vez, como la define, nuevamente, Paula Miranda, el objeto de su investigación “constituye a la vez el saber y las modalidades para acceder a ese saber, pues esa fuente está constituida por personas sabias”. Se trata, entonces, de una investigación viva, a través de la cual se irá filtrando su propia voz: El folklore de Chile, vol. I, de 1957, el primer disco de esa serie, contiene sólo tres canciones de su autoría, una de Tomás Gabino Ortiz y trece temas tradicionales; en El folklore de Chile, vol. VIII, grabado apenas tres años después, todos los temas son de su autoría, dos en coautoría con Nicanor Parra y uno con Pablo Neruda (por no hablar de Las últimas composiciones). En términos estéticos, este cambio súbito de autoría (de la visión de un pueblo a la de una mujer) es, por un lado, difícil de distinguir, por la fidelidad al modelo que Violeta defendía, y, por otro, de una relevancia trascendental. Abismándose, la mujer ha internalizado al pueblo, ha procurado defenderlo y ha entregado su vida en el proceso (contra la visión romántica que asume que Violeta se suicidó por desamor, defenderemos, como lo demuestran muchos testimonios, que lo hizo por el agotamiento de percatarse de que su proyecto estético de vida, en el sentido más amplio del término, no tuvo eco en la sociedad chilena, lo que no es lo mismo que decir que fracasó). Arremolinándose, ha mostrado que otros proyectos de creación son posibles, que el contacto pleno con los orígenes no implica seguir modelos folclorizantes ni de “preservación cultural” que disecan aquello que pretenden vivificar; que, al contrario, lo popular y lo íntimo sólo son fértiles cuando se estrechan, que se puede revitalizar la tradición tradicionalmente, o que la norma produce su anomalía.

La canción, como ella misma decía y repetía, es un pájaro sin plan de vuelo que ama los remolinos.

 

El texto es un adelanto de La Tempestad no. 127 (octubre de 2017)

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