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Literatura

Historia de una voz

En la primera entrega de su columna, Iván Ortega se detiene en un clásico secreto: la novela ‘Noches insomnes’ de Elizabeth Hardwick

Iván Ortega | jueves, 1 de junio de 2023

Elizabeth Hardwick retratada en Nueva York en 1978. Fotografía: © Inge Morath / Magnum Photos

Cuando apareció Noches insomnes, en 1979, nadie esperaba una novela consagratoria a esas alturas de la carrera de su autora, que ya pasaba los sesenta años. El lugar de Elizabeth Hardwick en la escena literaria neoyorquina se consolidó gracias a su constante presencia como crítica literaria incisiva e inteligente, principalmente a través de textos en The New York Review of Books. A pesar de su discreción, el recibimiento crítico de la novela fue positivo. No obstante ha circulado más como un secreto compartido entre unos pocos que como uno de los pilares de ciertos tipos de narrativa contemporánea. Ni siquiera su reedición en la colección de clásicos The New York Review of Books y sus consecuentes reediciones en otros idiomas, incluida una en español de 2018, han conseguido cambiar la reputación de la novela más allá del secretismo reverente.

Noches insomnes es un puente entre la escritura autobiográfica y semiautobiográfica modernista (Proust, Leiris, Nabokov, Bowles, Max Frisch, Pessoa) y las nuevas permutaciones de estos géneros referenciales. Es imposible negar su influencia en textos como Oscuridad total de Renata Adler, Los argonautas de Maggie Nelson o Amo a Dick de Chris Kraus. El estilo fragmentario de la novela es también un precedente de la escritura de Kate Zambreno, que ha escrito sobre la autora y los contrastes entre la vida intelectual neoyorquina retratada en Noches insomnes y la escena en los años en los que Zambreno vivió en la ciudad. La novela de Hardwick está emparentada con el confesionalismo, lo cual se entiende considerando su relación con Robert Lowell, pero además se interna en la que Michael Leiris proclamaba como la única forma autobiográfica posible en “La literatura considerada como una tauromaquia”: un tipo de escritura en la que el autor pueda percibir “la sombra amenazante del cuerno de un toro” (la intención es entendible, aunque la metáfora resulta un tanto passé), es decir, que ponga en peligro, yendo más allá de la mera producción de mercancías.

Si bien se trata de una novela autobiográfica, la narrativa de Noches insomnes es dominada por microhistorias sobre otros personajes, ya sean semidesconocidos como J, Michael o la señorita Cramer –fácilmente identificables como amigos reales de Elizabeth Hardwick– o figuras como Billie Holiday, a quien la autora frecuentó durante algún tiempo. Al final se tiene la sensación de que se conocen los secretos de todo el mundo. Hay algo de comentario social satírico, por supuesto, y en sus momentos más hiperbólicos incluso recuerda a “El mundo es una boda” de Delmore Schwartz, relato que satiriza con mucha mayor acidez un ambiente similar al de Noches insomnes.

La novela muestra a un sujeto que es una multiplicidad de galerías en las que desconocidos y conocidos se encuentran, a veces durante un instante, a veces como presencias frecuentes a través de los años. La acumulación de personajes y las discontinuidades temporales y textuales evitan el desarrollo lineal del relato y lo convierten en un espacio. Alice Munro, en el prólogo a sus Selected Stories, habla de una ambición similar detrás de muchos de sus cuentos: no busca crear historias lineales sino casas cuyos cuartos puedan ser visitados en el orden deseado.

Las fechas más importantes para ubicar la novela en el tiempo son la muerte de Lowell en 1977 –probablemente el evento que permitió la apertura y la franqueza de ciertos pasajes de Noches insomnes, donde el divorcio de la novelista y el poeta es aludido lacónicamente– y la publicación de las dos novelas de Renata Adler, los objetos literarios a los que la novela de Elizabeth Hardwick más se parece. Lancha rápida apareció en 1976 y Oscuridad total en 1983. La longitud y las estrategias narrativas de las tres novelas son muy similares, aunque las de Adler no son autobiográficas en sentido estricto. Sin embargo, la fragmentación y la acumulación de historias y anécdotas breves y en apariencia inconexas están presentes en todas ellas. Es posible que, debido al éxito y a la figura que Adler había cultivado previamente como crítica de cine y reportera, su novela debut no haya pasado desapercibida para Hardwick y que, por su parte, una vez que Noches insomnes se publicó, Adler haya tomado en cuenta algunos aspectos de esta obra que retomaría en su segunda novela.

En la novela se utilizan diversos modos textuales: cartas, posibles fragmentos de diarios, monólogos cortos, recuerdos (“de perros, de antiguas parejas en partidos dobles, de gente vestida de blanco y de piernas largas y delgadas como grullas”), observaciones de viaje, apuntes citadinos, notas de recuerdos repentinos, aforismos, incluso esbozos críticos. Noches insomnes recuerda a ratos a Lichtenberg y sus “libros de residuos”, en donde apuntes de diferente naturaleza se acumulan hasta formar una obra semibiográfica coherente, aquello que ahora conocemos como sus Aforismos. El libro de Hardwick tiene las propiedades de un cuaderno de apuntes o de un diario, en su forma descubre que es posible albergar cualquier tipo de textualidad. Uno piensa en los malabares estilísticos inconexos que César Aira lleva a cabo en su Diario de la hepatitis, pero también en la evaluación negativa que Robert Musil tenía del género diarístico, al que consideraba demasiado abierto y, por lo tanto, demasiado populista.

El logro de Elizabeth Hardwick es curioso, insólito incluso: una novela autobiográfica en la que la forma triunfa por encima del contenido. La autora alguna vez expresó: “Si quisiera tramas vería Dallas”.  La discontinuidad de la novela no representa ninguna fragmentación del sujeto, aquí no hay crisis identitarias ni ontológicas: a pesar de que se trata de una novela experimental publicada en 1979, su ethos es más cercano al modernismo y al tardomodernismo que al posmodernismo estadounidense. Es un juego con el tiempo y la memoria. Cerca de la mitad de la novela, la narradora describe el lugar desde el que habla:

Ahora estoy en Nueva York, sola, ya no hay un nosotros. Han pasado años, décadas, incluso. Y entonces quedas fuera del más común de los plurales, de la extraña sociedad que nace como una explanada llana y vacía y que no tarda en convertirse en una ciudad de habitaciones y garajes, con pequeños colmados en la despensa y boutiques en los armarios y un banco con vuestros nombres impresos para las transacciones comerciales.

Aunque la narradora cuenta momentos de su juventud, Noches insomnes no es una novela de formación sino la historia de una voz y de un estilo: experiencias escogidas, recuerdos, opiniones y modos ajenos asimilados. Quizá la mejor compañía para la lectura o relectura de esta novela es Silhouettes, una serie de piezas para cuarteto de cuerdas de Justina Jaruševičiūtė que parte de contemplaciones y apuntes realizados durante las noches de insomnio que la compositora lituana padeció durante la reciente reclusión pandémica. En estas piezas se abordan la melancolía y la nostalgia, y se exploran las posibilidades “nebulosas” del cuarteto de cuerdas, un conjunto de instrumentos que no parece tener un anclaje fijo sino flotar como un gas, algo casi carente de forma. La inactividad contemplativa de las piezas de Jaruševičiūtė es un complemento perfecto para el punto de enunciación de la narradora de Noches insomnes: la calma es casi la misma, ambas artistas ofrecen obras exigentes pero a la vez tiernas, solitarias, quietas y desoladas.

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