16 de agosto de 2017

La Tempestad

También las artes cambian al mundo

04/05/2024

Música

Un Drake falso (que ya era falso)

La colaboración entre Drake y The Weeknd diseñada por una IA invita a pensar las implicaciones profundas de las nuevas tecnologías

Atahualpa Espinosa | lunes, 29 de mayo de 2023

Fotografía de Kenny Eliason en Unsplash

La proliferación de modelos de IA durante el último año parecería (a ojos incautos) darle la razón a los más tecnooptimistas: en un año hemos pasado de los brochazos gordos de Dall-e a cortometrajes o avances cinematográficos hechos completamente con inteligencia artificial. Hemos visto el surgimiento del ChatGPT y otros recursos de escritura. También se han popularizado las canciones elaboradas enteramente por estos recursos, a partir de bases de datos de canciones preexistentes.

Es de llamar la atención que se haya adherido con tanta facilidad la palabra “inteligencia” a facultades exclusivamente procedimentales, como reunir datos para detectar patrones, predecir eventos y responder a ellos, que aplican estos programas. Como si esas facultades contuvieran todas las capacidades intelectuales. Lo curioso es que nadie parece ponerse de acuerdo en la definición de inteligencia. Hay tantas acepciones contrapuestas que debería contemplarse la posibilidad de que su uso, ulteriormente, no tenga mucho sentido (especialmente seguida de ese adjetivo: ¿no es todo lo artificial, de inicio, obra de la inteligencia?, ¿no es toda inteligencia artificial?). Alfred Binet, uno de los dos autores de la primera prueba estandarizada para medir el coeficiente intelectual, que se popularizó a inicios del siglo pasado, se enfrentó tempranamente al problema de su definición. De acuerdo con una anécdota, cuando alguien le preguntó cuál era la manera más sucinta de definir la inteligencia, respondió: “Es aquello que mide mi test”.

El caso es que estos modelos (mentes de homúnculo, podría decirse) han sido el agente detrás de incontables canciones sintéticas, casi todas variaciones de obras preexistentes. Algunas de estas versiones han sido más convincentes que otras (Freddie Mercury canta “Thriller”, en un ejemplo de lo segundo). Más que de variaciones podríamos hablar de permutaciones: el trazo de canciones previas se lleva a los timbres de otras voces e instrumentos, siempre que estemos lo bastante familiarizados con ellos. Estas “inteligencias”, a través de sus esquemas, han revelado limitaciones de quienes las crean y de su público: pocas veces se utilizan para crear música que se desvíe de lo conocido o que (sería tal vez lo más deseable) logre alejarse de lo concebible o realizable por manos humanas. En vez de eso se le entrena para imitarnos, como un french poodle que camina en dos patas.

De entre estas, tal vez la canción que ha logrado mayor respuesta del público ha sido “Heart On My Sleeve”, una colaboración apócrifa de Drake y The Weeknd, creada por un personaje anónimo: Ghostwriter977. Desde su aparición inicial en plataformas de escucha se diseminó hacia TikTok, donde acumuló en poco tiempo cientos de miles de escuchas. Su éxito, en niveles que ya deben medirse con los mismos parámetros que cualquier canción pop que encontramos en los primeros lugares de popularidad, puede tener varias razones evidentes: el sample de piano es indeleble y contrapone un fondo de banda sonora de horror ochentero a dos artistas que parecerían llevarlo consigo todo el tiempo en su voz, su imagen y sus gestos públicos. Además de ser pegadiza, funciona como un comentario certero de estos intérpretes y sus personajes: una de las líneas cantadas con la voz de Drake hace alusión a arrojar a la acequia a mujeres que no le atraen, algo que no requiere esfuerzo alguno para confundirse con un verso auténtico suyo. Tampoco hace daño que se haya incluido el crédito apócrifo, como productor, de Metro Boomin, el arquitecto de mayor presencia mediática y comercial en el ámbito del trap.

Pero el motivo más claro tal vez sea la fidelidad de la imitación. Al escucharla parece que tanto Drake como The Weeknd han conseguido dar con un mejor resultado que el de sus últimos años y que, extrañamente, suenan más como ellos mismos. Cuando se dice que algo parece hecho con inteligencia artificial es frecuentemente en sentido peyorativo: se dice de algo que intenta imitar lo humano y fracasa. Las razones de su fracaso le vuelven grotesco, algo cercano a una caricatura. La imitación de Drake y Weeknd suena menos monstruosa, en parte, porque sus voces son aparentemente fáciles de emular por medio de los modelos actuales. Y esto es porque ambos artistas ya eran en parte, desde antes, una especie de caricatura. Abel Tesfaye, la persona detrás de The Weeknd, inició su proyecto como una interesante sátira o una deformación deliberada del R&B vigente hace una década y media. Luego se estableció en un personaje en el que queda poca traza de la distancia crítica respecto a sus influencias, que terminaron por engullirlo. Por el contrario, Drake (su presencia pública y su obra) siempre ha sido más un resultado del cálculo en los escritorios de productores: un croquis tosco, comparado con sus predecesores y sus pares más auténticos.

Que el mayor hit (hasta ahora) hecho enteramente por una IA haya sido atribuido a dos de los nombres más ubicuos en Spotify desde hace al menos diez años es también una muestra de lo que se decía hace unas líneas, la limitadísima imaginación que tienen las expectativas acerca de estas tecnologías, al menos entre sectores amplios del mercado. Hasta ahora Ghostwriter977 ha encuadrado la creación y el éxito de “Heart On My Sleeve” como una historia de venganza: reveló que durante años fue un autor fantasma (como lo indica su seudónimo) que colaboró en canciones que resultaron muy lucrativas, a cambio de un pago miserable. “El futuro está aquí”, dijo, en una alusión al cambio de reglas en el mercado de la música. Hasta ahora, en efecto, quienes han elevado las voces más estridentes en contra del uso de las IA en la música han sido las discográficas trasnacionales, la RIAA y organizaciones similares, que son las mayores custodias de los derechos de explotación de las grabaciones.

Cuando se lanzó esta canción muchas personas la tomaron por una obra auténtica de los dos cantantes. Ghostwriter977 publicó un tweet que hacía referencia a ella como un nuevo “momento Napster”, en referencia a los años de auge de esa plataforma, cuando circulaban canciones atribuidas a nombres que vendían millones o eran reverenciados por un público amplio, pero que en realidad eran de la autoría de bandas o artistas mucho menos célebres. Pero hay una diferencia cuando lo apócrifo proviene de seres de carne y hueso y cuando se trata de una obra sintética: en el primer caso se está borrando a las o los autores, sustituyendo su nombre por uno más conocido. En el segundo no queda tan claro qué es lo que se invisibiliza.

La noción de autoría ha sido muy disputada en años recientes en el ámbito de la música, al grado de que es el que ha llevado a un público más amplio los planteamientos sobre su naturaleza (e incluso, el de la muerte del autor). Las IA han enrarecido más la cuestión, si esto era posible. Como siempre pasa, el aparato jurídico se va a desplegar mucho después de la popularización de estas herramientas. Lo más probable es que llegue cuando ya no se le necesite, porque unas nuevas herramientas desplazaron a las anteriores y plantearon nuevas preguntas. Así que a quienes estamos fuera del ámbito jurídico nos toca plantear las preguntas necesarias: ¿esas obras son de la persona que usa el software que las crea, de aquellas personas (a veces innumerables) que nutren las bases de datos de las cuales se echa mano (las y los artistas que son su referencia) o de una entidad sintética?

El problema, como en tantos otros ámbitos, es que las personas y empresas que más presionarán en la elaboración de leyes en esta materia son quienes tienen mayor poder económico. El caso de la legislación de propiedad intelectual vigente es el de instrumentos que facilitan la acumulación de capital para aquellas personas (individuales o colectivas) que más lo poseen, en vez de proteger, por ejemplo en este caso, a autoras y autores de obras que pudieran ser objeto de explotación por parte de trasnacionales. No cabe esperar que ahora sea distinto.

En los años recientes Spotify ha inflado el volumen de su música disponible por medio de creaciones hechas con IA, muchas veces música autogenerada que se arroja como en un manantial. De hecho muchas de estas incluso son atribuidas a decenas de nombres y títulos distintos, aunque sean exactamente la misma obra. Con esto la corporación ha logrado bajar incluso más los pagos exiguos para la mayoría de los músicos, además de presentarse como una plataforma más amplia de lo que en realidad es.

A pesar de lo que supone el aumento en la intensidad de la explotación de los músicos de carne y hueso, puede que esto sea un asunto menor comparado con otros entornos. Se discute profusamente la utilización de las IA en la escritura, la música y las artes visuales, pero quienes más beneficios obtienen de ellas las aplican de formas más pragmáticas. Destacadamente en la esfera militar. Podría pensarse que una herramienta para crear canciones sin que intervengan manos humanas (más que aquellas que le dan las instrucciones) no podría servir de mucho en la milicia, pero desgraciadamente, al contrario que en los ejemplos anteriores, cuando se trata de doblegar oponentes en luchas territoriales, políticas o económicas no falta la imaginación.

El año pasado se anunció que Daniel Ek, fundador, cabeza corporativa y accionista de Spotify, había invertido cien millones de euros en una empresa que desarrolla tecnología militar. La noticia resultó en principio confusa, para una parte del público. La relación entre las plataformas de escucha y la industria del armamento parecería discordante, pero puede darse de varias formas, empezando por la cascada de datos que arrojan las personas que la usan y siguiendo, acaso, con las posibilidades que ofrece la representación de personajes. Ahora mismo las vías por las que inteligencias artificiales capaces de crear canciones serán de utilidad militar tal vez nos resulten imposibles de imaginar (así como, provisionalmente, a sus mismos dueños). Lo cierto es que apenas hemos visto el comienzo. Hace unos años nos quedamos absortos ante un robot de Boston Dynamics que bailaba como un perrito. Hoy lo vemos disparando en entrenamientos para hacer operativos contra migrantes, lo que aclaró mucho las cosas. Puede que un Drake artificial sea la cara de próximos operativos militares, de forma figurativa o no.

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