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Tsai Ming-liang: el paso del tiempo

El FICUNAM 11 presentará la retrospectiva ‘Tsai Ming-liang: cuerpos entregados’; este ensayo revisa la obra del cineasta taiwanés

Andréa Picard | martes, 2 de marzo de 2021

Lee Kang-sheng en 'Días' (2020), de Tsai Ming-liang

Después de que te conocí, e incluso ahora,
a menudo me pregunto qué habría pasado si
nunca nos hubiéramos conocido. Mi cine,
o tu vida, ¿qué tan distintos serían?

Tsai a Lee en Afternoon

 

Al plantear la repetición como el movimiento temporal de la existencia, Kierkegaard, al igual que muchos grandes artistas, vio la reiteración como la base de la solemnidad en la vida y una forma de crecimiento perpetuo, en lugar de como una estasis o como la falta de una supuesta originalidad. Al regresar a ciertos temas o formas una y otra vez se puede obtener un significado más profundo y una noción de claridad. Tsai Ming-liang ha sido constante en sus búsquedas. Profundamente comprometido con la teoría del autor, que cíclicamente se enfrenta a un asedio, Tsai constituye en sus películas un catálogo razonado de temas y motivos recurrentes como la alienación y la soledad urbanas, la disfunción familiar y el deseo sexual, objetos como camas y tinas (o, más bien, gestos como el de acostarse, bañarse u orinar), una que otra sandía y frecuentes inundaciones causadas por lluvias torrenciales, con el dominio pleno de un rostro: el de Lee Kang-sheng. Desde una mirada casual fuera de una sala de videojuegos en Taipéi, en 1991, de acuerdo a lo que dicta una historia que ahora es ya mítica, hasta una colaboración de 30 años que ha sido fértil, aparentemente codependiente y extraordinariamente maleable, ese primer encuentro desencadenó nada menos que una forma obsesiva de amor que Tsai reconoce, con cierta timidez pero completa sinceridad, a través de risillas contagiosas y pausas incómodas en un documental que se ha visto menos de lo que debiera ser visto: Afternoon. Con sinceridad confesional, Tsai afirma que le debe a Lee su carrera y muchos de sus momentos de felicidad adulta y que siente por él una especie de amor familiar, paterno, que tiene como fruto una estabilizadora sensación de pertenencia: el sentimiento de estar en casa.

Afternoon (2015), una curiosa entidad hecha como suplemento museístico para Perros perdidos (2013), no sólo se presentó en el circuito de festivales y en cines en algunas ciudades seleccionadas alrededor del mundo, sino que también se mostró en forma de videoinstalaciones en el Museo de la Universidad Nacional de Educación de Taipéi. Se trata de una conversación filmada entre el director Tsai y su alter ego, Lee, en la casa que comparten en un verde valle taiwanés entre extensas montañas. Y, al igual que en cualquier otra de las películas de Tsai, el escenario es sumamente dramático y austero. Un solo ángulo de cámara registra, en apenas unas cuantas tomas, la plática de dos horas entre estos hombres, cada uno de ellos sentado en una silla baja de distintos tonos verdes que combinan con las flexibles hojas, jade y verde-amarillas, que entran por los marcos rectilíneos carentes de ventanas. Ciertamente esa frondosidad salvaje parece estar escuchando a escondidas, como sugiere el mismo Tsai en un momento, con su titilar constante provocado por el viento y los puntos focales del sol en la puesta en escena. El ángulo de la cámara es una contrapicada ligeramente diagonal que hace que el dúo parezca un tanto minúsculo, especialmente al estar en ese espacio cavernoso, concreto, cubierto de tierra y escombros. La casa es impresionante como lo puede ser un lugar abandonado que parece haber sido víctima de un bombardeo: una ruina anidada en el paraíso. Aunque Lee señala, a la mitad de uno de los muchos silencios que interrumpen su intercambio, que se suponía que iban a discutir Perros perdidos, al final apenas tocan el tema de esta película, aparte de una dramática escena clave. En lugar de eso, Tsai, con la garganta hecha un nudo de emoción y algunas lágrimas, elabora una carta de amor en tiempo real (frente al equipo de grabación y nosotros) para el actor que está sentado a su lado, quien le ha dado el deseo y la energía de hacer películas, cuyos enigmas, instintos y llamativas características físicas naturales se han transformado escena tras escena en grandeza, en emoción palpable.

Destacable por su minimalismo e intimidad, Afternoon se equilibra en un punto a medio camino entre el documento y el performance, es una oda a la creación y una conmovedora expresión de gratitud por una vida bien utilizada: una tarde compuesta de recuerdos del tiempo pasado. También es el testimonio de un amor libre de las ataduras impuestas por las fronteras (de edad, sociales, profesionales, de la sexualidad), de las familias escogidas y del abrumador poder y perplejidad de la conexión y la inspiración humanas. Durante un breve período pareció como si Perros perdidos fuera a ser la última película que harían juntos. Tsai anunció su retiro, de una forma impactante (aunque un tanto vaga), durante el estreno de la película en el Festival de Cine de Venecia, donde ganó el Premio del Jurado. Antes de la producción había enfermado y su condición se deterioró durante la edición de esta película. Quería centrarse en las necesidades de su cuerpo, en sanar y alentar su ritmo. Este hiato, por supuesto, duró poco y sus colaboraciones con Lee han continuado sin cesar y han asumido la forma de obras teatrales, la serie Walker (en la que Lee, en el papel de un monje ataviado con una túnica roja y que camina muy lentamente, es la encarnación de la desaceleración y su ritmo no puede ser más sedado o minuciosamente físico), cortometrajes, instalaciones y, más recientemente, un bienvenido retorno al cine narrativo con Días, de 2020.

Tsai Ming-liang

Tsai y Lee en Afternoon (2015)

Estos dos últimos largometrajes están compuestos en una clave más melancólica. Son obras maduras que confrontan la idea del envejecimiento y dejan de lado el efecto causal para sumergirse en la sensualidad y una sostenida contemplación de arreglos altamente visuales dentro de un cuadro. También renuncian, en general, al humor dislocado y seco (a veces camp) que con frecuencia ha provisto de un electrizante choque y un melodramático estilo a las insolentes incursiones de Tsai en la desolación. Todas las obras de Tsai se pueden leer como interconectadas, además de completamente diferenciadas, pues su visión, valiente e intacta desde el inicio, se ha centrado en la anomia y el malestar urbanos representados por una compañía de actores leales, así como por el devenir del tiempo, marcado y vuelto conmovedor especialmente por Lee en su papel de Hsiao-kang (“Poca Riqueza”), un solitario rebelde en conflicto con sus padres, con la mayor parte del canturreo del capitalismo y con su entorno inmediato. Mientras Hsiao-kang busca el amor, y quizás también a sí mismo, manteniendo una cierta libertad agobiada a través de su transitoriedad y, hasta cierto punto, de su anonimato, su trayectoria a través de la vida es un tanto precaria y, por momentos, al borde del ridículo. De extra involuntario en una película, a malencarado y desconfiable vendedor callejero de relojes, a proyeccionista y estrella de porno, Hsiao-kang ha tenido muchos trabajos a lo largo de los años. Lo que lo define es la indiferencia, un desafío silencioso y la irreverencia, al igual que su incesante anhelo, su carisma innegable, sus labios carnosos, su trasero firme desnudo y su habilidad para engendrar una intoxicante mezcla de pathos y frescura con tan solo una mirada.

En Perros perdidos, el décimo largometraje narrativo de Tsai, el personaje sin nombre que interpreta Lee es claramente un hombre mayor, desgastado no tanto por haber llegado a la edad madura, sino por las dificultades de su vida. Perros perdidos, una película llena de insinuaciones más que pormenores, evoluciona más como un sueño febril compuesto por viñetas impresionantes que por una trama lineal, incluso de acuerdo a los parámetros usuales de Tsai. En muchas de sus películas las desviaciones son el destino y el interés que tiene este cineasta por el paralelismo a menudo da forma a hilos dobles que, sin embargo, se entretejen de una forma idiosincrásica como fragmentos que conforman una totalidad. En El agujero (1998) las vidas paralelas se hacen realidad, literal y doblemente, a través del recurso del hoyo en el piso que une dos apartamentos en pisos separados (y a través del cual Hsiao-kang vomita y deja colgar su pierna en dos grotescos y memorables actos de deseo) y de las secuencias de fantasía musical que funcionan como una dimensión alterna a la realidad, monótona y encharcada, del personaje. En Viva el amor (1994) un departamento vacío es utilizado subrepticiamente por tres personas en búsqueda de momentos de descanso de sus solitarias vidas, y sus idas y venidas son un juego de salón en el que intercambian lugares y dejan tras de sí un residuo de tristeza y alienación. Quizás esto se exprese de la forma más romántica en ¿Qué hora es allá? (2001), cuando Hsiao-kang cambia obsesivamente todas las manecillas de los relojes al horario estándar de Europa Central mientras que la película divide su propio tiempo (y espacio) entre sus vagabundeos en Taipéi y la mujer a quien anhela y quien se encuentra de viaje en París. La construcción del tiempo-espacio en Perros perdidos, sin embargo, es mucho más ambigua y elusiva y conjura un paisaje onírico y elipsis radicales que existen muy lejos del realismo narrativo. ¿Podría tratarse de la imaginación, un pasado no demasiado distante, un futuro imaginario, recuerdos fragmentados o directamente un sueño? La intensidad en el retrato humano y la maravilla visual de la película descartan la necesidad de plantearse ese tipo de preguntas.

A pesar de ser una película impregnada por el dolor, Perros perdidos existe en la periferia de la realidad y tiene una cualidad sobrenatural, como de fábula. Un amoroso padre soltero, sin casa, desposeído y alcohólico cría a sus dos hijos en los márgenes de una gran metrópolis. A través de una furiosa lluvia y encaramado en una minúscula isla de cemento en medio de una intersección con intenso tráfico, trabaja como anuncio humano, con un letrero grande y pesado, para hacerles publicidad a unos condominios de lujo mientras que él y su familia se refugian en espacios abandonados. El ritmo de la película es lánguido y su insólita estructura alterna a menudo entre escenas en las que se retratan espacios baldíos urbanos, sorprendentes reductos bucólicos como bosques y playas junto al mar, la implacable intensidad de una ciudad curiosamente despoblada, así como estéticos ambientes nocturnos que desestabilizan una cierta lógica geográfica y psicológica. En otras palabras, la película opera a un nivel que elude una interpretación obvia y directa; su cartografía es una mezcla de espacios físicos y mentales que dan como resultado una obra profundamente conmovedora, algo desorientadora y con una realización impresionante. Aunque privilegia la composición (incluyendo su maravilloso uso del color), lo oblicuo y la contemplación, Perros perdidos no es ni una obra de arte conceptual ni cine estructuralista, aunque se puede discutir su naturaleza profundamente performativa. Los cuadros de viñeta de la película se prestan bien para el contexto museístico como escenas inmersivas y encantadoras sobre las cuales vale la pena reflexionar profundamente; como película, va acumulando resonancia emocional en su transcurrir temporal mientras sigue al padre, el hijo y la hija (interpretados por un par de hermanos reales, Yi-cheng Lee y Yi-chieh Lee, el sobrino y la sobrina de Lee), así como a una misteriosa mujer que aparece intermitentemente. Todos ellos habitan en este mundo enrarecido a través del diseño formal, los encuadres, los sonidos como aullidos del viento y las distópicas locaciones de Tsai, un sitio indeterminado donde los momentos de desesperación coexisten con actos de sobrevivencia, resistencia y amor.

Tsai Ming-liang

Fotograma de Perros perdidos (2013)

La escena inicial es una de las más curiosas en toda la filmografía de Tsai. Al filmar por primera vez un largometraje usando el formato digital, el cineasta estira las escenas hasta su capacidad máxima, planteando ciertas exigencias para su público. Pero no hay nada “muerto” en estas extensas tomas (los modernistas “temps morts”, supuestamente atribuidos a Antonioni, que acompañan de una forma crucial las tomas de Tsai); la vitalidad y sensualidad de lo que aparece dentro del cuadro resulta vibrante incluso cuando no estamos completamente seguros de lo que observamos y esto nos invita a mirar más de cerca y a sentir, físicamente, el paso del tiempo en nuestros propios cuerpos al hacerlo. Perros perdidos inicia en un sitio apretado, un dormitorio donde dos niños duermen, lado a lado, bajo un edredón beige. Sentada al pie de su cama se encuentra una mujer bien vestida, en colores marrones grisáceos que combinan con el lugar (y aunque no es aparente de inmediato, es interpretada por Yang Kuei-mei, una de las actrices habituales de Tsai), quien, letárgica, cepilla su largo cabello negro con cepilladas enérgicas, una y otra vez, hacia adelante, sobre su rostro y a través de su cabeza. Las metódicas cepilladas se repiten casi con la precisión de un metrónomo. Nadie habla, los niños no despiertan. El cuarto, ceniciento, negro, parece como hecho de lágrimas, los muros tienen manchas monocromáticas que parecen pinturas hechas con la técnica del drip painting. Presumiblemente dañadas por la lluvia, parecen como si debieran estar en un sótano de Lynch (o una producción de teatro experimental), con su gráfica exagerada y la incierta sensación de escala que transmiten. El tono es difícil de entender. Puede ser que el absurdo esté a plena vista, pero también se encuentra cubierto por algo mucho más extraño y triste.

Este personaje, que simplemente recibe el crédito de “mujer”, es interpretado por tres actrices diferentes, todas actrices de cabecera de Tsai. Como el cineasta temía que esta película podría ser la última que haría, quería trabajar con todas a pesar de que solo hubiera un papel, o eso dijo. A final de cuentas, la mujer que se cepilla el cabello, la administradora del supermercado (interpretada por una figura materna recurrente, Lu Yi-ching), quien se encarga de la seguridad de los niños, y la que al final de la película vive con ellos en una especie de felicidad doméstica simulada (Chen Shiang-chyi, en una actuación conmovedora) podrían ser la misma, a la Buñuel, o tres mujeres separadas, dada la ambigüedad de la película y las múltiples lecturas a las que invita. Cada una de ellas representa la salvación, el orden, una nutriente figura materna o una especie de ángel guardián, una amante. En la película sus apariencias son bastante excéntricas: ¡la escena del cepillado del cabello! ¡o el crucial escape por copas de árboles durante una lluvia torrencial cuando la mujer del supermercado se abalanza para rescatar a los niños del bote de remos del padre borracho! Y la escena final en la que la mujer está visiblemente conmovida con el padre, con sus cuerpos vivos para el cuerpo del otro mientras miran al frente durante una gran cantidad de tiempo. Sabemos por experiencia que el rostro de Lee puede mantener una toma –sin importar cuánto tiempo dure– y transformarla, pero aquí Chen resulta cautivante y conjura una cantidad enorme de dolor con su mirada brillante, una sola lágrima y una temblorosa resistencia física. Mientras el plano medio de conjunto se sostiene en los rostros de ambos, resulta irrelevante que ella sea real o ilusoria; la mera idea de que alguna vez hayan existido el amor, la intimidad física y el hogar resulta suficiente; vida inundada de sueños, arrepentimiento, corazones rotos. Cuando la cámara cambia de dirección y filma desde atrás de la espalda de Lee para mostrar a Chen mientras camina y sale del cuadro, finalmente se revela lo que habían estado observando, el lugar completamente bañado en una luz atmosférica azul: un paisaje iluminado con un reflector teatral que resulta ser la lámpara de la mujer. Junto con el vacío y deteriorado edificio al que pertenece, el mural es una pieza magnífica que refulge con tonos crepusculares en medio de la oscuridad de la noche.

Perros perdidos concluye con esta larga toma estática de Lee de frente al mural que se nos revela y se vincula en nuestra memoria con su presencia previa en la película, cuando la administradora del supermercado lo encuentra y queda igualmente absorta mientras alimenta a los perros callejeros con la comida caducada de su trabajo. El que las mujeres #2 y #3 se enlacen por medio de las escenas nocturnas del mural y las mujeres #1 y #3 por el apartamento manchado de lágrimas sugiere que son un mismo personaje encarnado en tres actrices distintas. Y, sin embargo, sería igual de fácil desentrañar otras configuraciones y deducciones a partir de este rompecabezas en el que el destino y las decisiones, la realidad y la ilusión vienen y van como la marea. Paradójicamente, Perros perdidos invita y niega al simbolismo, de la misma forma en que ve tanto belleza como crueldad en medio del deterioro. El mural a carboncillo del artista taiwanés Kao Jun-hoon fue descubierto por casualidad durante la búsqueda de locaciones, lo que encantó a Tsai, que siempre usa locaciones impregnadas de resonancias y que a menudo las trata como personajes en sus películas. El dibujo muestra una representación de un paisaje del sur de Taiwán, de más de cien años de antigüedad, basado en fotografías tomadas en 1871 por un inglés llamado John Thomson. Esta historia de transmutaciones a través de diversos medios a lo largo del tiempo (de paisaje a fotografía, a dibujo, a ruina) también sirvió como una crítica implícita labrada en la práctica artística de Kao, que a menudo habla no solo acerca de la poética del espacio sino también de la explotadora naturaleza de la urbanización y su causa y efecto en las ruinas. Es como si el artista (quien a menudo realiza su obra en espacios abandonados con la esperanza de que la gente se los encuentre como si fueran parte de un set cinematográfico abandonado o remanentes in situ de una producción teatral) hubiera provisto a Tsai con una metonimia surreal para sus propias preocupaciones relacionadas con el desenfrenado desarrollo y las demoliciones en Taiwán, que han exacerbado la brecha entre ricos y pobres. “Quizás esta pintura era la expresión facial de esta ciudad solitaria”, ha dicho Tsai acerca de su primer y conmovedor encuentro con ella. “O quizás era un espejo que reflejaba tanto la ilusión como la realidad de nuestro mundo humano”.

Tsai Ming-liang

Fotograma de Perros perdidos (2013)

Es imposible articular de una forma adecuada el efecto subjetivo del arte sobre nuestra humanidad –cómo cura y alivia, cómo expande perspectivas y consciencias, cómo marca el camino hacia una comprensión y una compasión mayores, hacia la vitalidad– sin sonar trillados o histriónicos. Con traviesos, inteligentes e insospechados cambios de tono, las películas de Tsai han extraído rutinariamente, como de una mina, preguntas existenciales. A menudo estas películas son idiosincrásicas y nostálgicas, sin resultar empalagosas, y siempre alcanzan las profundidades de la emoción humana y una cierta gracia, sin parecer pretenciosas o caer aplastadas por sus propias ambiciones, sin temor a mostrar el desastre psicológico y físico (fluidos corporales incluidos). Impulsado por un deseo de explorar la condición humana a través de la obsesión, la repetición y la variación (los mismos temas, el mismo actor principal), en Perros perdidos Tsai realza aún más las cualidades oníricas de la vida mientras que, simultáneamente, se aproxima a la esquelética historia a través de la reducción enfocándose en los meros aspectos esenciales de la sobrevivencia: refugio, comida y contacto humano. “Si todo mundo tiene un mundo ideal en su corazón, una costa lejana perfecta, un lugar en lo profundo de su alma: ¿acaso no está justo ahí? Filmé dos escenas frente a este mural y ambas tuvieron una duración mayor que las de todas mis otras escenas. ¿Cuánta reflexión sobre la vida puede despertar en nosotros un muro como este, o un espejo?”. Al inculcar en nosotros este gesto contemplativo y transformador a través de sus largas tomas, Tsai construyó el ritmo de su película con base en la duración necesaria para que sus personajes completen sus acciones, ya sea cepillarse el cabello, caminar a través de una playa, lavarse los dientes, o devorar una col en una borrachera.

La extravagante escena de la col es la única que Tsai y Lee mencionan de forma específica en Afternoon y es claro que Tsai está fascinado por su intensidad y el hecho de que se hizo en una sola toma con la única directiva de que se comiera la col. Al presionar a Lee para saber cómo se preparó mentalmente para la escena, el actor respondió, indiferente, que a estas alturas le resulta relativamente fácil entrar y salir de personaje. Cautivado y divertido todavía, Tsai proclamó: “Puede ser que seas el actor más raro que haya habido, ¡nadie sabe si estás actuando o no!”. (Sin lugar a dudas esta afirmación también se aplica a las reticentes respuestas de Lee en Afternoon; a final de cuentas, había una cámara rodando y era claro que Tsai dirigía los procedimientos de varias formas.) El deseo de seguir filmando a Lee y los procesos de su envejecimiento, la leve hinchazón de su cara y los dolores que afectan su postura y su andar se expresa de una forma muy visceral en Días, donde un realismo casi documental es el cociente opuesto a la relación sueño-vida diurna de Perros perdidos. Mientras que Perros perdidos muestra una aproximación sumamente estilizada, con una iluminación expresionista, así como puntos de vista de la cámara excéntricos y desorientadores (por ejemplo, la cámara filma desde adentro del refrigerador del supermercado) y piezas de escenario parecidas a un laberinto, Días adopta un modo más lánguido y observacional del que la nostalgia emerge naturalmente.

Esta película, un retrato quejumbroso y dulce de la vida cotidiana de dos hombres –sus días ordinarios— y su fugaz y significativo encuentro, inicia con el sonido de la lluvia. La primera imagen es una toma larga de Lee interpretándose a sí mismo, sentado en una silla puesta cerca de una ventana a través de la que observa, más allá de la cámara, con su mirada inescrutable. Es una imagen elegante: mientras él mira hacia afuera, parpadeando de vez en cuando, una banda horizontal de luz blanca cruza a través de la parte superior de la ventana y su frente, recalcando el formato de pantalla ancha, mientras que en el cristal se reflejan levemente los árboles que se bambolean. Un vaso de agua, del que emanan fantasmales gotas de lluvia, está colocado encima de una mesa aparentemente cara, solo un fragmento de lo que podemos ver, pero suficiente para saber que es lujoso. En este punto de su carrera, Tsai va directo a lo suyo y filma su tema favorito: Lee y, en especial, su rostro. Con lo mínimo posible, una escena con una sola toma larga estática, hace que surja la emoción mientras que se rehúsa determinadamente a ilustrarla. La lluvia es más suave, no las fuertes precipitaciones que hemos llegado a esperar en una película de Tsai Ming-liang, y hay muchas cosas en Días que sugieren una partida, o un nuevo comienzo. La película es más simple y, sin embargo, más articulada. Lo que se mantiene como una constante, sin embargo, es el foco en figuras solitarias, sus cuerpos en los espacios, su identidad ligada a sus locaciones y su llamativa falta de palabras. De hecho, la película anuncia de inmediato que “carece, intencionalmente, de subtítulos”, lo que resulta apropiado, pues se centra primordialmente en lo somático, y un tanto divertido, dada la pequeña cantidad de diálogos que generalmente hay en las películas de Tsai y aún menos en esta.

Tsai Ming-Liang

Fotograma de Días (2020)

Como señala Erika Balsom en Artforum, Días “está hecha en forma de X”, pues en un eje sigue a Lee en su morada en el campo, al darse un baño de tina (lo que recuerda una imagen similar en Perros perdidos y, antes, en Viva el amor), al estirar su adolorido cuello en un campo exuberante y al viajar a Tailandia para recibir tratamiento para su padecimiento. Y, en otro eje, se sigue a Anong Houngheuangsy, un migrante de Laos que vive en Bangkok y un recién llegado al cine de Tsai (o a Tsailandia). Observamos a Anong en su modesto estudio, a través de una ventana con rejas, mientras reza en un altar casero y luego limpia, prepara y cocina, fastidiosamente, vegetales y pescado en un fuego sobre el suelo, mientras come y se lava. La visión y el sonido del agua enjuagan su rutina mundana. La película alterna, de ida y vuelta, entre estos dos hombres, y la trayectoria de sus existencias que se unen en el núcleo de la película, su corazón palpitante, por decirlo así, antes de que cada uno siga por un camino separado y su encuentro persista entre los sinuosos ritmos y la cada vez más fascinante aura de la película.

Andréa Picard es curadora y escritora canadiense. Este texto es un extracto del ensayo que forma parte del libro del FICUNAM 11: Cuerpos entregados: el trabajo de Tsai Ming-liang, traducción de Tiosha Bojorquez, Escuela Nacional de Artes Cinematográficas / Dirección General Actividades Cinematográficas, UNAM, México, 2021

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