10/10/2025
Pensamiento
Memoria de la perplejidad
El ‘Diario de un desesperado’ (1947) de Friedrich Reck permite verificar el histórico desconcierto liberal ante el ascenso del fascismo
Memorial del campo de concentración de Dachau (1933-1945) en Alemania
Llegué a la obra de Friedrich Reck explorando el catálogo de la editorial Reino de Redonda –fundada por Javier Marías–, que publicó la novela Historia de una demencia colectiva. En ella el autor alemán aborda la figura de un líder mesiánico, Bockelson, que en 1534 realizó una purga en la ciudad de Münster. El antiguo sastre, también conocido como Juan de Leiden, se convirtió en profeta. Miembro de los anabaptistas, es decir, reformistas radicales, se proclamó Rey de la Nueva Jerusalén, expulsó a los católicos y, con base en su carisma, convenció a los habitantes de su “reino” de que la victoria estaba cerca, mientras era asediado por el ejército del príncipe Franz von Waldeck, que lo derrotó finalmente en 1535. Bockelson fue torturado y ejecutado.
El libro de Reck en el que se narran estos hechos fue prohibido por los nazis en 1937. La decisión del gobierno de Hitler fue lógica: se usaba una historia ocurrida siglos antes para advertir sobre el regreso de la locura, la persecución ideológica, el delirio mesiánico y, finalmente, el colapso de la utopía (Bockelson implementó la propiedad comunal y proscribió el dinero) que degeneró en pesadilla. El nazismo parecía seguir el mismo camino hacia la destrucción, aunque en 1937 –antes de que Estados Unidos entrara a la Segunda Guerra Mundial y de la Batalla de Stalingrado– era difícil suponer la derrota de Alemania y sus aliados.
La vida de Friedrich Reck terminó, como la de muchos intelectuales críticos del nazismo que no pudieron o no quisieron huir al exilio, en un campo de concentración (Dachau) en febrero de 1945, víctima de tifus, poco tiempo antes de la liberación del lugar por los Aliados. Dos años después se publicó Diario de un desesperado (Minúscula), la bitácora personal que llevó Reck de mayo de 1936 al 14 de octubre de 1944, cuando describe su declaración ante los oficiales nazis que lo acusaban de criticar y desobedecer al régimen. Está unos días en la cárcel hasta que es liberado gracias a la intervención de un conocido –identificado en el diario como “Dtl”– y descubre, una vez en su casa, lo “que tenían pensado hacer conmigo y que sin la intervención de Dtl […] se habría hecho realidad”. Es el último apunte.
Diario de un desesperado es sumamente esclarecedor. El de Ana Frank –quizás el más famoso de una víctima del nazismo– retrataba el punto de vista de las poblaciones perseguidas por Hitler, en este caso los judíos. Sin embargo, a menudo se pasa por alto la cotidianidad de los alemanes “arios” que no pertenecían a la élite nazi y que aparentemente estaban a salvo de las purgas selectivas o masivas. Friedrich Reck no fue, en absoluto, un alemán indiferente que prefería pasar por alto la política de terror nacionalsocialista porque no afectaba sus intereses personales; tampoco fue un miembro de la cúpula empresarial que se benefició de la guerra y que nunca fue llevada a tribunales. El escritor era miembro de la burguesía, pero no era aristócrata y escribía bestsellers –novelas de aventuras– con cuyos ingresos mantenía su hacienda y la apariencia de alguien adinerado.
El diario de Reck captura la cotidianidad de la Alemania nazi mientras se desarrolla la guerra y, gradualmente, los Aliados van ganando terreno. El escritor no sólo registra las purgas, los asesinatos selectivos, la carestía y la cada vez más ineficiente burocracia gubernamental. Repudia ideológicamente a los nazis por tratarse de advenedizos que se han convertido en los nuevos nobles del país. En la crítica del autor hay mucho elitismo y poca reflexión sobre las condiciones que consolidaron el poder de Hitler. Reck se ensaña con el Führer por sus políticas totalitarias y las pasiones mesiánicas que despierta entre la gente, pero su repulsión proviene en buena parte de la falta de clase. ¿Cómo era posible que alguien ajeno a la antigua aristocracia –que veneraba el autor– despertara tal enajenación en los alemanes?
Friedrich Reck nos regala varias descripciones del líder nazi: “La impresión que me dejó de desenfrenada estupidez –esa estupidez que comparte con su mameluco de cámara Papen, simpleza que confunde la condición de estadista con la estafa en una compra de caballos– no fue la última y la decisiva. Porque cada vez me sorprendía más que, al despedirse, cuando yo le tendía la mano, ese Maquiavelo que predicaba entre salchichas de cerdo y patas de ternera me hiciera la reverencia de un camarero que recibe una mísera propina”. En otros recuerdos el autor se deleita con las humillaciones, el descrédito y, sobre todo, la irrelevancia de Hitler cuando era considerado un tipo excéntrico que lideraba a un grupo extremista. Pero con el tiempo la aristocracia tuvo que pactar con él, exiliarse o sobrevivir pensando que su fama –como en el caso de Reck– sería un seguro contra las purgas cada vez más violentas.
Hay una curiosa similitud en el rechazo al llamado populismo –Reck no usa ese término en el Diario de un desesperado– de los líderes nazis y el rechazo actual al populismo de políticos como Trump, Milei y compañía por parte de los intelectuales (neo)liberales. En ambos casos es evidente la perplejidad ante el surgimiento de líderes y movimientos que quebraron las reglas de la política. Casi siempre responsabilizan a las masas por el apoyo irracional a los que explotan la pobreza, la falta de futuro y la inconformidad por la rampante desigualdad en varias coyunturas históricas. Carecen de una mirada amplia que reflexione sobre cómo el autoritarismo nazi y el actual que se disemina por el mundo –particularmente en Estados Unidos y Europa– no es un elemento extraño a la civilización occidental –idealizada por Reck y la burguesía de ayer y hoy– sino un proceso que sirve para disciplinar a la población en épocas de crisis sistémicas.
Friedrich Reck describió, a veces con crudeza, la disolución del pacto social en Alemania, pero no pudo llegar más allá en sus reflexiones, a pesar de que muchos intelectuales de su tiempo diagnosticaron la alianza entre el poder político, el militarismo y el recién creado fascismo. Eso no impidió que considerara la Segunda Guerra Mundial como una época terminal, una suerte de callejón sin salida para Europa. No alcanzó a vivir la posguerra, tampoco el exterminio nuclear en Hiroshima y Nagasaki, pero algunas de sus entradas suenan inquietantes y cercanas en años marcados por la incertidumbre, la deshumanización, la demolición de las instituciones que habían creado un frágil equilibro en décadas recientes.
El 20 de agosto 1943 escribió: “¿Y se pretende cerrar los ojos ante el hecho de que con esta guerra termina una época en Europa, de que la técnica, dando una última y terrible voltereta, deja tras de sí un espantoso vacío en las almas, y de que el medio que lo ha de llenar será probablemente sumamente antimecánico, antirracional, un sentimiento vital lleno de demonios completamente nuevos? ¿Se quiere negar la evidencia de que no habrá un retorno a la concepción del mundo hasta hace poco vigente, que no hay plan Beveridge ni ocio de fin de semana estandarizado que asegure la pervivencia de unas masas desconcertadas y carentes de rumbo, y que esta vez son los propios jinetes del Apocalipsis los que han ensillado sus secos corceles?”.