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16 de agosto de 2017

La Tempestad

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24/04/2024

Artes visuales

Tercerunquinto: entrevista

Óscar Benassini | miércoles, 15 de marzo de 2017

Compuesto actualmente por los artistas Gabriel Cázares y Rolando Flores (Julio Castro fue el tercer miembro), el colectivo realiza intervenciones en el espacio público y privado, con las que cuestiona los límites entre ambas esferas, rompiendo la constitución de dichos sistemas y desmantelando el orden lógico de sus interrelaciones. Tercerunquinto ha tenido exposiciones individuales en espacios de México, Alemania, Colombia, España, Suiza y Estados Unidos.

Del 7 de febrero al 11 de marzo pasado, en la galería Proyectos Monclova de la Ciudad de México, pudo verse la exposición más reciente del colectivo regiomontano. Doble fondo es, en un sentido, la presentación de un proceso en curso, un ejercicio de conservación de la memoria pública y, por lo tanto, política. Se compone de tres conjuntos que trabajan alrededor del grafiti anónimo: paños usados para remover/borrar las pintas de los muros, montados en las paredes de la galería a la manera de lienzos abstractos; la proyección de cincuenta consignas políticas (textos) despojadas de su contexto urbano; un video de tres canales donde aparece un grafitero encapuchado, colombiano, hablando del significado del grafiti, mientras pinta un blanco sobre blanco “suprematista”. Además, Doble fondo consta de una instalación in situ invisible: como en trabajos previos, Tercerunquinto levantó unos centímetros del piso de la sala principal de Proyectos Monclova para crear un fondo, un vacío imperceptible bajo los pies de los visitantes. En esta charla, Rolando Flores y Gabriel Cázares hablan de los procesos y las intenciones de la exhibición.

Hablemos de la pieza en sitio. Un primer vistazo a los paños coloridos en las paredes y el par de videos dejan una sensación de incompletud en quienes estamos acostumbrados a las estrategias más concretas de Tercerunquinto, que tienen que ver con la negociación y la arquitectura.

ROLANDO FLORES. Algunos nunca asocian la pieza en sitio con las demás obras de la exposición. De hecho, aquélla pudo existir sin éstas. En las visitas guiadas hemos terminado explicando que estamos caminando sobre la obra en sitio. El piso falso cierra una especie círculo gracias a su invisibilidad: al final te incita a darte cuenta de las ideas que construimos con cada parte de la exposición.

GABRIEL CÁZARES. Muchas de las lecturas de los visitantes se sujetan a los argumentos medulares sobre las expresiones de descontento en el espacio público. Intentamos hacer una traducción de los grafitis dentro de la galería, pero pocos la relacionan con la pieza en sitio, que no tiene que ver con las pintas públicas.

¿Las cuatro piezas son independientes? ¿Se complementan? ¿Doble fondo puede funcionar sin la pieza en sitio?

RF. Es una exposición, no una especie de ópera. Las piezas se sostienen solas. Nos hicimos la pregunta: ¿puede cada una existir de manera autónoma? Hicimos el ejercicio de buscar las relaciones inmediatas y los juegos que el conjunto permitía. La exhibición pudo haber sucedido y funcionado sin la obra en sitio, pero reconocemos que buena parte de nuestro trabajo se define a partir de los problemas que generamos en el espacio por medio de esas estrategias: intervenciones escultóricas, arquitectónicas o miméticas que pasan desapercibidas. De hecho nos llevamos una sorpresa con el efecto de los paños con los que retiramos las pintas, fue algo que asumimos como parte del proceso de trabajo: el colorido, las formas florales, son parte del resultado. Un trampantojo extraño.

GC. Cuando ves los fondos de ambos trabajos se genera una lectura más incómoda, menos naíf.

RF. Creo que en nuestra obra hemos discutido bastante que los materiales son apenas indicios, rastros, vestigios, residuos o indicadores de otro trabajo: al ver los paños puedes hacerte la idea de que estuvimos construyendo una exposición alrededor de lo pictórico, pero no: ese efecto es resultado de un proceso que para nosotros es el grueso de la obra. Si se generó un gesto pictórico, fue en realidad procesual.

¿Qué relación tiene Doble fondo con Restauración de una pintura mural (2010), en la que “restauraron” murales callejeros de políticos?

RF. Puede ser un mismo proyecto de restauración o conservación dividido en dos: el que hicimos nosotros en 2010, de manera espontánea, sin rigor técnico o académico o científico, para recuperar estos materiales, y lo que se puede ver en Proyectos Monclova, que hicimos en colaboración con restauradores. Ambas partes tienen que ver con la memoria del espacio público. Es uno de los problemas que hemos perseguido. En el caso de una pinta de campaña política puedes entender los discursos de poder desde una estructura mucho más jerarquizada; en el caso de los grafitis es todo lo contrario: se trata de una figura esquiva, anónima, un tanto poética, pero cargada de la rabia que utiliza el espacio público para consignar el desacuerdo y el malestar.

GC. También se trata de reconocer cierta capacidad literaria a partir de los textos que encuentras en ambas pintas, tanto en las políticas como en los grafitis.

En Doble fondo, al retirar el texto del grafiti y volverlo una forma plástica, ¿pensaron en la posibilidad de estarlo despojando de su fuerza política? ¿Qué sentido tiene transformar una consigna anónima y transportarla al interior de una galería?

RF. El de reconocer que el destino final de ese tipo de consignas es desaparecer, pues están destinadas al olvido.

GC. Tal es la propensión de ese tipo de consignas en el espacio público, tienen una vida designada. La discusión era si efectivamente uno puede armar memorias paralelas de un lugar y esos textos pueden ayudarnos a argumentarlas. Retirarlos es una manera de conservarlos.

RF. Este intento torpe de conservarlas es una postura con respecto a lo que uno hace cuando trata de retener el sentido de la realidad: lo termina transformando y probablemente pierde la legibilidad del original. Es un asunto inherente a la práctica artística cuando trabajas en esta clase de cosas. No es un trabajo documental, en el sentido reporteril, sino la intervención de un concepto de realidad que transforma o desfigura, incluso. Es una especie de autocrítica institucional: por más que lo intentes como artista, por más interés o fascinación que tengas por esa clase de cosas, las modificas, las afectas.

GC. ¿Se puede lograr una traducción de esos eventos, de las pintas callejeras, dentro de una galería? Esa traducción implica la pérdida de legibilidad. ¿Eso qué significa? Porque a fin de cuentas opera dentro del espacio natural del arte. ¿Hay una distinción entre el espacio público, la galería y el museo?

¿Con qué tipo de textos les interesaba trabajar? ¿Con aquellos cargados de fuerza política o con los que tenían energía literaria? Las pintas relacionadas con Ayotzinapa son una cosa; la pieza titulada Venseremos, otra.

RF. Una idea fue guiando el concepto de la exposición, al que llamamos “arqueología de la rabia”. Nos decidimos por los grafitis (nuestro archivo contiene pintas en la Ciudad de México, Monterrey, Medellín, Bogotá y Chilpancingo) que cumplían con tres condiciones: el carácter clandestino e ilegal, la naturaleza anónima y la condición efímera. Pero además queríamos que fueran reconocibles, dada la construcción semántica o gramatical, descargas de rabia contra diversas formas de autoridad política, social, económica o religiosa. Una buena parte de los textos que trabajamos tiene que ver con Ayotzinapa, es muy evidente por el momento en que estamos, aunque no fue una idea predeterminada. Sin embargo, hubo otros que no tenían que ver con un tipo de causa en particular (ni anarquista ni de los 43 ni feminista, agrarista, magisterial o del 68), esos formaban parte de otra categoría por su nivel literario o poético, aunque eso también es político, pero sin causa concreta.

GC. Esos fueron los más difíciles de ubicar. Como Venseremos, que no tenía más de un año cerca de nuestro estudio. Nos preguntamos en qué universo fue escrito eso, bajo qué circunstancias. Pues bajo todas las circunstancias.

¿Creen en la capacidad del grafiti para enfrontar a las personas a cierta realidad social? Digamos como un efecto contrario a la publicidad de los candidatos o los partidos políticos.

RF. No cualquier grafiti. El grafiti de autor, el del tinglado burocrático o el street art, es un grafiti institucionalizado. Ése no.

GC. Creo que sólo aquel en el que se reconoce su naturaleza efímera o temporal tiene el poder de transmitir lo que propones. La idea de monumento, de fijarse en la memoria, implica que luego nadie lo va a ver. No cumplirá su función, todo el mundo comenzará a cagarse en él. A lo mejor es una paradoja que tiene que ver con la relación del monumento con la memoria. Termina volviéndose lo contrario para lo que fue construido o instituido.

¿No es uno de los grandes aciertos de un monumento integrarse al inconsciente colectivo, estar ahí, olvidado pero sin dejar de ser?

GC. Al contrario, porque juega en contra del ejercicio de la memoria. Deja de conmemorar, deja de reunir. Lo transitorio, lo que está amenazado en términos de temporalidad, activa otro tipo de angustia en la memoria.

Pensemos en El caballito de Tolsá. ¿A quién le interesaba su conservación antes de la “desfiguración” de 2013? Era como un árbol, parte del ADN de la ciudad.

RF. A nadie le importa, no tiene ninguna representatividad. Está enraizado en las burocracias especializadas, y se convirtió en un problema político interno. Nadie quería que el problema se resolviera.

GC. Pienso en el “antimonumento” colocado en 2015 sobre Reforma y Bucareli por los padres de los normalistas desaparecidos (un número de metal, rojo, grande). Detrás de eso había una pequeña milpa con 43 plantas de maíz, que me parecen más interesantes si se trata de conmemorar, si se habla de la fragilidad de la vida. Conservar plantas vivas en los términos de nuestro entorno es mucho más cabrón que el número grandote. Dispara otra clase de poéticas de la memoria, más comprometidas.

¿Qué idea tienen de llamados memoriales, las estructuras que recuerdan a los muertos?

RF. Algunos son más cercanos a la idea del monumento, y no ocupan un lugar en la memoria colectiva, si tal es su función.

GC. Tenemos que pensar que estamos hablando de cosas, de eventos que se sitúan en el entramado urbano. No hay manera de que esos monolitos de concreto y acero se conviertan en un punto de referencia, no convocan.

RF. Muchos de esos proyectos nacen totalmente deslegitimados. Como la “Suavicrema”, que terminó siendo el remedo del remedo del remedo.

GC. Pero pensemos en la Plaza de las Tres Culturas, diseñada de tal manera que sigue siendo una caja de resonancia cabrona.

¿Cómo saber si el grafiti o el monumento se integran a la conciencia colectiva, si funcionan como memoria activa?

RF. Eso estamos intentando averiguar, partiendo de la premisa de que los grafitis están destinados al olvido. Dentro de la galería se genera una especie de archivo o memoria de esos eventos anodinos en el espacio público, construimos pequeñas memorias. Por eso cada paño en los muros es un grafiti; no están contaminados, tienen el texto original como título. Son parte de un proceso de conservación más formal, pero también de traducción artística. Es una forma de retención usando metodología arqueológica torpe.

GC. Que espejea muy bien el modo en que recordamos: no con precisión sino a partir de fragmentos. Nosotros lo identificamos mediante la recuperación del color. Existe una traducción en términos de traer conceptos del espacio público al espacio de la galería, que al final es también pública. Lo que depositamos en este lugar son fragmentos que ayudan a recuperar una memoria.

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