05/06/2025
Literatura
La ineptitud de la literatura
A partir de las vicisitudes amorosas de Stendhal, Juan Francisco Herrerías reflexiona sobre la oposición entre literatura y acción
Stendhal retratado por Johan Olaf Sodemark (1840)
Si a Flaubert le gustaba soñar en su ficción con fracasar, anotó Pierre-Louis Rey en su prefacio a La educación sentimental, a Stendhal le gustaba soñar con tener éxito. En efecto, en las novelas de este último hay un encanto por la acción y la velocidad, por las grandes ambiciones y los riesgos asumidos –la esencia de lo novelesco–, que tal vez compensara la vida gris de su autor. En el caso del rarísimo libro Del amor sucede algo en el mismo sentido: disimulado como un tratado científico, Stendhal lo escribió sobre todo para sublimar un fracaso amoroso y, en verdad, para reclamarle el maltrato, casi en cada página, a la dama en cuestión.
La historia es la siguiente: Stendhal, trabajando en Milán como funcionario del Imperio francés, se enamora de Matilde Viscontini, una aristócrata y patriota carbonera. Si bien resulta un torpe seductor, aquélla se conmueve ante sus desatinos y todo parece caminar bien hasta que una de sus amigas, sin motivo aparente, decide calumniar al futuro novelista. Matilde enfría las cosas y parte a un pequeño pueblo por algunas semanas. Stendhal, a quien resulta imposible esperar a su regreso, opta por hacer el mismo viaje para poder espiarla a lo lejos, en las calles, a la salida de la iglesia, etc., y como única precaución para no ser reconocido adquiere ropa nueva y unas gafas de cristal verde a las que, por alguna razón, otorgaba un poder insólito de camuflaje. Apenas entra al pueblo así disfrazado, a la primera persona que se encuentra es a su amada, quien desde luego lo reconoce y toma ofensa: el vínculo se arruina para siempre.
Entre los muchos casos paradójicos de la relación entre la escritura y la vida se halla éste de alguien que es un desastre en el amor y sin embargo cree ser el indicado para escribir un libro de quinientas páginas sobre el tema. Una amiga me vio leyendo el tomito, con ese título tan cursi, y se burló de mí implacablemente. Tras un par de bromas, entendí que el centro de su crítica era que al leer ese libro pretendiera volverme un experto en el amor. Ciertamente mi lectura iba por un lado distinto, y esto quizá da alguna pista sobre la sustancia de la literatura. Una de sus propiedades específicas, frente a la ciencia y la filosofía, es que es un discurso que nos permite hablar del mundo sin tener la pretensión de explicarlo. Y, sin embargo, a veces algo ocurre.
Para concluir su devastadora crítica, al final del primer tomo de El segundo sexo, de las representaciones mistificantes de la mujer en la obra de ciertos escritores, Simone de Beauvoir eligió un ensayo sobre Stendhal. Cuando entendí cómo iba el asunto me esperaba lo peor, pero Beauvoir lo utiliza justamente para hacer un elogio: en vez de un “eterno femenino”, en vez de un ideal o un arquetipo, Stendhal muestra mujeres de carne y hueso, libres, heroicas, apasionadas y con destinos propios. No obstante, interactuaba con las mujeres de su vida desde la ensoñación, ¿cómo llegó a esas “mujeres reales” a través de la fantasía del enamorado?
En el último capítulo de Del amor se juega toda la cuestión. Se trata de una comparación entre Don Juan y Werther. Muchos preferirían ser el primero porque seduce, es hábil, se llena de experiencias reales, tiene éxito, pero Stendhal advierte que tras sus conquistas se queda con las manos vacías, destruye a las personas que toca, su vida se vuelve una guerra constante y sin tregua, es un junkie al que nada satisface. El amor a la Werther, por el contrario, si bien fracasa, si bien tiene que admirar desde la distancia, “abre el alma a todas las artes, a todas las impresiones dulces, al gozo de lo bello, bajo cualquier forma que se presente”. Stendhal no dice cuál de los dos es más moral o más justo, compara la cuota de placer de cada uno. Don Juan, en una relación más directa con el gozo, lo pierde. Werther, en una relación compleja, rocosa, “lo centuplica”.
Hablamos del amor, pero todo esto pertenece en realidad al tema más grande de la oposición entre la literatura y la acción. Tal vez la precondición de lo literario sea la renuncia a actuar en el mundo. Casanova sólo escribe sus memorias ya que es muy viejo para seducir, Maquiavelo escribe El príncipe sólo cuando lo echan del gobierno de Florencia. Es paradigmático el conflicto interior de Rodolfo Walsh, cómo su compromiso político, su necesidad de tener efectos, volvió tan tortuosa su relación con la literatura, a la que en otros momentos definía como lo que más amaba en la vida. Ya Oscar Wilde en El crítico como artista hacía una apología del soñador como quien disfruta más del mundo y del arte, quien no hace nada, quien reposa como un gato: la acción es imperfecta e insatisfactoria, sólo la contemplación es libre y plena.
Simone Weil haría quizás una pequeña corrección, pero realmente fundamental. “El poeta produce belleza por la atención fija sobre lo real”, afirmó la filósofa francesa, quien como Walsh tuvo una vida interior asediada por las exigencias de un verdadero compromiso político. Quien escribe, entonces, no como alguien hechizado por sus propias ensoñaciones, como Wilde y Stendhal parecen sugerir en diversas partes, sino como alguien que pone una atención aguda en lo real e incluso se subsume en él. No siempre es fácil saber, cuando Stendhal menciona la contemplación, qué tanto hay allí de atención al mundo y qué tanto de fantasía autocomplaciente –que era justo lo que Weil despreciaba con celo.
Con todo, tal vez estén de acuerdo por momentos. En una nota de su diario, ya al final de toda la amarga experiencia con Matilde, Stendhal parece haber aprendido una lección y aceptar un límite: “La imaginación necesita saberse los derechos de hierro de la realidad”. Weil, por su parte, escribió que ver es un acto más amoroso que comer, la contemplación de Werther por encima del consumo de Don Juan. Si Beauvoir tiene razón y Stendhal captó algo de lo real en sus personajes femeninos, tal vez esto sucedió del mismo modo que en una de las escenas más queridas de La cartuja de Parma: en la batalla de Waterloo, más que los generales que la planeaban, más que los soldados de a pie que la combatían, quizá fue Fabrizio del Dongo, perdido, confundido, absolutamente inepto, el único que la vio como lo que realmente era.