16 de agosto de 2017

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27/04/2024

Música

Un juego sin competencia

La muerte de Shigeichi Negishi, creador de la Sparko Box, lleva a Atahualpa Espinosa a reflexionar sobre las implicaciones del karaoke

Atahualpa Espinosa | jueves, 28 de marzo de 2024

Fotograma de ‘Perdidos en Tokio’ (2003), de Sofia Coppola

Luego de estas décadas, ¿sabemos qué es el karaoke? Una de las formas de entretenimiento contemporáneas mejor conocidas no tiene una sola caracterización: puede ser un formato, un dispositivo o una combinación de ellos. Un instrumento de tortura, para una amplia franja de la población. O un experimento que se realiza una y otra vez, en torno a las posibilidades de socialización que abre la música popular. También es un juego en el que los implementos técnicos pueden variar y en el que las reglas no están para nada estandarizadas.

El desarrollo del karaoke ha implicado desviaciones y progresiones en varios momentos, hasta que ya resulta difícil contar todas sus variantes en una sola historia. De cualquier forma, todavía puede ubicarse como un conjunto de prácticas relacionadas entre sí. Si la consideramos una manera informal de cantar sobre la parte instrumental de una canción puede estar demasiado diseminada y sus bordes resultan muy difusos. Pero es fácil ubicar el desarrollo técnico que dio origen a sus formas actuales.

El pasado 26 de enero falleció, a los cien años de edad, Shigeichi Negishi, creador de la Sparko Box, aparato que, según una opinión casi consensual acerca del asunto, fue la primera versión del karaoke, en 1967. La noticia fue dada a conocer apenas el 14 de marzo y dio pie a una revisión del inventor y de su invento, así como de su polarizante legado. Uno de los hechos que resaltan sus biógrafos es que, aunque se trataba de un hombre de negocios (dedicado a la fabricación e instalación de estéreos para automóviles), no diseñó su prototipo con fines comerciales. Su idea inicial partió de las burlas que le hizo un compañero de trabajo por su ineptitud para cantar. La Sparko Box fue, desde el inicio, una respuesta humorística a este reto, un dispositivo social que luego encontró canales comerciales, en vez de lo inverso, que suele ser mucho más frecuente. “Sobre todo, quería divertirme”, dijo su creador en una de las últimas entrevistas que dio.

Además de Negishi pueden contarse al menos dos personas que diseñaron, de forma independiente, prototipos para la interpretación de canciones a la manera del karaoke: Toshiharu Yamashita, en 1970, y Daisuke Inoue, en 1971. Ninguno de ellos, como tampoco Negishi, patentó el invento. La propiedad intelectual del único dispositivo relacionado con el karaoke perteneció a Roberto del Rosario, un filipino que desarrolló el suyo (con el nombre Sing Along System) a partir de una de las incontables versiones que han añadido algo o modificado los modelos y esquemas anteriores, todos surgidos en Japón.

La fortuna que acumuló Del Rosario (fallecido en 2003) no le extrañará a nadie que tenga una familiaridad, incluso remota, con lo que mueve este negocio desde hace varias décadas. Se especula que el mercado mundial del karaoke es de más de 10 mil millones de dólares. El legado social, por otra parte, es más difícil de estimar o de resumirse en cifras, sobre todo tomando en cuenta la ambivalencia que despierta. Se asume que este pasatiempo se practica para tomar momentáneamente el lugar de una estrella pop, un momento en que personas “de a pie” pueden investirse del carisma de quienes admiran. Aunque puede argumentarse que también implica abrir voluntariamente varios flancos vulnerables: incluso quienes tienen mayor destreza técnica deben enfrentarse a la distancia que les separa de la estrella a la que intentan representar, ya sea en el físico o en la presencia escénica.

Como en la ficción, se debe poner en suspenso el escepticismo; a diferencia de ella, abrir la puerta al ridículo no es una posibilidad sino algo que se da por sentado. Si lo tomamos como un juego, tiene la particularidad de que no tiene como fin separar a ganadores de perdedores, al menos no con términos claros. Una interpretación técnicamente bien lograda puede considerarse un éxito social en la misma medida que una desafinada y fársica. La distancia que hay entre la persona que toma su turno en el escenario y la estrella a la que emula es parte del juego y contribuye a uno de sus rasgos principales: la caricaturización de la estrella y de la misma persona que interpreta.

El karaoke ha despertado animadversión en cada momento de su historia. Aun cuando se trata de un evento plenamente cotidiano, hay pocas personas a quienes les resulte indiferente. A sus detractores les parece un pasatiempo insoportablemente banal, kitsch y ridículo. Sus practicantes lo disfrutan por las mismas razones. Para muchas otras personas el asco y el disfrute se sobreponen mientras suceden las interpretaciones, ya sea arriba del escenario o como parte del público.

A partir de 2007 en Filipinas comenzó una serie de incidentes que llegó a ser conocida como “Los asesinatos de ‘My way’”: gente que era atacada mientras cantaba esa canción en bares de karaoke. Se calcula que, entre ese año y 2012, hubo alrededor de diez casos sin ninguna relación entre sí más allá de los factores enlistados. En cierto punto de la década anterior comenzaron a suprimirla de las listas de reproducción en bares de Manila y otras ciudades. No queda claro si detrás de todos los incidentes hubo la misma motivación, aunque varios comentaristas apuntaron a la fricción entre la etiqueta de los bares en Asia sudoriental y las líneas que popularizó Sinatra, llenas de arrogancia machista.

En su momento embrionario, cuando empezaba a difundirse el uso de la Sparko Box de Negishi, la controversia se daba en otro terreno: una parte del gremio de músicos japoneses se opuso tanto a este dispositivo como al prototipo creado por Daisuke Inoue. Su preocupación era que podían quedarse sin trabajo, al encontrar que nadie necesitaría contratar sus servicios si cualquiera (asistentes a una fiesta o a un establecimiento) podía tomar su lugar de forma gratuita. Como apuntó hace poco el historiador de la música Matt Alt, esta inquietud, aunque puede aparecer como risible desde nuestra perspectiva (con la ventaja del paso del tiempo), refleja a la perfección los miedos actuales por la posible suplantación de los intérpretes profesionales por medio de herramientas de inteligencia artificial.

Otro de los grandes puntos de inflexión que modificaron la forma en que se produce, distribuye y escucha la música puede echar algo de luz: el lento tránsito de una industria musical centrada en las ventas en soporte físico hacia una cuyo mayor volumen de operaciones es la escucha en línea. El miedo que buscaron sembrar los sellos discográficos por el supuesto colapso económico que se avecinaba y los ajustes que disiparon esos miedos (la legitimación de Spotify como una de las subtramas principales) tuvieron como hilo conductor la noción de propiedad aplicada a las obras musicales. Se trataba de no dejar ir el negocio como columna principal de esta actividad, ignorando las posibilidades creativas que se abrían.

Esta transición se asemeja a lo que despierta la proliferación de las IA en música, así como a la Sparko Box y su nieto, el karaoke contemporáneo: la principal fuente del miedo que despiertan es la amenaza a su uso como mercancía y las ganancias que pueden obtenerse (miedos que, a la vuelta de las décadas, suelen resultar infundados). Los intercambios y los desarrollos a los que pueden dar paso (e incluso, otros peligros potenciales, que podrían ser más serios que las amenazas a la propiedad) se dejan en segundo plano. Como si con ello hubieran dejado un mensaje, voluntario o involuntario, hace seis décadas, los múltiples abuelos del karaoke decidieron no registrar su invento: lo que perseguían no se encontraba en el reino de lo económico sino en el de lo sensible.

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