16 de agosto de 2017

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12/05/2024

Música

¿Hay vida fuera de los festivales musicales?

La aglutinación de artistas y actividades en estos eventos es ya el estándar de la industria, pero ¿cobijan los mejores conciertos?

Atahualpa Espinosa | jueves, 10 de noviembre de 2022

Fotografía de Edwin Andrade en Unsplash

Después de un ayuno forzado, los conciertos comenzaron a regresar, tímidamente, a lo largo de 2021. Para quienes gravitamos hacia la música en vivo como entorno de encuentro, contemplación o lo que se quiera, esta buena noticia vino con su cuota de ambivalencia: el efecto de la pandemia en la inflación cayó sobre el precio de los boletos de forma drástica. En especial, el costo de acceso a los festivales comerciales se ha disparado. En el caso de los mayores, el programa completo tiene un costo que es comparable a lo que muchos de los asistentes pagan de renta cada mes.

Si se toman en cuenta costos agregados, como el del traslado (el regreso, en especial, a altas horas de la noche), alimentos y bebidas, que suelen duplicar el de sus equivalentes en establecimientos fuera del festival, puede surgir la duda de qué atrae tanto a su público, al grado de soportar kilómetros de caminatas bajo el sol, aglomeraciones, una metralla de publicidad de marcas y baños de pesadilla. Hay, sin duda, muchas posibles respuestas, tantas como relatos individuales acerca de lo que representa cada nombre del cartel, a un nivel personal. Está la experiencia de lo comunal: tal vez nada como la música puede tender un lazo tan nítido entre personas que no se conocen.

Utilizo la palabra “experiencia” con toda la cautela del caso. Como tantas empresas contemporáneas, las que se encuentran tras los festivales apuntan a vender algo que se pretende fuera de los términos convencionales de bienes y servicios, una serie de fenómenos subjetivos que agrupan bajo ese término. En la jerga corporativa la “experiencia” pertenece a la esfera de lo espiritual o lo esotérico, una especie de pátina que acerca a la persona a su estado ideal. 

festivales

Fotografía de Vishnu R Nair en Unsplash

El incentivo, entonces, puede ser también negativo: perder la ocasión de presenciar cómo algunas de las canciones con mayor significado íntimo cobran vida. Esto, en la época de las plataformas de streaming y su repetición mecánica, representa algo parecido a darle tres dimensiones a la escucha. Una salida a lo que Jacques Attali llamaba la era de la mecanización en la música (la pieza musical como recurrencia de su forma grabada, en varios sentidos su muerte). Otro incentivo es evitar la posibilidad que estar fuera del acontecimiento que da sentido de pertenencia a personas con las que se comparten gustos, entorno social o estrato económico.

El miedo a la exclusión o a la ausencia (el FOMO, diría alguien) es uno de los alicientes más poderosos detrás del consumo, para nadie es un secreto.

Este último aspecto es central. El miedo a la exclusión o a la ausencia (el FOMO, diría alguien) es uno de los alicientes más poderosos detrás del consumo, para nadie es un secreto. En el ámbito de los festivales musicales opera a una escala tal que algunos de ellos comienzan a vender sus entradas incluso antes de que se haya anunciado un solo nombre del cartel. Se paga a ciegas ese derecho a la pertenencia, a un precio que, ya se apuntaba, no es cualquiera: como muchas otras industrias de esa escala, el costo de estos productos (el boleto, el derecho de admisión) se calcula a partir de cálculos mercantiles para fijar, sin contemplaciones, el máximo común denominador que sus clientes están dispuestos a pagar. 

Lo último, en lo que se refiere a la admisión general. Como no podía ser de otra forma, algunos de estos festivales han creado sus zonas exclusivas, en sitios más cercanos al escenario, con acceso a mejores baños, amplios y sin las inconveniencias de rozarse con gente extraña. Entre sus servicios se incluyen asistentes (o sirvientes temporales) cuyas funciones no se establecen del todo, tal vez intencionadamente. Antes de estas zonas los asistentes se encontraban a ras de suelo, mezclados en una aparente suspensión provisional de las diferencias. La jugada consistió en replicar las inequidades del mundo exterior al festival, con el fin de que aquellas personas con más dinero en su cuenta puedan ver esa distancia económica, la exclusión que su poder crea, reflejada de manera efectiva dentro de las fronteras del evento. Aunque los conciertos que escuchen sean idénticos a los que escucha el resto, esto implica que las diferencias creadas se refieren a aspectos por entero extramusicales en un evento dedicado, supuestamente, a la música. Cierto festival, que sucede alrededor de los días en que esto se publica, vende la “experiencia” de estas zonas exclusivas a un precio de 40 mil pesos por persona. 

Economías del afecto

Otra posible razón para varias de las personas que asisten se encuentra, más que en la cercanía, en cierta forma de retribución para las y los músicos con quienes se sienten en deuda, por lo que les han entregado en la forma de sus canciones. Fuera de estos foros suele haber pocas vías para manifestarles el afecto y agradecimiento que sienten. Ahí el agradecimiento puede expresarse de cuerpo presente, con tantos aplausos o gritos de furor como se desee. El precio de admisión además, puede pensarse, funciona como una compensación económica para artistas que, a partir de las últimas décadas, han perdido vías de ingreso y para quienes la pandemia representó la supresión del encuentro presencial con su público. Todo bien, salvo que los ingresos generados por los festivales no llegan a las manos de quienes quisiéramos, salvo unas briznas.

Luego de que las ventas de música en formatos físicos tuvieron el conocido declive durante los primeros años de este siglo, los conciertos se volvieron la principal fuente de ingreso para músicos. Al menos es lo que dice el guion recurrente sobre el tema. Es cierto, hasta hace unos (pocos) años lo que cobraban por presentarse en vivo era una parte de los ingresos totales de ese negocio que era proporcionalmente mucho mayor que aquella que les tocaba por ventas de álbumes. Hoy, la primera parte de la ecuación no ha cambiado mucho. Sabemos que, salvo por un puñado de nombres, los más grandes del mercado, lo que ganan los músicos por las reproducciones de sus obras en las plataformas dominantes de escucha en línea rara vez queda por encima de lo despreciable. El esquema de negocios en los conciertos, más acentuadamente en los festivales, se ha mimetizado con el del streaming: los más conocidos pueden cotizar su pago cifras de seis e incluso siete dígitos (en dólares), mientras que quienes aparecen en tipografía más pequeña en el cartel tienen honorarios que son cientos de veces menores y con frecuencia, incluso, no reciben pago monetario, sino que se les “compensa” con entradas al festival para regalarlas entre sus círculos, productos de los patrocinadores o el mero escaparate como posibilidad para obtener un mayor reconocimiento. Son, digamos, los prestadores de servicio social de estos eventos.

Sabemos que, salvo por un puñado de nombres, lo que ganan los músicos por las reproducciones de sus obras en las plataformas dominantes de escucha en línea rara vez queda por encima de lo despreciable.

Es un modelo de negocios que acelera los ingresos de los músicos mejor pagados y que mantiene en la precariedad a los que ganan menos. Tan parecido a tantos otros entornos. Como se ve, no se les paga en relación con la obra creada o el trabajo sobre el escenario, sino que se les cotiza a la manera de productos: a los más lucrativos les corresponden mayores desembolsos (mayores inversiones que se recuperan en ventas de entradas). De hecho, incluso los que más reciben suelen aceptar cantidades mucho menores al presentarse en festivales que en conciertos individuales. Se dice que nadie quiere quedar fuera de este circuito, lo que puede estar fundado en estudios de mercado según los cuales la presencia en estos foros puede capitalizarse por otras vías. O tal vez, en parte, al igual que su público, temen la irrelevancia que podría acarrear la exclusión. 

Y una mayor parte del público, de la misma forma, suele preferir los festivales a los conciertos de un solo acto. Naturalmente, la regla es que en los primeros haya una larga lista de conciertos sucediéndose y no es raro que haya tres o cuatro de forma simultánea. Los carteles buscan abarcar géneros cada vez más diversos en un solo evento, con lo que esperan recibir una multitud más numerosa en cada edición (así como ofrecer una plataforma más amplia para las marcas de sus patrocinadores). La selección de nombres que figuran en ellos, aunque se pretende trabajo de curaduría, es muchas veces el resultado de un procedimiento mucho más pedestre: una combinación de factores estrictamente prácticos (cuáles bandas se encuentran de gira en zonas geográficas cercanas durante las fechas del festival, por ejemplo) y una revisión de las escuchas que cada artista tiene en las plataformas más usadas. Encuentran su lugar quienes tienen más reproducciones en estas plataformas dentro de cada género y estilo o, de manera más funcional, dentro de cada sector de consumo, en la zona en que se realizará el festival.

Los espacios de lo heterogéneo

Ante la mercantilización agresiva, la falta de sensibilidad (estética o de la que se prefiera), el desdén hacia el público y la codicia a cuenta suya y de los músicos, ¿cuáles son las alternativas? De inicio, lo que describí en las líneas anteriores no es aplicable a todos los festivales comerciales. De entre los mayores hay uno (especializado en música electrónica), acaso dos (el otro se encuentra en suspensión), que se encuentran fuera de ese cuadro, en los que se nota una mano curatorial. Más importante, hay una cartelera amplia de conciertos de bajo costo o gratuitos, muchos de ellos subvencionados, que abarca todo el año. En ellos, encuentran sitio géneros de lo más diverso, desde lo experimental hasta numerosos estilos de música popular, pasando por la clásica o el jazz.

Hablo en parte de la Ciudad de México, pero esto es extensivo a varias ciudades más. Se entiende que, en términos de calidad, no podrían hacerse comparaciones incontestables, sobre todo hablando de géneros tan distintos, pero podría argumentarse de forma muy convincente que en las opciones fuera del circuito comercial mayoritario llegan a suceder conciertos mejores que en los festivales. Lo innegable, al menos, es que hay mayor diversidad estilística: lo que se encuentra en la cima de las listas de popularidad y que reporta mayores ganancias suele ser más homogéneo. ¿Qué está implicado, entonces, para quienes consideran el acontecimiento de los festivales comerciales como central e insustituible? Es decir, quienes no encuentran igual de satisfactorias las alternativas.

Podría argumentarse de forma muy convincente que en las opciones fuera del circuito comercial mayoritario llegan a suceder conciertos mejores que en los festivales. Lo innegable, al menos, es que hay mayor diversidad estilística.

Para aclararlo, en ocasiones he llegado a formar parte del público de los grandes festivales, aunque esto no ha ocurrido desde hace unos años. Parte de lo que buscaba (además, claro, de las bandas y artistas programados) y en cierta medida encontraba era el  clima de carnaval, un entorno de excepción en el que miles de personas se encuentran juntas para algo que no requiere un esfuerzo productivo ni disciplina estricta. Las razones por las que decidí dejar de asistir puede que no vengan mucho al caso, salvo la económica. Desde el regreso del confinamiento, ante la escalada del costo de admisión no sólo a los festivales, sino a todos los conciertos comerciales, preferí atenerme a las opciones económicas o gratuitas (de hecho, como ejercicio, fijé en cien pesos el tope de lo que estaría dispuesto a pagar, salvo que me encontrara algo lo bastante tentador como para flexibilizarme).

Desde entonces, aunque no he sido un asistente asiduo, he tenido la oportunidad de presenciar al menos dos conciertos que guardaré en la memoria (por las mejores razones): uno de Moor Mother y una ópera escrita por Xenakis. No tengo por qué estimar en términos monetarios cuánto me gustaron (la cantidad máxima que habría pagado por ellos, si fueron mejores o peores que los últimos dos por los que pagué precios fijados por el mercado, etc.). Sólo tengo por cierto que me retribuyeron más de lo esperado y, por cierto, mucho más de lo que pagué (que, en uno de los casos, fue cero pesos). Sobre todo me han evitado extrañar los conciertos que suceden en el otro circuito.

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