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Historia

El atroz espectáculo de la paciencia

Luis Arce cavila sobre la obra de Rafael Sánchez Ferlosio, un referente de la literatura en castellano escrita sin concesiones

Luis Arce | jueves, 27 de septiembre de 2018

Casi todos sus textos inician con una oración larga. Cuatro, tres líneas agolpadas que, pese a su longitud, no dan muestra de fatiga o rebuscamiento; todo lo contrario, son ricas gramatical y sintácticamente, colmadas de observaciones cuidadosas y desinteresadas. A un lector autocomplaciente la escritura de Rafael Sánchez Ferlosio puede parecerle de una pretensión irritante.

Tras su conversión en agente cultural, luego de la publicación de la novela El Jarama (1955), Ferlosio escapó de la tiranía del escritor profesional, figura que le parecía aberrante. El español se resguardó en la academia, dedicado de lleno a sus estudios de gramática. Hizo de sí mismo una especie de peregrino separado del ajetreo que supone formar parte de una burbuja cultural. No se quedó callado, sólo permaneció distante, mirando con cautela a una España encanecida y arrugada.

Quizá fue esta reclusión, esta desobediencia de la dictadura del lenguaje culto, la que le hizo mirar a la escritura como el único bastión posible de una resistencia que, se sabe, nada puede ganar. Pero que aspira, casi con tristeza, casi con desaliento, a dejar huella de una conciencia alegre ante las palabras, siempre dispuesta a mostrar un modo distinto de revelar las relaciones entre ellas.

Conviene hablar de su inteligencia, de su inagotable capacidad para retorcer la frase, de su inventario de artefactos gramaticales, una especie de compendio de observaciones sobre el lenguaje. Ferlosio cultivó este arte como pocos, lo que se refleja en Páginas escogidas (2017) y Campo de retamas (2015), ediciones que en unos años lo han colocado como un referente de la literatura escrita sin concesiones, la literatura que, acaso por guardar distancia de nuestro comportamiento, es la que mejor nos conoce.

Como buen observador, aprendió a mirar las cosas y las palabras en su particularidad, sin confundirlas, a contraluz de la cosa en sí. Si Ferlosio escoge una palabra es por sus particularidades, la escoge, me atrevo a pensar, por descarte de otras. Como si cada una fuese seleccionada de entre un cúmulo de palabras más familiares, más cotidianas, más de oído, pero indiscutiblemente menos precisas que la elegida. Más que predilección, es un acto de profundo entendimiento y atención a las comisuras del léxico.

En “Lenguajes”, uno de los textos que más claridad aportan al entendimiento de su obra (donde dice obra debe decir postura), el autor escribe: “En México no se le podía preguntar llanamente a una persona: ‘¿Qué tal está su madre?’, sino que había que organizarle a la pregunta este envoltorio de pastelería: ‘¿Y cómo dice que le va a la mamasita de usté?’”. Probablemente hay miles de formas, construcciones y sintagmas que hacen lo que “envoltorio de pastelería”, pero ninguno se aproxima a la sutil ironía, a lo empalagoso y preciso de su elección.

En ese mismo texto Ferlosio atina al señalar que esto no puede considerarse “lenguaje políticamente correcto” sino “socialmente correcto” o, más bien, “políticamente corregido”, ya que el primero responde a un puro invento intelectual, a elucubraciones tan gratuitas como artificiosas. En suma, no existe, ya que para él –a manera de un chiste, de Troya apalabrada– nada político puede ser correcto.

No estamos hablando de un lenguaje forjado por la disciplina –aunque hay algo de eso– sino de un rechazo a la simplicidad, una negación, a la vez cuestionamiento, de lo masticado, lo prefabricado. Una postura contra todo aquello que venga en paquete abrefácil. Ferlosio no escribe para alejarse del lenguaje empleado por la gran mayoría de los escritores. No le interesa desmarcarse, aunque sin duda ha renunciado a las preocupaciones que supone hacer literatura. El río del lenguaje lo desborda. La luz de una palabra cualquiera encandila su genio. Torcer la gramática es una obsesión que lo excede y lo guía. Le interesa provocar, mediante el gesto de la frase hiperpensada, un cortocircuito en su lector.

Pocos ejemplos, pero significativos: la “recalentada pretensión del predicado”; una invitación a “suspender el pensamiento cuadriculado”; evitar ciertas palabras “a fin de que el paisaje no lo hiciese más la propia palabra que la cosa”; “una presunta mente infantil imaginada por el mundo adulto a la medida de su cobardía” o una fábula que es para él “the most wonderful tale I ever heard” –así, en inglés, porque ninguna frase en español habría alcanzado para cubrir una declaración tan enfáticamente subjetiva–, son algunas de las ideas desplegadas a los largo de estos dos libros que manifiestan, ante todo, un sólido compromiso con sus estudios. Y, sobre todo, con su incuestionable, radical y perenne persistencia.

Y es que Ferlosio emplea métodos profundamente herméticos para hacer una tarea profundamente humana: fabrica una pequeña casa a cada idea que entrega al lector. Está más cerca de un carpintero que de un escritor como Javier Marías; ataca las palabras con la virtud de un trabajador que observa a detalle su material y busca las piezas adecuadas para el funcionamiento de la estructura.

Aún así, no se tiene a sí mismo por profesional de nada. Idea que está a medio camino entre lo incoherente y lo imaginario, pero que, bien ejecutada, deslinda al autor de cualquier responsabilidad con cualquier institución o artefacto que no sea el lenguaje. Esto le ofrece mayor libertad para escribir y publicar lo que le viene en gana. Campo de retamas  y Páginas escogidas no están pensados como libros, son cuadernos de escritura. Apuntes dispersos que resulta difícil estructurar a no ser por el método levreriano, que consiste en admitir que una novela –un libro– es todo aquello que quepa entre tapa y contratapa.

Los dos volúmenes están armados de forma similar. Campo de retamas está dividido en cuatro secciones. En la primera se recogen pecios (palabra con la cual Ferlosio define sus escritos dispersos y que refiere a los pedazos de una nave que ha naufragado) inéditos y dispersos en la prensa. La segunda consta de La hija de la guerra y la madre de la patria, su recopilación de ensayos publicada en 2002. La tercera sección reúne y repite Vendrán más años malos y nos harán más ciegos (1993). La cuarta está compuesta por unas cuantas cartas dirigidas al director de El País.

Páginas escogidas, editado dos años después, se encarga de recabar artículos, ensayos a marchas forzadas y apuntes unidos más que nada por el carácter del estilo con el que están escritos. La lógica de acomodo de los textos corresponde a la lógica del catálogo: se da una muestra de varias facetas del autor, los textos discurren más bien como pistas de una investigación a la que resulta difícil seguir, pero sobre la cual conviene tener algunos indicios.

Si bien la lectura de Ferlosio está atravesada por un dejo de impenetrabilidad y, como señala Ignacio Echeverría en el prólogo a Páginas escogidas, “la propensión a confundir la complejidad con la oscuridad”, estas reediciones pretenden, justamente, romper con el paradigma de lo hermético y lo laberíntico para dar paso a una lectura que supone, hoy, un acto extraño pero necesario: el atroz espectáculo de la paciencia.

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