16 de agosto de 2017

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15/04/2024

Artes escénicas

A vuelapolvo

Rubén Ortiz, del colectivo escénico La Comuna, sobre la importancia de los cuerpos en tiempos de crisis, luego del sismo del 19-S

Rubén Ortiz | viernes, 29 de septiembre de 2017

© H24

Compañeros poetas, tomando en cuenta los últimos sucesos, me toca dudar. Nada: el nogal da nueces aunque la gente sea alérgica. Y me acuerdo. Treinta y dos años. Me acuerdo de una ciudad mucho más devastada, del olor a muerte, del polvo que no dejó de caer durante semanas. Y me acuerdo de montones de jóvenes yendo y viniendo. Dinamismo, fuerza, empuje, sacrificio, heroísmo. ¿Dónde está mi generación? ¿En qué oficina? ¿Dueños de qué empresa? ¿Jubilados de qué sueños frustrados?

Claro, se dirá, pero ¿y la sociedad civil y todo aquello que Monsi dijo tan bonito? Bueno, me acuerdo de septiembre del 88, y todos nosotros: “¡Cárdenas, Cárdenas!”, en el Grito de Coyoacán, esperando el momento de salir corriendo cuando soltaran a los policías. Gritamos, pusimos el cuerpo, pero no detuvimos el fraude. ¿Detuvimos el neoliberalismo?, ¿la gentrificación?

¿Fracasamos por no tener redes sociales? ¿Por carecer de “conciencia de lo político” del acontecimiento? ¿Por una falta –lacaniana, cristiana, agambeniana– que ahora sí, al fin, hemos de sanar? ¿Por tener o no tener qué, que tampoco tuvieron los chicos en el 68? ¿Nos creímos más heroicos que ellos?

Quiero decir que nuestras narrativas son curiosas, porque actúan de manera inconsciente y señalan los lugares de trabajo (político). Y hay tres que me preocupan: una, la narrativa heroica. Poner el cuerpo en peligro para salvar vidas requiere de un arrojo extraordinario y de una empatía sin par. ¿Qué régimen de palabras, de conceptos, que muevan a ese arrojo y esa empatía podemos encontrar en aras de hallar las nuevas rutas políticas? Porque el melodrama es un círculo de impotencia, es un giro sobre pasiones tristes que consuma todo en la victoria del bien sin mostrar –como quería Brecht– las costuras de la historia. La tragedia, en cambio, es otra cosa. La tragedia no es la historia del héroe, es la historia de la comunidad ante la grieta abierta, es recordarnos que el orden actual es una mera convención que se puede cambiar por otra. Es Antígona, una chica que hace lo que cree que es justo y cuya importancia crece sólo en la medida en que desnuda las trampas de la fe. Pero nada más. Y nada menos. Que hubiera más gente siguiendo la telenovela de la niña que nunca existió que gente ayudando, tendría que hacernos pensar algo.

Segundo, unido a esto está nuestra naturaleza guadalupana. ¿Cuánta culpa no ha corrido por nuestros canales de comunicación?, ¿por nuestras iniciativas? ¿Cuántas historias no están centradas en el sacrificio? En los meros días de la emergencia, nos cuenta el compañero Marco Norzagaray, la Compañía Nacional de Teatro insistió en continuar en sus ensayos rumbo al reestreno de (oh ironía) El círculo de cal, de Brecht. Esto a pesar de que algunos integrantes estuvieran en situaciones difíciles u otros quisieran optar por la ayuda en los sitios siniestrados. Sacrificio, misticismo: dos pilares del teatro oficial mexicano.

Es difícil, de nuevo, no contrastar este imaginario con el que la izquierda ha trabajado durante cincuenta años: el bono del 68 no consistió en la organización, en las brigadas, en la toma de la palabra, en la ocupación de los espacios. No, los próceres de la resistencia se enfocaron en mitologizar “la masacre de Tlatelolco”. Las marchas anuales, pues, reproducen un arte funerario que lleva a las nuevas generaciones a la inmolación por encima de la táctica, al arrojo por encima de la cartografía del presente, a la consigna por encima de la vinculación de esfuerzos. Peligros todos que nos aguardan en el umbral de la llamada, ya, “reconstrucción”. Reconstruir ¿qué? ¿La “gloria de México-Tenochtitlan”? Esa gloria se llama el Segundo Piso de López Obrador, la Línea 12 de Ebrard, el Metrobús de Reforma del protofascista Mancera. Y se llama siempre, siempre, desde que entubaron los ríos, especulación inmobiliaria.

Tercero, el año anterior llevamos la Clínica Revolucionaria a diversas escuelas del Valle de México. En una carpa rojiblanca se medía la “sangre revolucionaria” de la juventud, por medio de encuestas y pruebas sensoriales; un pretexto para platicar acerca de las memorias de organización. Nos interesaba preguntarnos, también, cómo asimilaban los estudiantes la narrativa de que en ellos estaba la fuerza del cambio. Y la carga resulta demasiado pesada. Injusta. Y a la vez, resultado de una pereza sin par. Sin restar un ápice a la valentía de quienes ponen el cuerpo: en este barco vamos todos. Y ése es el enigma.

Nada es más nocivo que privilegiar al protagonista por encima del coro. No se puede olvidar la lección que dejó la marcha dos días antes del temblor: la violencia que implica invisibilizar los cuerpos de las mujeres, meterlos en un taxi, meterlos en una maleta, meterlos en una fábrica de textiles. Todos los cuerpos son valiosos. O, también, como escribió mi compañera, Lila Guerrero, en Facebook, ¿qué pasaría en la ciudad si todas la madres que se quedaron (por elección propia, por atavismos, por las razones que sean) cuidando a la familia también hubieran salido a las calles a “ayudar”? ¿Acaso allí no hay cuerpos en emergencia, “tomando el liderazgo”?

Lo más brillante de lo sucedido en estos días no está en el heroísmo, el sacrificio o el nuevo liderazgo: está en que cada quien ha aportado según sus capacidades e, incluso, ha logrado incrementar su potencia, la de su cuerpo y el cuerpo colectivo. Pero esto no ha ocurrido con una capa o una máscara de luchador. Ha ocurrido con el cuerpo de todos los días que ha hallado espacios para articularse, para con/vivir, para aprender.

Raúl Zibechi ha dicho que los movimientos sociales latinoamericanos han fructificado a partir de los saberes que la comunidad ya está accionando, sólo que los ha vuelto más flexibles y listos para cada momento. El Comité Invisible llamaría a esto destitución: recuperar las capacidades de los cuerpos, de la comuna, aparentemente cedidas en un contrato social nunca firmado. Pero ésta, la destitución, no se hace con la promesa de un futuro pleno, sino en la práctica de un presente que instala de facto el mundo en el que quiere habitar. No hay destitución con las pasiones tristes de la promesa futura o la obligación del pasado. Las pasiones alegres se instalan en los encuentros polémicos, vigorizantes, en los cuales también –como decía Benjamin– participa la memoria, como un fulgor que ilumina los instantes de peligro.

Post scriptum

Sobre el arte: ¿cómo preservar la grieta? ¿Qué estrategias seguir para generar un escenario de reconocimiento de este cuerpo plural que se ha formado? ¿De qué manera no sucumbir al demasiado pronto del samaritanismo ni al muy tarde de la selfie? ¿Dónde hacer visibles las fuerzas que se manifiestan en la calle, en el umbral en que lo privado ya no es y lo público no opera? ¿De qué modos asumir el resquebrajamiento como propio y dejar de pensar al arte como un afuera? ¿Cómo repudiar nuestro oficialismo a la manera de quienes le propinaron una patada en el culo al delegado?

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