16 de agosto de 2017

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Redaccion

La política del cuerpo

Guillermo García Pérez | lunes, 3 de agosto de 2015

La conmoción por el asesinato de Nadia Vera, Yesenia Quiroz, Rubén Espinosa, Alejandra y Nicole el viernes pasado en la colonia Narvarte, imposibilita articular, en primera instancia, más que el duelo y la solidaridad. El multihomicidio agudiza el desamparo corporal y discursivo en el que la población de este país se encuentra ante el torbellino de la violencia política y económica, que excede nuestra capacidad de comprensión, de reunión, de reacción. El estremecimiento enmudece. Queda todo por enunciar. «Este es un tiempo para las palabras y las conversaciones. Necesitamos reconstruir el sentido común disidente y de lucha», fue la sorpresiva respuesta de la investigadora Raquel Gutiérrez Aguilar en una entrevista con Página/12 en 2013, cuando se le preguntó sobre los desafíos de las militancias ante la situación social en México. Explicarnos, comentarnos, consolarnos, pero también dispersar y desperdigar las palabras, ampliar nuestros horizontes de sentido, multiplicarlos hasta convertirlos en tejidos de resistencia. Término que adquiere una resonancia inusitada, renovada; no hablamos ya de una resistencia meramente ideológica, sino de un acto corporal: sistere, tomar una posición, asegurar un sitio. Emplazarse ante el torbellino de violencia, también mediante la palabra –que presupone a su vez, nunca lo olvidemos, la escucha.

 

«Aquí el problema somos todos nosotros, que les estorbamos tanto al gobierno como al narco; estamos ante dos frentes de represión, ilegal y la legal». Las evocaciones corporales vuelven a estar presentes en las declaraciones de la propia Nadia Vera, cuando denunciaba el entorno de inseguridad en Veracruz bajo el mandato de Javier Duarte. Un estorbo, a los ojos de los represores, estrictamente material, como si las personas fueran meros obstáculos en el trayecto de sus empresas de muerte. Como lo fueron los 43 de Ayotzinapa. El mismo obstáculo que representan los pobladores de San Francisco Xochicuautla, en el Estado de México, para la construcción de una autopista.

 

Para enfrentar nuestro entorno de desposesión se precisan textos como los de Roberto Cruz Arzabal, cuando comenta el libro Dolerse de Cristina Rivera Garza. Revuelvo y contorsiono las palabras de los dos autores, porque de alguna forma también son mías: «Los cuerpos son cosa de nuestro cuidado. Las entrañas son materia de nuestra responsabilidad. Los muertos son míos y son tuyos. No decir este cuerpo es mío sino este cuerpo es de todos. Hacer política desde el cuerpo. Pensar desde el cuerpo. Pensar el cuerpo, sentirlo, como un lugar de enunciación y de acción. ¿Quién habla, quién escribe? El sujeto es también un nombre, no un nombrar, sino un ser nombrado por otros y reconocerse en esa voz como nos reconocemos en el tacto erótico. Escribir es encarnar de otro modo. La violencia y la injusticia han desmembrado los cuerpos de las víctimas, los han exhibido, los han convertido en cifras, en meras abstracciones; la poesía y los cuerpos les han devuelto el nombre. Para enfrentar la violencia que nos circunda, sólo es posible hacerlo desde un discurso encarnado en el sujeto que enuncia. Un muerto es una herida en la memoria. Un cuerpo asesinado no es un cuerpo ausente, sino arrebatado».

 

Habría que regresar un poco, sin embargo, como me recomendó la propia Rivera Garza en una conversación que sostuvimos hace algunos días. «No son nuestras palabras, o son nuestras palabras sólo a medias. Estamos siendo partícipes de otras conversaciones». Los actos de escucha, las prácticas, los discursos, las acciones deben articularse en un nivel amplio, para que esas conversaciones tomen forma, se encarnen, se transformen y continúen expandiéndose. «Si el discurso del poder, que es el de la desesperanza, nos dice que no hay otra solución más que la que ellos nos ofrecen, que es una solución de muerte, estas conversaciones nos dicen que están ocurriendo muchas otras cosas. Dentro de su quehacer, dentro de su infrapolítica, podemos respirar».

 

Releo las respuestas de la escritora y recuerdo las palabras del filósofo español Santiago López Petit, incluidas en las páginas de La Tempestad: «el hombre no deja huellas en su paso por la vida, deja sangre. Pero, como se afirma en el Chilam Balam, toda sangre llega al lugar de su quietud».

 

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