16 de agosto de 2017

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11/05/2024

Literatura

Roberto Calasso: editor arquetipo

A unos días del fallecimiento de Roberto Calasso (1941-2021), Jacobo Zanella compone un perfil del referencial editor y escritor italiano

Jacobo Zanella | jueves, 12 de agosto de 2021

Roberto Calasso en su oficina de Adelphi, 1989

¿Qué significa que una persona sea el referente de una profesión, que se convierta en un arquetipo? La edición no es quizás el oficio con mayores referentes, pero si hubiera que pensar en alguien citado por casi todo editor en algún momento de su trayectoria, sería muy probablemente Roberto Calasso.

Calasso poseía una característica que lo distinguía claramente del resto de los editores y que no deja de sorprender. Su mente era la de un brillante y veloz generalista: podía abstraer o conceptualizar cualquier observación al momento, es decir, veía o sentía algo y, simultáneamente, veía y sentía todo lo que había visto o sentido alrededor de ese tema o de esa idea. Su mente funcionaba de manera específica y panorámica a la vez. No solo eso: la visión de conjunto era siempre más elocuente y se situaba por encima del ejemplo. Este raro aspecto de su pensamiento y su mirada sobre el mundo es lo que lo convierte en un editor de referencia presente y futuro.

Mientras los editores analizan el territorio literario desde un punto de vista antropométrico, Calasso parecía observar la misma geografía desde las alturas: no solo no veía lo mismo –pues alcanzaba a ver mucho más– sino que, y sobre todo, veía la relación entre los tiempos, la relación entre la parte y el todo. No era una posición de superioridad, era sólo una forma distinta de mirar: veía sistemas, referencias e interconexiones inmediatas donde los demás veían solo información o eventos aislados. Solía decir que los contemporáneos tendemos a confundir información con conocimiento, que a veces son casi opuestos. Decía también que “la literatura es solitaria, como el pensamiento”.

Roberto Calasso

Roberto Calasso en 1989

Cuando un editor muere, muere con él una época, una definición del término y unos rasgos del oficio que difícilmente volverán a encontrarse en otro editor. Calasso parece colocarse sobre esas peculiaridades. La definición que personificaba venía de antes de él y pervivirá después de él. Roberto Calasso representaba la esencia más pura de lo que un editor debería o podría ser: un arquetipo. “Observemos a un lector en la librería: toma un libro en sus manos, lo hojea –y, durante algunos instantes, está del todo ausente del mundo”, escribió alguna vez. Así podemos imaginar a Calasso trabajando –editando, leyendo, escribiendo o simplemente observando. Descubriríamos que en esos “instantes” decisivos de su trayectoria editorial bien podría haberse encontrado fuera del mundo. Perteneció a una época, pero sus observaciones han sido siempre intemporales y universales.

La edición llevada al nivel del arte no es algo de lo que se hable muy a menudo. No hay reglas ni fórmulas. La forma es inventada por el editor en cada caso, siempre a ciegas, al igual que el artista, confiando siempre en su intuición al tratar de destilar su mundo en un gesto sencillo. Su origen es misterioso e ilocalizable. El tipo de edición y de pensamiento editorial en Calasso tiene que ver –además de con esa visión panorámica– con asociaciones impredecibles que después parecerán lógicas: un sentido muy desarrollado de las interconexiones entre los textos. Esas asociaciones se convierten en una manera muy particular –y rara– de ordenar o definir el tiempo –o de conversar con él, de ir en contra de su carácter efímero y móvil; de hacerlo parecer irrelevante. Eso también es el arte: hacer algo a pesar del tiempo: la construcción de una obra que lo detiene, que se sitúa sobre él y que, al mismo tiempo, se convierte en un componente inseparable del futuro. Una obra que difícilmente podrá disolverse o borrarse.

Calasso podía ver fácilmente lo que unía (o no) a un grupo de textos, libros o autores, ya sea en una colección, en una editorial o en una librería. Esa “información”, oculta a simple vista a los demás, era parte de su intuición como lector y editor. Fue así el constructor de conjuntos cerrados en los que se expresó no sólo su gusto literario, sino también sus teorías editoriales. “Fue absolutamente contemporáneo”, dice Tim Parks, “pero ajeno a cualquier moda o capricho”.

* * *

Hace unas semanas leía Cómo ordenar una biblioteca, el libro más reciente de Calasso en español. Pertenece a ese tipo de libros breves en los que podría subrayarse todo. Por ejemplo: “Se puede decir que una colección tiene una razón de ser si quien ha comprado uno de sus títulos es potencialmente un lector, también, de todos los demás”. Del lector escribe: “Todo lector verdadero sigue un hilo, aunque también pueden ser cien hilos a la vez. Cada vez que abre un libro retoma en sus manos ese hilo y lo complica, embrolla, desata, anuda, prolonga. […] La forma en que la literatura se teje en el cerebro es una versión impalpable de esas redes neuronales que causan la desesperación de los científicos”.

Calasso fue el observador ideal del lector ideal. No de un lector específico, mucho menos del lector de su época, sino del lector como idea, como continuum, como arquetipo: “Un lector que no sea capaz de fantasear frente a un catálogo es un lector improbable”. “Es esencial comprar libros que no vayan a ser leídos enseguida. Al cabo de uno o dos años, o acaso de cinco, diez, veinte, treinta, cuarenta años, llegará el momento en que se sentirá la necesidad de leer precisamente ese libro […]. Qué extraña sensación cuando se abre ese libro: la sospecha de haber anticipado, sin saberlo, la propia vida”.

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Roberto Calasso nació en Florencia en 1941, “probablemente el año más apremiante en la historia de Europa”, dice en la entrevista que en 2012 le hizo Lila Azam Zanganeh para The Paris Review. Puesto que Calasso fue editor y narrador, llama la atención, ya desde el encabezado, que decidieran hacerla como parte de la serie The Art of Fiction, y no de la serie The Art of Editing –que había iniciado en 1994 con Robert Gottlieb.

Calasso dice haber comenzado a escribir sus memorias a los doce: “el libro comprendía de los cuatro a los siete años”. Hay algo en su mundo de niñez y juventud que nos podría parecer totalmente ajeno. De niño estudiaba latín y griego; su mejor amigo de esa época “tenía una gran pasión por Wagner”; su casa de la infancia “estaba tapizada con libros” de su padre, sobre todo de los siglos XVI al XVIII, que usaba para sus estudios sobre la teoría del derecho. “El simple hecho de estar rodeado de ellos, con sus títulos y autores oscuros, fue mucho más útil para mí que haber leído muchos otros libros después”. Antes de cumplir los trece, Calasso leyó lo que Croce había escrito sobre Baudelaire y pensó que no era tan bueno; como regalo de Navidad de ese año pidió los siete libros en francés de En busca del tiempo perdido, que recién se habían publicado en la Pléiade francesa. Su abuelo había fundado una editorial; su madre terminó su doctorado sobre una de las Obras morales de Plutarco.

Calasso dejó Italia para irse a estudiar a Londres, donde pasaba las mañanas en la Biblioteca Británica y las tardes en el Instituto Warburg, “una vida ideal”. Fue parte de la editorial Adelphi, en Milán, desde su fundación en 1962, y permaneció en ella seis décadas, hasta el final de su vida. En 1971 se convirtió en el director editorial, y desde entonces “hice siempre las mismas cosas: leer, seleccionar y preparar libros. […] Para mí era absolutamente natural. Tan natural como escribir”. Pero “había que ir en contra de muchas cosas, decir que no a muchos textos”. En 2015 decidió comprarla para impedir su adquisición por parte del grupo Mondadori. Calasso, un verdadero polímata, leía en italiano, francés, inglés, español, alemán, latín, griego y sánscrito. Estas y otras muchas características inusuales de su formación familiar y académica se virtieron en su trabajo editorial y narrativo.

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Se cree que los editores son importantes o recordados por los autores que publicaron, por los textos que tradujeron –y sí, podría ser uno de los aspectos para valorar o estudiar su trabajo, que se va diluyendo con el tiempo–, pero ciertos editores permanecen por su pensamiento, más que por sus acciones. Calasso hablaba de Manuzio, el humanista e impresor renacentista italiano, por haber sido “el primero en considerar cómo debían presentarse los libros. Él inventó la forma del paperback. Lo llamó libelli portatiles, un libro portable”, pero no destaca especialmente los títulos que publicó. Quizás algún editor del futuro recordará a Calasso de una manera similar.

Calasso murió en Milán el 28 de julio de 2021 a los ochenta años. La idea suya más recordada y citada es la que tiene que ver con la visión de un editor para dar continuidad a un catálogo editorial: “la capacidad de dar forma a una pluralidad de libros como si fueran los capítulos de un único libro”; la idea de que cada título podría convertirse en “eslabón de una misma cadena o en segmento de una sinuosa progresión de libros […] compuesto de todos los libros publicados por ese editor”. Es decir, que elevó el oficio de la edición al de género literario. Quizá por eso, hablando con un amigo en la víspera del Nobel de hace unos años, nos preguntábamos lo que significaría que Calasso recibiera algún día ese galardón, pensando en que los libros que editó fueron, de alguna forma, también parte de su autoría, por esa visión tan inusual de conjunto, una manera de explicar el mundo “sin decir nada”.

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