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Literatura

Raymond Roussel y Leonardo Sciascia en un país sin verdad

La muerte del excéntrico Raymond Roussel en 1933 dio pie a una investigación de Leonardo Sciascia que rebasa las fronteras de la literatura

Patricio Pron | jueves, 8 de diciembre de 2022

Retrato de Raymond Roussel. Cortesía de la Biblioteca Nacional de Francia

El tres de agosto de 1933 Pierre Lazareff informaba en un periódico parisino de la “muerte edificante, en un convento de Palermo, del riquísimo y un poco banal autor dramático que fue Raymond Roussel”. Aunque la noticia no era esencialmente falsa, sí lo eran sus escasos detalles: Roussel no había muerto en un convento sino en una habitación del Hotel des Palmes de la ciudad italiana, estaba en la bancarrota y su muerte no había tenido nada de edificante, había muerto a causa de una sobredosis de barbitúricos.

Roussel había sido un autor atípico, y hay una cierta coherencia en que su muerte también lo fuera. El escritor surrealista Michel Leiris, que lo conoció tanto como el impenetrable Roussel podía ser conocido, contó en varios libros algunas de sus excentricidades: convencido de que la comida afectaba a la “serenidad” que necesitaba para escribir, solía ayunar por días y, a continuación, someterse a comilonas de cinco horas de duración que consistían en la ingesta consecutiva del desayuno, el almuerzo, la merienda y la cena; tenía terror a los túneles y los evitaba; usaba sus cuellos sólo una vez, sus corbatas, tres, y los trajes, abrigos y suspensores, quince; su temor a verse envuelto en una conversación incómoda, o provocarla, lo hacía someter a sus conocidos a preguntas inocuas y puntuales que preparaba con antelación; le gustaba imitar a las personas y solía trabajar hasta siete años en sus imitaciones, copiando gestos y repitiendo frases en voz alta para reproducir la entonación exacta; pensaba que el miedo era contagioso y prohibía a las personas contarle los suyos. La mayor de sus rarezas tenía lugar en el ámbito de los libros, sin embargo.

En Cómo escribí algunos de mis libros, el ensayo que Roussel entregó a su editor en 1933 con la indicación de que debía ser publicado tras su muerte –y que la editorial española Nórdica recuperó hace algunas semanas en traducción de María Teresa Gallego Urrutia–, el autor de Locus Solus ofrece una explicación minuciosa de su procedimiento, que consiste, a grandes rasgos, en utilizar al comienzo de un relato una frase que, con una modificación tipográfica o dos, debe ser su frase final, con lo que la tarea del escritor consiste pues en construir un relato coherente alrededor de esa simetría deliberada, resultado del gran número de homofonías y paronomasias de que dispone el idioma francés. Aunque podría pensarse que Roussel concibió el procedimiento para estimular su imaginación estableciendo una conexión en principio insólita entre objetos o hechos, la gran cantidad de ejemplos que menciona en Cómo escribí algunos de mis libros permite pensar que, como apunta Mark Ford en su libro Raymond Roussel y la república de los sueños (2000), el procedimiento no es sino el resultado de la “conciencia de que un lenguaje no duplicado nunca podría satisfacer estéticamente” al autor y de una “obsesión por los doble sentidos” a la que el procedimiento viene a poner límite; para combatir su proliferación, Roussel se habría impuesto una “regla”, y esa regla iba a aparecer en todas sus obras, cuya rareza y complejidad enajenaron al público parisino y convirtieron a Raymond Roussel en el escritor más escarnecido de su tiempo.

Años después de la muerte del francés, el escritor y periodista italiano Leonardo Sciascia fue comisionado por un amigo para que buscara la partida de defunción de Roussel para quien iba a convertirse en su biógrafo más importante, François Caradec. Sciascia encontró el testimonio de una investigación chapucera repleta de errores y de zonas oscuras que concluía precipitadamente que la muerte del escritor francés se había tratado de un suicidio. No tenía interés en Roussel pero sí en denunciar la ineficacia de la justicia siciliana, y profundizó en la investigación; el resultado fueron unas excepcionales Actas relativas a la muerte de Raymond Roussel que la editorial madrileña Gallo Nero publicó hace algunos años.

En ellas Sciascia revisa y discute la hipótesis del suicidio, denuncia las múltiples contradicciones en que recae la investigación policial, aventura las motivaciones de Charlotte Dufrène, la “dama de conveniencia” empleada por la madre de Roussel para que le acompañara y disimulara la homosexualidad de su hijo, e incluso cuestiona la cronología del diario del consumo de drogas del escritor que ésta llevó en los días previos a su muerte, denuncia que no se realizó ninguna autopsia al cadáver y cree encontrar en el apresuramiento con que el caso fue cerrado la prescriptiva fascista de evitar que los suicidios adquiriesen carácter público para que estos no mancharan “la gloria de la Italia fascista”. En su libro Sciascia “ensucia”, por así decirlo, la hipótesis oficial sobre la muerte del escritor francés pero no aclara los hechos y los abandona a la interpretación del lector, que queda en una perplejidad mayor que al comienzo del relato; ahora bien, esa perplejidad es productiva y es exactamente lo que Sciascia deseaba; para su traductor, Julio Reija, autor también de un ensayo final cuya extensión y rigor convierte prácticamente al libro en una edición crítica, “se trata del primer ejemplo completo de un tipo de literatura importantísimo en el conjunto de su obra, una literatura transversal a los géneros de la novela policiaca, la crónica histórica o de actualidad, el ensayo filosófico en torno a la verdad y la denuncia ciudadana”.

Aunque la muerte de Raymond Roussel es su tema explícito, el libro de Sciascia tiene –dice Reija– un tema secreto o subterráneo, consistente en la denuncia de “un contexto que, como en este libro, no es la Sicilia habituada a mantener la boca y los ojos cerrados […] ni el estado mussoliniano, sino la Italia de 1933, la de 1971 y la de 1989, una Italia amada y deseada, una Italia siempre inconclusa, siempre en vías de una simultánea formación y extinción, una Italia de grandes individuos entorpecidos por el propio tejido social”.

En una conversación con el filósofo francés Jean-Paul Sartre, Sciascia iba a llamar a ese país “un país sin verdad”. No es innecesario decir que Italia aún se debate entre ese país que es y el que podría ser, pero que también lo hacen México y casi cualquier otro sitio al que uno eche una mirada en este momento.

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