16 de agosto de 2017

La Tempestad

También las artes cambian al mundo

03/05/2024

Música

Prince, ángel erótico

Funk, soul, jazz, rock y rap: Guillermo García hace un recorrido por la obra del legendario músico.

Guillermo García Pérez | martes, 12 de septiembre de 2017

Hay un aspecto extramundano en la obra de Prince (1958-2016) en el que no siempre se reparó. Una irradiación dibujada a partir del núcleo duro de la música negra norteamericana (el funk, el soul, el jazz, el rock o el rap), sublimada, sin embargo, través de los filtros tecnológicos y las condiciones ideológicas de su época. El concepto de “época”, como veremos, es clave para entender su carrera (no olvidemos que su disco más destacado se titula, precisamente, Sign O’ the Times): comienza en 1978, a sus veinte años, con la publicación de For You.

Si quisiéramos establecer una constelación bastante libre de influencias o búsquedas musicales similares de ese tiempo podríamos repasar varios casos: Miles Davis había concluido su impresionante etapa eléctrica un par de años antes, pero había dejado una honda huella en las carreras de Herbie Hancock o John Scofield; las carreras de Curtis Mayfield, Marvin Gaye, Sly Stone o Earth, Wind & Fire se encontraban en pleno apogeo; Michael Jackson estaba por publicar Off the Wall. Había, en general, una voluntad de ruptura con una época de gran experimentación, que fue constantemente abrazada por la industria y las grandes audiencias (Bitches Brew, publicado por Miles en 1970, vendió cientos de miles de copias); un agotamiento a causa de la estereotipación de las músicas negras por el movimiento disco, por ejemplo; y el germen de una nueva masificación del pop, con Jackson como bandera y MTV como territorio. Se trataba de una época que excedía los alcances de un músico novel, pero de la que Prince sabría extraer, exprimir y deconstruir sus códigos. Ese necio proceso de deconstrucción, tanto musical como de la industria, haría de Prince, un par de décadas después, una especie de paria voluntario, pero también nos regalaría muchas de sus obras más destacadas (The Gold Experience, de 1994; The Rainbow Children, de 2001; o Musicology, de 2004).

Si leemos varias de sus letras veremos además que ese proceso de irradiación tenía a la hipérbole como aliado. Prince construía extrañas fórmulas numéricas, provenientes de una comprensión del tiempo que se intensificaba o dilataba según las circunstancias: “It’s only been an hour since you left me / but it feels like a million days”, canta en “A Million Days” (Musicology). Construcción muy similar a la de “Somewhere Here on Earth” (Planet Earth, 2007): “It’s been so long / since I’ve been with somebody / Like a million years”, cantada, además, en un falsete histriónico. O con una precisión cronológica, que raya en lo obsesivo: “It’s been seven hours and fifteen days / Since you took your love away”, de su tema clásico “Nothing Compares 2 U”, popularizado por Sinéad O’Connor en 1990. Esta tensión entre lo instantáneo y lo inconmensurable tiene reminiscencias religiosas.

Por ello no es tan raro que a partir de 2001 se haya convertido en Testigo de Jehová (fue criado en las creencias de los Adventistas del Séptimo Día). También en Prince hay rasgos milenaristas e imágenes que aspiran a la trascendencia; en una obra temprana como “The Ladder” (del álbum Around the World in a Day, de 1985) canta: “Everybody’s looking for the ladder / Everybody wants salvation of the soul”. A finales de los noventa, en diversas giras, cambió el nombre de su tema “The Cross” (incluido originalmente en Sign O’ the Times) por “The Christ”, acaso como un eco de la negativa de los Testigos de Jehová a adorar la cruz. Su tema “I Would Die for U” (incluido en su superventas Purple Rain, de 1984) tiene claras evocaciones cristianas: “I’m your messiah / I’m not a human / I am a dove”. Así, la muerte que promete es pasional en un sentido romántico y religioso. La introducción de “Let’s Go Crazy” es modélica en este sentido: “But I’m here to tell you / There’s something else / The after world / A world of never ending happiness”, asegura, como si se tratara de un ángel. Y, por supuesto, el proceso en el cual modificó su nombre por un signo impronunciable para después volver a ser nominado como Prince evoca una especie de resurrección (¿qué papel juega, en una lectura materialista-cristiana de su música, la industria discográfica?; ¿e Internet, donde fungió como una suerte de anomalía salvaje?; ¿a qué respondía en el fondo su batalla por su desaparición de la web?).

Se ha vuelto un lugar común decir que a partir de su conversión religiosa, en 2001, los contenidos sexuales explícitos desaparecieron de su música. Querríamos defender una idea más compleja: Prince siempre construyó su obra enmarañando momentos materialistas (voluptuosos, eróticos, mundanos) y espirituales, donde la palabra, en su sentido religioso, tomaba forma (en ese momento, podría decirse, su reino no era de este mundo). Tal vez en sus primeros años la carne tuvo preponderancia, para después serenarse. En esta increíble paradoja reside la belleza y la originalidad de su obra (se trata de un principio que funciona también en su sustancia musical: el estadounidense nunca intentó romper de tajo con la tradición musical negra sino, podríamos decir, iluminarla). Prince se reivindicó como una suerte de ángel erótico: un cuerpo liviano (medía 1.57 metros) pero siempre a punto del éxtasis, que servía como receptáculo de una mensaje, probablemente falso o por lo menos errado, pero definitivamente necesario para dotar de una ligereza única a la música más carnal de su época. Tal vez ahí resida su lección: para arder también necesitamos la palabra. Hasta siempre, Prince.

 

Publicado en La Tempestad 111, junio de 2016

 

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