16 de agosto de 2017

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01/05/2024

Literatura

Pasolini: novela y disenso

En el centenario de Pier Paolo Pasolini, Nicolás Cabral revisa el libro más complejo del escritor y cineasta: la novela ‘Petróleo’

Nicolás Cabral | miércoles, 9 de marzo de 2022

Pier Paolo Pasolini

Existencialmente, soy un contestatario global. Mi desesperanzada desconfianza hacia todas las formaciones históricas me empuja a una especie de anarquía apocalíptica”, declaró Pier Paolo Pasolini en los años setenta. Es importante distinguir esa anarquía, siguiendo a Giorgio Agamben: no el caos y la guerra de todos contra todos en el seno del poder sino la potencia para destituir a ese mismo poder; es decir, el principio genético de la política.

Como escritor y cineasta, Pasolini ejerció el disenso de formas diversas, lo mismo estéticas que políticas, haciendo de la negación un principio rector: “El rechazo ha sido siempre un gesto esencial. Los santos, los ermitaños, y también los intelectuales, los pocos que han hecho la historia, son los que han dicho no, y nunca los cortesanos y los ayudantes de los cardenales”, dijo en la entrevista que concedió unas horas antes de morir. En sus últimos años repitió con insistencia, a costa de ser incomprendido, que la sociedad de consumo engendrada por el neocapitalismo posterior a la Segunda Guerra era producto de una “mutación antropológica” de consecuencias incalculables. Un nuevo fascismo, en suma, tendiente a la reorganización y la homogeneización del mundo. “La tolerancia es una ficción: ninguna persona ha tenido nunca que ser tan normal y conformista como el consumidor”, sentenció en sus Escritos corsarios (1975).

Uno de los frentes elegidos por Pasolini para pelear la batalla destituyente fue la prosa narrativa. Si el neocapitalismo produce una koiné tecnocrática, una lengua puramente comunicativa, para la producción y el consumo, la literatura ha de desplegar su uso no instrumental, integrar la riqueza dialectal (en clave italiana, una reedición de la disputa entre los seguidores de Dante y de Petrarca). Sin alcanzar el nivel inventivo o el barroquismo de Carlo Emilio Gadda, Pasolini llevó al relato la convicción de que las formas del habla son formas de vida, y que la normalización lingüística, por lo tanto, es parte del genocidio cultural implícito en el proceso de aburguesamiento integral.

Donde la comunicación se impone, la expresión se empobrece. De ahí surge el doble movimiento del Pasolini narrador, en un inicio: por un lado, elige al subproletariado romano y la periferia urbana como material narrativo y topos; por otro, se opone estilísticamente a las neovanguardias con la “operación mimética” de un realismo lingüístico capaz de mezclar, de poner en tensión, lengua y dialecto, específicamente la jerga de los jóvenes que viven en los márgenes de la sociedad. De este impulso nacieron las novelas Muchachos de la calle (1955) y Una vida violenta (1959), así como las Historias de la ciudad de Dios (1950-1966). En una de las crónicas de este último título escribió sobre el habla del lumpen y su léxico, “cuya deformidad está bajo el signo del placer y casi de la conciencia de inventar: es casi una forma de evasión (del margen al centro: lo contrario de la hermenéutica burguesa. Pero la delincuencia teñida de esnobismo burgués es la más peligrosa: al hambre y a la anarquía se une la exaltación)”.

Superada esa búsqueda inicial, entre 1972 y 1975 (el año de su asesinato) Pasolini trabajó en un proyecto donde, al explorar la naturaleza del poder, puso en entredicho la noción misma de novela. Publicada póstumamente, en 1992, Petróleo es un relato autoconsciente y fragmentario, una profecía autocumplida (planeaba publicarlo como la “edición crítica de un texto inédito”), con la forma de un Satiricón moderno (“todo gran escritor ama ante todo los centones”). No tanto una historia como una forma, incluso las reglas de dicha forma: algo escrito. Como ha visto Emanuele Trevi, uno de los lectores más penetrantes de Petróleo, la clave del pensamiento de Pasolini puede situarse en una trinidad de conceptos entrelazados: “donde hay poder, hay misterio, pero tanto el misterio como el poder, si queremos hablar de ellos o incluso si quieren manifestarse, deben adoptar la forma de un relato”.

Metanovela, el testamento pasoliniano oscila además entre el misterio y el proyecto, entre lo narrativo y lo reflexivo, hasta convertir la experiencia de lectura en una especie de hormigueo. Petróleo parece escrita desde la muerte, lo que ha llevado a Trevi a considerarla un rito antes que una novela, vistas las trazas de los Misterios Eleusinos en la trama. Carlo Valletti, el personaje central, se desdobla en dos versiones de sí para luego, en ambos casos, cambiar de sexo. Pero Petróleo no habla de una iniciación, aspira a ser la iniciación misma, el acceso al conocimiento de las fuerzas que gobiernan el mundo. De ahí que renuncie a cualquier rutina novelística y que amalgame, junto a lo propiamente narrativo –explicó Pasolini a Alberto Moravia en su correspondencia–, el lenguaje que se utiliza “para los ensayos, para determinados artículos periodísticos, para las reseñas, para las cartas privadas y también para la poesía”, así como el de “las adaptaciones o de los guiones”. Su poder cognitivo es tal que algunos han querido ver el libro, en supuestos apuntes faltantes, las razones del asesinato de su autor.

Pese a su composición inconclusa, que nos ha llegado como un atado de astillas, Petróleo tiene una trama. Carlo, ingeniero, intelectual progresista que trabaja para el ENI (Ente Nazionale Idrocarburi), la petrolera estatal, se desdobla en Carlo “segundo” o Karl, un joven humilde, inocente, con enorme apetito sexual. Son las décadas del sesenta y el setenta, los años en que el autor sitúa la gestación del neocapitalismo. Carlo “primero” viaja por trabajo a países de Medio Oriente, mientras el “segundo”, espiado por un tal Pasquale, tiene sexo con todas las mujeres de su familia (madre, hermanas, abuela), la criada, las hijas de la criada, docenas de muchachas y, al transformarse en mujer, con varios muchachos. En esa escisión conoceremos también los mentideros del poder económico, político y eclesiástico romano. Pasolini procura deshacerse del narrador y ser él mismo quien cuenta, quien dice, quien interviene en el relato, expresando dudas e imposibilidades, agolpando apuntes y intuiciones, construyendo una visión que quedará parcialmente trunca. Esa poética del inacabamiento o del esbozo ya había sido practicada en La Divina Mímesis (1975), otro libro que utiliza el artilugio del manuscrito encontrado – de forma perturbadora y anticipatoria, se explica que el autor ha sido muerto a palos– y proviene del abandono de cualquier sistema estilístico, de cualquier pretensión de originalidad.

Luego de que Carlo “primero” se transforma en mujer, de que tiene y pierde a un amante, a Carlo “segundo” lo asalta la Visión, lo que Pasolini llamó, en sus ensayos, “genocidio cultural”: la transmutación de los valores que posibilitaban lo múltiple (lo humano) en modelos de uniformidad tendientes al estilo de vida estadounidense, el hedonismo consumista, el conformismo (lo posthumano). Se trata, novelado, de lo que escribió con todas sus letras en los Escritos corsarios o las Cartas luteranas (1976). Leemos en el parágrafo decimoctavo de la Visión (“Apunte 71 u”) el modo en que los Dioses, como Virgilio a Dante, describen a Karl los ejemplares de la nueva especie que circula por las calles:

Feos y repugnantes; devorados por una degradante ansiedad interclasista (con esos bolsitos de putas que llevan); pálidos por una neurosis que les llena de baba la boca y se la tuerce lívidamente; brutalmente dispuestos a renegar de todo lo que han sido, ellos mismos o sus hermanos; desdeñositos y muy suyos para hacer el papel de chicos respetables, en complicidad con las clases ricas; totalmente olvidados de cualquier sonrisa sencilla de subalternos a causa de una dignidad que se ha encarnado en ellos y que no es dignidad humana, sino la repulsiva dignidad burguesa; completamente atrapados en una esfera que es su vida y más allá de la cual todo es sospechoso y fuente de miedo; libres, con penosa independencia, para usufructuar de unalibertadsexual que en realidad no hace otra cosa que exhibir la pobreza de sus carnes y su vulgaridad…

El ejército del conformismo, ferozmente descrito por un Pasolini enfrentado, con justicia o sin ella, sin menoscabo de su lucidez, a los Nuevos Jóvenes. La potencia emancipatoria de las formas de vida campesina u obrera, expresada en los dialectos, ha sido ocultada por las “libertades” ofertadas en el supermercado democrático, que sustraen a los sujetos del juego del poder, operado criminalmente en las sombras y comunicado a través de la lengua nacional. La risa ha perdido su “función resolutoria de crisis cósmicas” y, ante el deterioro de la experiencia, estamos de luto por el arte narrativo, como nos dice uno de los relatores que escucha Carlo “primero” en un salón del Quirinal, en la serie “La Epochè”. Narrar es pensar cómo narrar, plantea Pasolini en los centenares de páginas que logró escribir de Petróleo, un libro que acaso no podía ser terminado, cuyo motor es, en última instancia, el desmantelamiento de la retórica con la que el poder se reproduce.

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