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Literatura

El dolor y la basugre

¿Cómo enfrentarse hoy a ‘¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?’ de Philip K. Dick? Guillermo Núñez ensaya respuestas

Guillermo Núñez Jáuregui | lunes, 9 de octubre de 2017

Para el lector contemporáneo que ahora se enfrenta por primera vez a la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968) opera un curioso fenómeno: debe enfrentarse a la lectura como lo hace Jennings con los siete objetos que se ha legado a sí mismo en el relato “La paga” (1953), también de Philip K. Dick. Es decir, debe deducir en reversa (como un ingeniero que desarma una máquina para descubrir cómo funciona) parte del imaginario del escritor estadounidense. La razón es obvia: famosamente, la novela fue adaptada en 1982 al cine con un resultado que ha terminado por opacarla –como todo el mundo sabe, se trata de Blade Runner de Ridley Scott. A diferencia de otras adaptaciones de relatos o novelas de Dick, la de Scott ha terminado por formar parte de la historia del cine, creando un universo que aún impacta a la ciencia ficción pero también al imaginario colectivo (en contraste, la adaptación de “La paga”, o El pago de 2003, a cargo de John Woo, resultó en una película de acción palomera protagonizada por Ben Affleck… El triste destino de muchos otros relatos de Dick en su migración hacia la pantalla grande).

La novela de Dick es mucho más que la base para un filme espectacular. Además de su ya conocido poder imaginativo, Dick tematizó preocupaciones humanistas e ideas complejas. Si la empatía –o la capacidad de ponerse en el lugar de otro– es característica de lo humano, ¿no está en una cercanía peligrosa con la crueldad? Conocemos ya la trama: un cazarrecompensas (o, en el filme, un detective) se enfrenta a la tarea de “retirar” a un grupo de androides (o andys) que se encuentra en la Tierra de manera ilegal. La diferencia entre un detective, que opera bajo el deber, y un cazarrecompensas, que lo hace por beneficio propio, es significativa. El escenario que recorre Deckard en la novela también es muy distinto al presentado en su adaptación cinematográfica, y merece nuestra atención: se trata de un mundo precario, que lentamente se ¿repone? de la Guerra Mundial Terminal, que no sólo ha cubierto todo en polvo radioactivo sino que ha diezmado significativamente a la población, humana y animal. Algunas televisiones suenan a solas en departamentos vacíos, algunas personas encienden la radio para que les haga compañía… Además, está la intrigante presencia del mercerismo, una religión pesimista y sufriente que disputa la atención de los sobrevivientes: la competencia es un programa de entretenimiento que no parece tener fin, dirigido por el Amigable Buster, un súpercomediante. Es decir, un ir y venir entre la preocupación por el dolor del otro y el cinismo.

Al margen de los guiños ecológicos (la vida animal se vuelve sagrada, pero también económicamente valiosa) tal vez una de las ideas más intrigantes de la novela es el destino de los objetos que ahora pueblan la Tierra, que parecen estar sometidos por una fuerza entrópica acelerada que los transforma ya no en basura ni en mugre, sino en su extraño retoño, la basugre. En un momento clave, uno de los miserables habitantes del planeta Tierra, J.R. Isidore, echa un vistazo en torno suyo: “Vio el polvo y la ruina que cubrían hasta el último rincón del apartamento, oyó cómo se cernía la basugre, el desorden último en todas sus variantes, la ausencia que en última instancia ganaría la batalla. Crecía a su alrededor mientras sostenía la taza vacía. Los armarios de la cocina chirriaban, se resquebrajaban, mientras sentía cómo cedía el suelo a sus pies […] Extendió el brazo para tocar la pared. Su mano quebró la superficie. Un goteo de partículas grises, precipitándose al vacío, fragmentos de yeso que semejaban la lluvia de polvo radioactivo”.

Es uno de los pocos momentos en que la prosa seca e informativa de Dick (que trabaja en esta novela, después de todo, desde las convenciones del hard-boiled, pero también con concesiones a los aspectos más imaginativos de la ciencia ficción) se arriesga al lirismo, o a algo parecido a él. Es una estrategia singular que vería su reverso en La carretera (2006) de Cormac McCarthy, en la que, en cambio, para describir un mundo duro, pobre y cenizo, opta por un lenguaje exuberante y rico. Más llamativo, en el caso de la novela de Philip K. Dick, son los momentos en que, a base de economizar información a través de diálogos, logra desorientar al lector. Así se logra una atmósfera paranoica, apropiada para una novela en la que algunos personajes ignoran que no son humanos.

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