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Cine/TV

Perros espaciales

Estrenada en el pasado FICUNAM y disponible ahora en la plataforma MUBI, ‘Perros espaciales’ es un auténtico aporte al cine documental

Laura Pardo | jueves, 8 de octubre de 2020

Fotograma de 'Perros espaciales' (2019), de Elsa Kremser y Levin Peter

Todos los inicios atraviesan el infinito para caer en un pedazo de mundo. El que ahora nos ocupa aterriza en las calles solitarias de las periferias de Moscú. El espíritu de la perra Laika se encuentra con una jauría de perros callejeros. Peludos, grandes, avispados, no se inmutan ante ese “algo” que los sigue de cerca, a su nivel, que observa sus riñas y escolta sus pasos hasta el descampado. Laika y la cámara son aquí la misma cosa, lo que da sentido a Perros espaciales (Space Dogs, 2019), una cinta que dibuja nuevos y esperanzadores límites para el documental. Los responsables de lanzar esta luz sobre el género son Elsa Kremser y Levin Peter, productores, escritores y directores de amplia trayectoria en Austria y Alemania, sus respectivos países de origen.

En la calle, siguiendo a la jauría, Perros espaciales avanza con cámara subjetiva, respetando los sonidos, al nivel de sus protagonistas caninos para acompañarlos en su vida libre y peligrosa; en contrapunto hila la historia de aquellos otros perros marcados por la suerte y destinados a flotar dentro de una cápsula en la inmensidad del espacio. Después de Laika, más canes fueron lanzados fuera de la Tierra para seguir probando las condiciones que necesitaría el viaje de un hombre. Los gringos, en cambio, mandaron changos. En imágenes de archivo hasta ahora inéditas, a estos perros los veremos sufrir con sondas, inyecciones y ejercicios en cámaras giratorias, siendo preparados para una misión –eso nos han dicho– de vital importancia para la humanidad.

Pero Perros espaciales no se conforma con unir dos hilos argumentales con recursos de documental clásico. Las capas que lo conforman, algunas casi imperceptibles, le dan la sutil profundidad que pocas obras del género consiguen. El montaje, por ejemplo, reniega de la impecable lógica narrativa a lo Animal Planet a favor de quiebres antiespectaculares, que desnudan el artificio. O ¿qué otra cosa son, insertadas arbitrariamente, las secuencias de un mono al que alquilan para fiestas en tristísimos departamentos moscovitas? Además de extirpar el aura de solemnidad al asunto de la carrera espacial, los directores nos recuerdan que por más que la cámara se mimetice con quienes retrata su perspectiva seguirá siendo artificial. Con sutileza desafían la condescendencia con la que solemos mirar a los seres de otra especie, para devolvernos la responsabilidad sobre aquello que nos perturba; como espectadores pocas veces nos enfrentamos a dilemas parecidos.

Armada de viñetas que no necesariamente sugieren linealidad en tiempo y espacio, aunque a veces pueden hacerlo, la cinta colecciona momentos en los que reina la pureza de lo que aún no ha sido domado. Así, hay minutos –muchos– en los que los perros simplemente existen. Entonces nada sucede a cuadro, salvo un par de gruñidos o una pata moviéndose al ritmo de la comezón fortuita del día. Para los directores la quietud tiene el mismo peso narrativo que los instantes “de acción” espontáneos y brutales, que suceden sin necesidad de ser anunciados con bombos y platillos: ambos dejan ver una belleza ajena que no podemos asir y a la que simplemente nos negamos a renunciar. ¿Qué son los viajes en el espacio sino ese afán de atraparla?

Hay aquí, por supuesto, un narrador, figura central del documental de animales. Esa voz que acompaña las travesías de lémures, lagartijas o leones acechantes debe ser inequívoca y temible, certera, como la de David Attenborough en la BBC, para no decir más. Casi siempre se trata de una voz masculina (¿por qué será?), que lo sabe todo. Aquí el sonido, aunque enérgico, encierra una delicada inflexión. El pequeño gesto basta para que este narrador –Alexéi Serebriakov, el actor de Leviatán (2014)– gane nuestra confianza y agregue espesor a las posibles lecturas. Es discreto y poco invasivo, respeta el silencio, que en esta cinta es tan importante como los poquísimos sonidos que lo rompen.

Cuando la Unión Soviética decidió que había que seguir surcando el espacio con perros, algún funcionario eligió a los más aptos entre el amplio catálogo de callejeros disponibles. Tenían que ser recios, valientes y fuertes, una calca del pueblo ruso. Algunos volvieron de su misión extraterrestre, aquel funcionario no se equivocó; incluso dos de ellos se aparearon en su cápsula compartida, orbitando el planeta, para a su vuelta a la Tierra poblarla de cachorros espaciales, que hoy están muertos.

Como en una matrioshka, descubrimos que el fantasma de Laika, que es también la cámara de Yunus Roy Imer, es el pasado comunista de Rusia. En las calles desiertas, apenas iluminadas, de una tierra que jamás volverá a ser la misma, la perrita astronauta busca a sus semejantes con la esperanza de ser reconocida. Ellos nada saben de su sacrificio ni del espacio, y pocos hombres quedan ya interesados en contarlo. Su presencia, en cambio, es advertida por un ruiseñor, pero los perros tampoco entienden su tonada. Y aquí, entre viejas hazañas olvidadas y cantos ignorados, aparece uno de los finales más hermosos jamás filmados.

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