16 de agosto de 2017

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24/04/2024

Literatura

Perder el Nobel

Aquí, un adelanto de un ensayo en el que Laura Esther Wolfson narra una historia sobre el oficio de la traducción, la fuerza de la literatura rusa y el significado de la pérdida; se trata del nuevo libro de la editorial Gris Tormenta, que llegará a las librerías en enero de 2019

Laura Esther Wolfson | lunes, 26 de noviembre de 2018

Fotograma de 'Cuando pasan las cigueñas' (1957), de Mikhail Kalatozov

Perder el Nobel es el libro más reciente de la editorial Gris Tormenta, que llegará a las librerías en enero 2019. Es el primer título de la colección Editor, memorias y ensayos sobre los múltiples oficios de la edición: creación, composición, traducción, crítica y filosofía literaria. Se trata de un ensayo en el que Laura Esther Wolfson narra una historia sobre el oficio de la traducción, la fuerza de la literatura rusa y el significado de la pérdida. A lo largo de varias décadas, Wolfson se ha distinguido como intérprete y traductora del ruso y francés al inglés. En uno de sus trabajos fue intérprete de la escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich (Premio Nobel de Literatura 2015). Esa experiencia, y un acercamiento a la traducción de sus textos, fue el punto de inicio del ensayo, uno de los ganadores del Notting Hill Editions Essay Prize 2017, el premio de no ficción más generoso del mundo que reconoce la originalidad y el estilo literario.

De esta ventana de inusual honestidad a la vida personal y profesional de una traductora, La Tempestad adelanta un fragmento en el que la autora, al ser contactada para la posible traducción de algunos libros de Alexiévich, narra el abismo que a veces existe entre el texto original y el traducido.

 

[Una] editorial boutique del centro del país me envió extractos de dos libros de Svetlana [Alexiévich] aún inéditos en inglés y me pidieron que tradujera algunas páginas a modo de muestra. Como es lógico, querían ver mi trabajo antes de firmar un contrato conmigo, y yo también necesitaba saber si podía habitar esos libros todos los días, de forma íntima y satisfactoria, durante los años que me llevaría completar el trabajo.

Una noche, poco después de que me llegaran las páginas, me esforcé en subir las escaleras del metro y, como de costumbre, me detuve en la parte superior para jadear un rato, luego me dirigí lentamente a casa a través de la oscuridad invernal haciendo pausas a menudo para forzar la entrada y salida de aire en mis fríos y rígidos pulmones. Después de cenar me senté delante del ordenador para enfrentarme a un pasaje sobre las mujeres soviéticas que habían presenciado los combates en la Segunda Guerra Mundial.

Inmediatamente me vi transportada al frente bélico.

Una enfermera evacuaba a rastras a dos soldados heridos desde el campo de batalla mientras las balas silbaban sobre sus cabezas en la negra noche. A uno de ellos lo condujo hacia la tienda de campaña de la enfermería, lo dejó en el suelo y regresó en busca del otro. Cuando la luna salió de atrás de una nube, vio que uno de los hombres llevaba un uniforme alemán. Aun así, lo llevó a un lugar seguro y le curó las heridas.

—Atendimos a los enemigos heridos. Nosotros, los soviéticos, lo hicimos —le dijo a Svetlana con un modesto orgullo.

Un hombre rememoraba su experiencia en la ocupación soviética de Alemania al final
de la guerra. «A veces había diez soldados de los nuestros para una chica alemana —dijo—. Diez hombres, una chica», repetía con incredulidad. «Yo era un buen chico, de familia culta. Hasta la fecha sigo sin entenderlo: ¿cómo pude hacerlo?» Hizo una pausa. «Nunca, jamás hablamos con las chicas de nuestra unidad sobre lo que hicimos. Oh, no. Ellas eran nuestras camaradas.»

Una joven regresó a casa cuando terminaron los combates. Al amanecer, mientras todos los demás en la casa estaban durmiendo, su madre la zarandeó para despertarla.

—Todo el pueblo sabe dónde has estado —dijo la madre—. La gente sabe lo que las chicas soldado hacían en las trincheras con los hombres de allí. ¿Cómo encontrarán marido tus hermanas si te quedas aquí, con nosotros?

Le entregó un bulto y un trozo de pan envuelto en papel de periódico.

—Hija mía —dijo—, debes irte y no volver nunca más. Ahora, vete.

Dilapidé horas en esos breves párrafos. Las palabras eran sencillas; los diccionarios seguían cerrados. Pero cada sección tenía su propia voz; cada pocas páginas aparecía un nuevo orador, con un nuevo idiolecto. Cada pequeño segmento tenía que sonar perfectamente.

Mientras traducía, reflexionaba sobre los cambios en los contornos de mis días. Todo lo que importaba —mi labor como escritora, a la que me dedicaba con la mayor seriedad; la infinidad de detalles en la gestión de una enfermedad crónica, en sí misma un segundo trabajo— tenía que encajarlo en unas pocas horas a la semana. Cuando trabajaba por cuenta propia, sin preocupaciones (y prácticamente en la miseria), habría podido traducir a Svetlana con luz de día. Ahora ella también tenía que quedar relegada a después del horario de trabajo.

Terminé las páginas y las dejé a un lado. Cuando volví a ellas unos días más tarde, me sentí desconcertada: ¿Qué le había hecho a Svetlana? Todo en mi interpretación era correcto, pero nada estaba bien. Una vez más me sorprendió lo difícil que es encontrar equivalencias entre el ruso y el inglés. Muchas frases rusas carecen de un sujeto gramatical reconocible. ¿Quién está realizando la acción? Eso tiene sentido en el mundo de habla rusa, donde las fuerzas impersonales han dominado desde tiempos inmemoriales, decidiendo destinos y disponiendo con impunidad de seres pequeños e impotentes.

En inglés, eso genera lagunas incomprensibles. Pero si el sujeto no se precisaba en el texto original, ¿quién era yo para nombrarlo en mi traducción? En ruso, todo el mundo entendía quién estaba haciendo qué. Abundaban las pistas; las conexiones sin especificar estaban inexplicablemente claras. Pero lo que en ruso se leía como convincente y meramente elíptico, en inglés se convertía en un montón de cosas insustanciales e incongruentes. En ruso, había un hondo y estrecho pozo de significado en ese pequeño espacio blanco que hay entre el punto final al término de una oración y la letra mayúscula con que se iniciaba la siguiente. Podría caerme en uno de esos pozos y no volver a salir nunca.

Rechacé el proyecto alegando problemas de salud.

Laura Esther Wolfson (Santa Mónica, California, 1965) es escritora y traductora estadounidense. Estudió la maestría en Bellas Artes en Nueva York, donde reside actualmente. En 2017, recibió el premio Iowa Prize for Literary Non-fiction por su libro de ensayos For Single Mothers Working as Train Conductors.

Traducción de Marta Rebón

Lee más sobre el libro en: gristormenta.com/pen

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