16 de agosto de 2017

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Cine/TV

William Jarmusch Williams

Laura Pardo | jueves, 20 de julio de 2017

Un espejo que devuelve la imagen, o un juego de dobles, es el eje que vertebra Paterson, la nueva cinta de Jim Jarmusch, inspirada en el célebre poema homónimo de William Carlos Williams. Que la persona y el artista se desdoblen y, al mismo tiempo, sean dos siendo uno: en una vida sencilla, amorosa y plana, por un lado; en un mundo interior vasto e inabarcable, por otro. Y como un guiño-homenaje al nombre del poeta –que tiene nombre de poeta, imposiblemente reiterativo y lírico, con el que los personajes, alguna vez, bromean– aquí todo se dice (o se ve o se vive) dos veces: los versos que escribe (y recita en off) –son, en realidad, de Ron Padgett– el personaje principal, llamado Paterson (Adam Driver), que reside en una ciudad llamada Paterson, que despierta todos los días sin que lo ordene el reloj y repite su rutina de conductor de autobús con puntual monotonía.

 

A partir de un largo poema sobre la ciudad, de muchas capas e innumerables recursos expresivos, Paterson, Jarmusch elabora una obra de una brillante sencillez, deudora de las lecciones del Abbas Kiarostami que atrapó la belleza de lo cotidiano en los detalles menos evidentes, en los nudillos de los hombres que manejan, en las curvas polvorientas del camino o en el árbol solitario que corona una cumbre seca (qué otra cosa podría hacer un cineasta trabajando con un poema sino citar a Kiarostami). Al volante también, el conductor de Jarmusch va atento a las historias de sus pasajeros, que diario traen a cuento las andanzas de los habitantes famosos de Paterson. La cámara, en cambio, se fija en otra cosa: en sus pies dispuestos asimétricamente, en el roce de sus piernas, en las manos que abrazan sus objetos preciados.

 

A esta ciudad, Paterson, hay que quererla. Por sus ladrillos color naranja, por su puente de cuento, por sus calles anodinas pero, sobre todo, por sus personajes célebres (que fungen como suerte de amuletos para la gente común que la habita): beisbolistas, poetas, rockeros, anarcos. Antes o después, en este juego de dobles, habrá que detenerse en la otra amada, Laura (la actriz franco-iraní Golshifteh Farahani), la pasión despojada de épica, apacible y simple. El paralelismo sirve a Jarmusch para desnudar los hilos que sujetan el día a día, rutinario y feliz, de una pareja destinada a nunca separarse –del mismo modo que Paterson jamás dejará Paterson.

 

Del Detroit desolado, que acoge la sofisticación añeja de un puñado de vampiros eternos en Sólo los amantes sobreviven (2013), el director viaja a otra ciudad gringa de trazo industrial, esta vez en Nueva Jersey. Su búsqueda siempre ha tenido ese factor común: la de un territorio –amplio, bien dispuesto– para que sus personajes, simplemente, habiten. Paterson lo atrajo con su imán poderoso: Jarmusch ya es parte de su historia.

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