07/11/2025
Artes visuales
¡El ‘Manual de estilo’ cumple veinte años!
Luigi Amara recuerda, a dos décadas de su aparición original, la trayectoria del ‘Manual de estilo del arte contemporáneo’ de Pablo Helguera
Una página de la segunda edición del ‘Manual de estilo del arte contemporáneo’ (Tumbona Ediciones), de Pablo Helguera
En algún momento de 2005, Pablo Helguera se presentó con una propuesta delirante y, al mismo tiempo, certera y atrevida, a las puertas de Tumbona Ediciones, proyecto independiente que entonces –hace poco más de dos décadas–, era apenas un sueño largamente acariciado por Vivian Abenshushan, Christian Cañibe y por mí. Recuerdo que estábamos en la cocina de mi departamento preparando el desayuno, y que en ese contexto humeante, de prueba y error, pero también de apetito y deleites anticipados, todo platillo y todo libro se antojaba factible. En las juntas de planeación de nuestro sello, con la desmesura de quien busca echar a andar lo imposible, habíamos acordado que la política editorial apostaría por “libros heterodoxos con espíritu irreverente”. Era como si Pablo Helguera hubiera percibido a miles de kilómetros de distancia, proveniente de Chicago o Nueva York, ese aire de discrepancia y arrojo que comenzaba a cocinarse en un rincón de la Ciudad de México.
Concebido originalmente como una pieza artística, más que como un libro de crítica o de sociología del mundillo del arte, el Manual tuvo originalmente como modelo los manuales lexicográficos y de uso del idioma que tanto se acostumbran en el ámbito anglosajón (como el venerable The Chicago Manual of Style, que ya alcanzó su decimoctava edición). Con esa mezcla de celebración y escarnecimiento que caracteriza al détournement –estrategia inspirada en la Internacional Situacionista–, aquella primera idea del Manual era efectivamente de “estilo”, aunque por su diseño parecía aludir a la composición de la frase y no a las costumbres, a la sintaxis y no a la práctica, si bien sus dardos ácidos y punzantes ya iban dirigidos contra las coreografías del mundo del arte y sus relaciones de poder. La idea de publicar una versión en español nos hechizó desde el primer momento, pero aquella misma mañana, por el tercer o cuarto café espresso, habíamos redoblado la apuesta y nos convencimos de que el libro debía tomar como eje una obra más familiar y en boga en el contexto hispanoamericano como el Manual de urbanidad y buenas maneras de Manuel Antonio Carreño. Ese viraje para el desvío –y el desvarío– implicaba, desde luego, muchas cosas, tanto conceptuales como gráficas, tanto de alcance como de disposición en el papel, pero a fin de que el libro cumpliera sus propósitos críticos –y humorísticos–, era crucial que se desprendiera de un referente preciso y bien conocido por todos en el orbe hispanoamericano.

Cortesía de Luigi Amara
El mayor cambio entre una versión y otra tenía que ver precisamente con el estilo, es decir, con el lenguaje y su peso y tesitura; más que el temor a extraviarnos en la traducción (en realidad una reescritura a cargo del propio Pablo), lo decisivo era hacer justicia al desplazamiento de territorios y tradiciones que comportaba. De un compendio de definiciones y reglas concernientes al orden sintáctico, se volcó de lleno en la pragmática, en el campo del comportamiento y la acción, pues a fin de cuentas hacía mofa de la etiqueta y el decoro en el interior de una burbuja en la que abundan los happenings y los desplantes, pero también las genuflexiones y los besamanos, y el arte se confunde con la vida. La nueva versión debía abandonar, en primer lugar, el tono lacónico y flemático característico de los manuales anglosajones, para desbordarse en la prosa más hinchada y rimbombante del así llamado Carreño. Todavía recuerdo el par de semanas enloquecidas en que me dediqué a corregir el manuscrito en una dirección que nunca me habría imaginado: “engordándolo”, con giros campanudos y prosodia dominguera, de modo que estuviera a la altura de la importancia que se concedían a sí mismos los tratados de urbanidad.
En segundo lugar, y acaso más importante, el ángulo de mirada debía concentrarse aún más en las maniobras de los protagonistas y sus distintos papeles dentro del sistema del arte contemporáneo. Dada la táctica y el cálculo que suelen regir en estos círculos, el libro se aproximó casi de manera espontánea a los manuales de ajedrez. El arte –un juego codificado, al fin y al cabo– se compone de jugadas predecibles, lances arriesgados y enroques inverosímiles. Los distintos actores, como las piezas, tienen un temperamento acorde a su función, y a imagen y semejanza del humilde peón que puede promoverse en dama, también al artista le está permitido reinventarse, a fuerza de empeño y promoción, como curador o galerista y ampliar el rango de su influencia –y de sus viajes– a los confines del tablero, esto es, a todo el globo terráqueo.
La eficacia de una parodia, puesto que participa a la vez del homenaje y de la befa, depende de la pertinencia de su modelo; en este caso, el que la tradición ampulosa de las normas de etiqueta del siglo ХIX latinoamericano haya sido una pauta ideal para comprender y reírse un poco de las dinámicas del arte a comienzos del siglo XXI no deja de llamar la atención: habla de lo ceremonioso y protocolario que puede ser el mundo del arte, no importa que haya sido atravesado –y revolcado– por sucesivas olas de vanguardia y ruptura.

Como Manuel Antonio Carreño, Pablo Helguera tiene dotes y curiosidad de antropólogo, así como una afilada capacidad de observación. Su campo de interés, al igual que el del prócer de aquella lejana y acaso extinta alcurnia venezolana, es el mundo inmediato que conoce bien y en el que se desenvuelve a sus anchas, lo que torna aun más admirable su ejercicio de extrañamiento. No explora tribus remotas, ocultas en la selva, sino la jungla variopinta de colegas y conocidos cercanos. Y si no hay ningún mérito en maravillarse al visitar las antípodas, frente al reverso de nuestros valores y costumbres, se antoja una proeza preservar cierto sentido del exotismo al verse reflejado en el espejo. Pero mientras que el halo viciado de la autoalusión roza en Carreño la ridiculez y el humor involuntario y aun el surrealismo avant la lettre, en Helguera, ya que parte de un afán satírico que no deja títere sin cabeza, logra beneficiarse de la complicidad del autoescarnio, de ese aire liberador de saber carcajearse en plena penitencia. Más que del resentimiento o de la desilusión o el hartazgo, su postura responde al esfuerzo por mantener un pie adentro y el otro afuera, con tal de no perder perspectiva crítica. No por nada ha profundizado en esta veta sarcástica en su serie Artoons, caricaturas implacables a medio camino entre la guasa de Abel Quezada y la estética limpia y casi esquemática de los cartones del New Yorker.
He de decir que, como editores, nos enfrentamos a tres sorpresas de signo muy distinto al poner en circulación el Manual: por un lado, la acogida entusiasta que tuvo en su momento superó nuestras expectativas más desorbitadas; por el otro, el hecho de que una parte de ese recibimiento consistiera en una lectura literal nos dejó boquiabiertos y descolocados. Aunque sospechábamos que el libro tenía los atributos necesarios para convertirse en un libro de culto, no sabíamos si llamaría la atención fuera del reducido nicho de artistas-dispuestos-a reírse-de-sí-mismos, así que partimos con un tiraje cauteloso de quinientos ejemplares. Acaso porque el arte se ha democratizado y hoy todos nos consideramos artistas, a la postre tuvimos que hacer varias reimpresiones y una segunda edición, corregida y aumentada, que también se agotó a ritmo de inopinado best-seller; prueba de que, como retrato y termómetro de una época, había dado en el blanco. Para lo que no estábamos preparados era para su lectura al pie de la letra, sin pizca de ironía. Artistas en ciernes, con prisa y en busca de atajos al éxito y la fama, lo leyeron a conciencia, de principio a fin, como un auténtico manual de superación y autoayuda. Si uno voltea alrededor y se sorprende por la proliferación de artistas demasiado atildados y correctos, de sonrisa perfecta y timing sospechoso, quizá se lo debamos al Manual, quiero decir, a que nadie sabe para quién trabaja. Sembrar un campo de minas no necesariamente resulta en estallidos ni en los escombros del viejo orden saltando por los aires… Por último, tampoco nos imaginábamos la poca disposición de los protagonistas de la escena artística a carcajearse de su figura en la casa de los espejos deformantes, exhibidos sin piedad pero con conocimiento de causa por un ejercicio jocoso de fenomenología. Mientras que los extraños al sistema del arte, así como muchas presencias satelitales o fugaces, nos retorcíamos de risa al ver enunciada con todas sus letras una escena más bien tiesa y jerárquica, los interpelados optaron por el viejo arte del desdén y, en su gran mayoría, ningunearon el libro.
Aunque han cambiado muchas cosas desde aquel distante 2005, y las redes sociales y la inteligencia artificial y la nueva ola feminista y la cultura de la cancelación y el movimiento MeToo harían tal vez necesaria una revisión pormenorizada y una puesta al día del Manual, las estructuras que sostienen el mundo del arte, y que perpetúan una forma determinada de comportarse y operar, no parecen haber sufrido una gran sacudida desde entonces –mucho menos una revolución. Diría, por el contrario, que las reglas esenciales del juego, el núcleo de códigos y dinámicas descritos en este libro se ha mantenido estable –puesto que el mercado que lo rige sigue siendo el mismo–, y que así como podemos disfrutar, en clave de chiste, de la idea de un vernissage de pinturas rupestres en las cuevas del paleolítico, estoy seguro de que dentro de cien o doscientos años, cuando quizás el arte ya sólo sea realizado enteramente por máquinas, los lectores del futuro sabrán regocijarse al ver desplegadas en estas páginas los rodeos pasmosos y las contorsiones sofisticadas de esta danza sui géneris, a fin de cuentas humana, demasiado humana, que alguna vez tuvo lugar en los recintos del arte.