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Música

Variaciones de la tradición

Guillermo García dibuja un panorama del revitalizado camino de la música folk de Estados Unidos.

Guillermo García Pérez | martes, 29 de agosto de 2017

Un gran suelo, el de la música folk norteamericana –o lo que ellos llaman simplemente americana–, con una historia extensa y compleja, se ha revitalizado en las últimas dos décadas para entregar un puñado de álbumes destacados. Es complicado determinar lo que puede incluirse en esa categoría, más allá de que, efectivamente, puedan enlistarse géneros como el country, el bluegrass, el rythm and blues o el rockabilly; pero el hecho de que haya debido inventarse un nombre para explicar el desarrollo de las músicas regionales de los Estados Unidos tiene muchos significados. Podríamos decir que la categoría existe, primero, para distinguir sus obras de las de la música urbana norteamericana: el hip hop, el pop, el rock y sus variantes e incluso, aunque parezca paradójico, el country más industrializado (y su estricto nicho de mercado: el de la América más blanca). Lo que es conocido como mainstream. Es sintomático, por ejemplo, que el nombre de americana sólo haya tenido plena aceptación a partir de la década de los noventa, cuando el mainstream mostró su rostro más caricaturesco gracias a la mutación de MTV. Había una enorme red subterránea de música folk que no estaba siendo atendida por los grandes medios y que las estaciones de radio independientes se encargaron de recoger (el jazz, igualmente subterráneo, siempre mantuvo canales de circulación independientes).

El nuevo nombre, entonces, debió crear su tradición retrospectivamente, lo que tampoco representó mayor problema porque en su camino había auténticos tótems: Bob Dylan o Neil Young hicieron de la tradición folk su centro gravitacional, Tom Waits usó varios de sus gestos más estereotipados para transformarlos en paisajes de su universo particular, Bill Frisell estudió sus géneros respetuosamente para construir una personalísima visión del jazz, Townes Van Zandt o Johnny Cash acopiaron de su tradición más rígida para generar interesantes válvulas de escape. Etcétera, etcétera.

Nada anunciaba, sin embargo, la explosión del cambio de siglo: con Internet como territorio orgánico, los nombres de Calexico, Joanna Newsom, Wilco, Sufjan Stevens o The Decemberists servían como portaestandartes de una escena de mayor profundidad que además, unos años después, superaría las muchas veces inflexibles fronteras norteamericanas.

Una agrupación que debutó un poco más tarde, Fleet Foxes, acaba de estrenar un álbum que bien podría resumir buena parte de esta trayectoria, no sólo por recoger muchas de sus lecciones sino por recombinarlas en una obra de alientos mayores. El álbum se llama Crack-Up, y es su primer disco desde Helplessness Blues, de 2011 (habían debutado en 2008 con un álbum homónimo). Una pausa tan larga que incluyó la partida de su baterista Josh Tillman (quien acaba de publicar el disco Pure Comedy, bajo el mote de Father John Misty) y que terminó, naturalmente, por reconfigurar su propio sonido. Podemos especular con que una pausa más breve hubiera generado cambios menores, y que la expectativa tras Helplessness Blues, de una base de seguidores cada vez mayor, espoleó a la agrupación liderada por Robin Pecknold para ampliar sus miras y complejizar su discurso. Hay que decir, sin embargo, que muchas obras de la última generación del folk norteamericano ya se caracterizaban por esa amplitud y esa complejidad: en 2003, por ejemplo, tras la publicación del álbum Michigan, Sufjan Stevens anunció que compondría un disco por cada estado norteamericano, en lo que llamó The Fifty States Project, al que sólo terminaría por agregar Illinois, en 2005, pero cuya idea-guía animaría el resto de su obra; basta revisar Planetarium (2017), su obra más reciente, junto a Nico Muhly, James McAlister y Bryce Dessner, donde dedica una canción a cada planeta del Sistema Solar, al Sol, a la Luna, al cometa Halley y a los agujeros negros.

Se trata, evidentemente, de la psique norteamericana –amplia, deseante, colonizadora– trabajando, pero también de una infraestructura que permite que incluso los exponentes de su circuito underground se permitan siquiera concebir dichos proyectos. Esa psique nacional no explora sólo territorios externos sino los del propio individuo (lo sabemos desde Whitman): este mismo año, para no ir más lejos, The Magnetic Fields publicó el disco conceptual 50 Song Memoir que, bajo la fórmula una canción = un año, revisa el medio siglo de vida de su cantante Stephin Merrit. Etcétera, etcétera.

La complejidad de Crack-Up también se inscribe en esta dinámica. Si canciones como “The Shrine / An Argument” (tal vez el mejor tema de Helplessness Blues) ya mostraban la capacidad de Pecknold para la composición rapsódica y la inclusión de gestos de otros géneros (en este caso, del free jazz), en su nuevo álbum esa capacidad se agudiza, casi podríamos decir que adquiere un carácter violento. Los fragmentos que componen “I Am All That I Need / Arroyo Seco / Thumbprint Scar”, el primer tema, ya no intentan camuflarse, ni siquiera tender puentes entre uno y otro: irrumpen en el desarrollo de la canción. El trabajo armónico de las voces (que denota la influencia de Brian Wilson y los hermana con las búsquedas de un grupo como Animal Collective, sólo que con una base musical acústica) sigue ahí, pero montado en un territorio cada vez más fraccionado. Crack-Up se construye a partir de ese vaivén: ascensos, caídas y fragmentos, articulados por un trabajo vocal y arreglos de cuerdas impecables. Y, a pesar de evidenciar la influencia de la tradición más arraigada del folk, el sonido de Crack-Up parece envuelto por una pátina de ensoñación (en otros tiempos se le hubiera categorizado como psicodélico), como si mediante ella construyera un nuevo filtro de transformación del americana. Si a Robin Pecknold se le ha acusado, no sin razón, de pretencioso (sus letras hablan lo mismo de la Guerra Civil norteamericana que del Imperio Romano), nadie puede negar, sin embargo, que sus exploraciones musicales han encontrado en Crack-Up un nuevo pico. Incluso para la propia canción norteamericana.

 

 

 

 

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