Fotograma de ‘Crónicas del otro norte’ (2024), de Miguel León
Los sueños son un salvaje misterio que habita el núcleo de la vida humana. Inevitablemente cotidianos, pero nunca enteramente domésticos. Quizás algo de su rareza indomable se debe a que su configuración es una tensa síntesis de oposiciones. Los sueños son formaciones enigmáticas del deseo y, a la vez, ensambles expresivos del entorno. Su extraña narración relata nuestra singularidad subjetiva y, a la vez, evidencia nuestra historia colectiva. Sus retorcidas imágenes presentan confusas sucesiones inconexas y, a la vez, reveladoras asociaciones insospechadas.
Crónicas del otro norte (2024) es una meditación fílmica sobre el anudamiento que el sueño hace posible entre lo íntimo y lo externo, lo individual y lo social, lo absurdo y lo revelador. El documental explora una historia alternativa del estado mexicano de Chihuahua a través de los sueños de sus habitantes. Para ello, el cineasta Miguel León (Barcelona, 1978) viajó durante casi tres años con una pequeña “cabina de los sueños” que instaló en diferentes localidades de este territorio norteño y grabó con ella más de 300 testimonios oníricos.

Fotograma de Crónicas del otro norte (2024), de Miguel León
Este ejercicio se inscribe en una larga relación del cine con los sueños. El medio fílmico ha indagado, como pocas artes, la potencia de las imágenes oníricas, aunque con resultados tan variados como sus películas o cineastas. Miguel León menciona a Buñuel, pero el cine onírico del aragonés es distinto al que encontramos en Fellini, Deren, Kurosawa o Lynch. Y Crónicas del otro norte tiene, también, su propia indagación.
A nivel de la forma fílmica, los sueños funcionan en esta película como estrategia para dislocar el vínculo entre la imagen y el sonido. Mientras escuchamos los testimonios oníricos en voice over, la pantalla despliega paisajes chihuahuenses en un blanco y negro altamente contrastado que crea una atmósfera de ensueño, al reducir todo objeto a ominosas siluetas sin particularidades discernibles. No vemos a quien habla, ni los sueños que cuenta, pero este desajuste audio-visual entre lo dicho y lo visto produce, a su vez, otro efecto de ensueño, pues imprevistos paralelismos dejan entrever imágenes espectrales, no presentes ni en el sueño escuchado ni en el paisaje visto, sino en el cruce virtual entre ambos. Así, como espectadores, experimentamos cierta “videncia” onírica capaz de sonsacarle a la imagen visual aquellas imágenes mentales suscitadas por nuestra escucha absorta.

Fotograma de Crónicas del otro norte (2024), de Miguel León
A nivel del contexto político, en cambio, los sueños en la película generan otra dislocación, una que ocurre entre el territorio y la historia. Por más de un siglo, Chihuahua ha sido marcado por la violencia social: fue territorio militar de Pancho Villa en la Revolución y ha sido epicentro del feminicidio y la “guerra contra el narcotráfico”. Entonces quizá no sea casualidad que varios testimonios oníricos tratan de sangre, armas, persecuciones o agresiones. Un caso especial es el del joven que, al soñarse recurrentemente fusilado por un ejército, decide escribir sobre el pasado revolucionario de su estado y después, durante su investigación, algunos personajes menores en esta historia entran a sus sueños para pedirle que indague más sobre ellos. “No sé si cuando uno escribe está loco, porque imagina cosas”, se cuestiona, “o de veras son recuerdos del pasado que vienen a ver quién los escuche”. Los sueños en Crónicas del otro norte abren así “otra escena” –para usar la expresión freudiana– donde pasado e imaginación confluyen en un mismo territorio que ha desbordado su marco histórico convencional.
Pero la forma onírica del cine también habilita una nueva imaginación política del presente y del porvenir. La película demuestra que el enrarecimiento onírico de la realidad no solo toma las formas distópicas de la violencia, sino que también puede dar cabida a la utopía. Recordemos al niño que tiene “sueños extraños, pero no tenebrosos” en los que el mundo acaba y, sin embargo, luego “aparecemos en un lugar igual a la Tierra, pero distinta: más limpia, menos suciedad”. También recordemos los varios testimonios de convivencias que parecen imposibles fuera del sueño: con animales salvajes, amantes desconocidos, familiares fallecidos… El cine puede darle lugar a esta utópica comunidad onírica y a esta renovada tierra de ensueño.

Fotograma de Crónicas del otro norte (2024), de Miguel León
Tal vez por eso, durante el testimonio de una joven que convive en sueños con su padre fallecido, vemos el interior de un pequeño cine justamente antes de la única imagen a colores en la película: es la toma de unas ramas movidas por el viento que, durante unos segundos, transita del blanco y negro al verde de las hojas y el amarillo del sol que se refleja en la cámara. Este paso de la pantalla fílmica a la imagen súbitamente teñida parece sugerirnos que el cine ha estado constantemente detrás del pasmo onírico de estos momentos inesperados, imágenes que de pronto, como bañadas de una misteriosa luz, hacen evidente una realidad alternativa que antes parecía imposible.