16 de agosto de 2017

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Cine/TV

Marguerite Duras o el cuerpo como escena

La retrospectiva que el FICUNAM dedica a la francesa permite a Jessica Romero pensar la relación entre su literatura y su cine

Jessica Romero | viernes, 2 de junio de 2023

Marguerite Duras. Fotografía: Lipnitzki / Roger Viollet / Getty

Militante del Partido Comunista –del que después sería expulsada–, cercana a Maurice Blanchot y Georges Bataille, Marguerite Duras (1914-1996) es una figura emblemática, que franquea la línea divisoria del cine y la literatura. Su escritura esencialmente subversiva piensa el cine como un estado inacabado que alterna construcción y deconstrucción de lo visible y lo decible. En el interior de textos como El marinero de Gibraltar (1950), Moderato cantabile (1958), El amante (1984) o Emily L (1987) se esconde una poética poderosa que no siempre resulta fácil de articular, establece contrastes dolorosos o provoca una sensación de fragilidad donde convergen la incandescencia de la pasión, el amor inaccesible y la fuerza del deseo más allá de todo sentimiento. Ahí, precisamente, el efecto de su escritura configura un singular modo de expresión, un estilo que hace de su cine una forma de experimentación en estrecha relación con la vida.

Para Duras escribir es suspender el tiempo tanto del que escribe como del que lee. El sentir inmediato –la intimidad– de lo que se está escribiendo-leyendo borra los límites entre uno y otro, los sitúa a merced de un flujo incontenible que dota a las palabras, las frases y los silencios de un resplandor ligado al deseo. Pareciera que supiéramos algo sobre la escritura cuando nos aproximamos a la palabra deseo. Y, sin embargo, ¿qué significa? En la obra de Marguerite Duras nos descubre una realidad inesperada, efecto de un movimiento de insubordinación, desmesura y transgresión. Escribir ofrece horizontes que sobrepasan los límites de la servidumbre y la utilidad: aquello que la realidad dice sobre sí imprime un tono trágico donde no sucede nada más que la puesta en escena del cuerpo, de todo lo que en él es locura, pasión, desesperación, desencadenamiento que de súbito irrumpe en la banalidad del lenguaje, arrebatos, voces, espacios vacíos, sonidos en la oscuridad.

Lo que interesa a Duras es estudiar las fisuras del lenguaje, descubrir los vacíos que abren las palabras, analizar la ambigüedad del silencio que amplifica o suspende instantes de pasión.

Lo que interesa a Duras es estudiar las fisuras del lenguaje, descubrir los vacíos que abren las palabras, analizar la ambigüedad del silencio que amplifica o suspende instantes de pasión. Todo parte del habla: en la manera de encontrar el valor para expresar la soledad, en la necesidad, la urgencia y la incapacidad de decir algo. El sentido de lo indecible pone en jaque al lenguaje, al asumir la imposibilidad de expresar un deseo que subyuga. La emergencia de esta reflexión obliga a ampliar el imaginario, prestando atención al eco que suscita la violencia de las palabras, la incongruencia del sentido, la inverificabilidad del lenguaje donde no hay nada que ver, sólo sentir. En ese límite, en ese espacio impersonal, inestable y errante, no obstante fascinante y atractivo, se suscita lo imprevisible, la originalidad y la dificultad de la escritura no sólo literaria sino también teatral y cinematográfica de Duras.

Escribir, dirigir

Ciertamente en Marguerite Duras escribir y dirigir son acciones que exaltan la diferencia entre texto e imagen. Una rara coyuntura en la que la experiencia vital no se pierde en los motivos novelescos sino que mantiene indicios de momentos de intensidad, memoria y olvido; aquello que rechaza ser definido, fijado, limitado resuena con un aire de brusquedad e impaciencia en que la realidad se hace sentir. Es como si la escritura encerrara en sí su propia imagen, conectando lugares que recorren la memoria, que el cuerpo reconoce instintivamente, transmitiendo una potencia amenazante y una fuerza ilimitada en donde se funde la mirada y el lenguaje toca su límite. Esa evocación se presiente ya en La música (1967) y es llevada a la consumación en India Song (1975), una obra que se erigirá como un nuevo modo de entender el lenguaje cinematográfico. Como la misma Duras lo expresó, es el “desmantelamiento de cualquier posible reconstitución”. A través de la destrucción de la historia de Anne Marie Stretter y el vicecónsul surge otra historia, un revés, incluso, quizás, un desdoblamiento distanciado de lo que fue.

Marguerite Duras

Delphine Seyrig en India Song (1975), de Marguerite Duras

Devolver a la palabra su valor primigenio, inventar un lenguaje nuevo asumiendo el riesgo de equivocarse, se convierte en una tentativa riesgosa que acompaña su exploración cinematográfica. Duras restituye el cine a su “grado cero”, como si se tratara de un medio todavía no explorado. En Destruir, dice (1969), por ejemplo, pareciera recuperar esos momentos –Dreyer, Murnau o Chaplin– relacionados con el cine mudo, con la densidad de la luz, con ligeros contrastes en blanco y negro que plasman lo esencial, el rigor y la pulcritud de la imagen. Al traducir sus evocaciones escritas a imágenes cinematográficas pareciera transmitir la vitalidad silenciosa que caracteriza a sus novelas, haciendo audible un tejido de silencios y ausencias que, al ser filmadas, amplifican, exaltan y descubren la presencia física de su escritura, su musicalidad. Incluso podría decirse que descifran lo que existe en estado primario, lo ilegible, el lugar de la pasión, la destrucción y el horror. El cine de Marguerite Duras está compuesto de laceraciones y superposiciones, desfases audiovisuales, separaciones y disoluciones, es un imaginario literario, visual y sonoro que pretende restituir la heterogeneidad y la irreductibilidad de momentos de intensidad que aparecen de súbito entre la memoria y el olvido, un ambiente extraño, quizá doloroso, excitante.

No hay en ello ninguna contradicción. Es claro que, cuando la escritura es conducida por el deseo, aspira a la desmesura, a la exigencia de una experiencia dispuesta a transgredir la ley, insistiendo en el goce de estados extremos. Para Duras el amor y el goce no son historias, son intensidades que plasman la angustia de ser perseguida por una pasión imposible de expresar; un momento reservado a las diferencias e indeterminaciones que afectan su experiencia escrita y la llevan a plantear un sentido inverso en el lenguaje. Es casi una confidencia, rasgo del amor, la destrucción y la muerte. Confidencia tan extraña como atractiva destinada a sacar otra comprensión de las significaciones más esenciales. Gracias al empleo de procedimientos de sustracción, de despojamiento narrativo, de supresión de lo superfluo de los “hechos bisagras”, consigue la aniquilación de toda correspondencia entre lo literario, lo visual y lo sonoro. Algo que de cierta manera destruye la comodidad que suele proporcionar el cine narrativo, estimula la conciencia del espectador, lo hace acceder al sitio de la pasión prolongándose como una lectura que se proyecta en el goce vivo experimentado en el cuerpo.

La nueva semántica

Los blancos tipográficos, la pantalla negra, los silencios y los espacios vacíos –lo mismo en sus libros que en sus películas– son estrategias narrativas que rompen los automatismos del lenguaje, del ver y el escuchar. Es una “nueva semántica”–afirma Duras– provocada por el tiempo. Por una temporalidad particular, una temporalidad en suspenso, fuera de todo orden lineal. En ese tiempo suspendido las palabras, las miradas, las voces y los silencios se hacen ver y se dejan sentir. Son voces e intensidades, no personajes. A su condición de seres en desplazamiento se les une la palpitación de sus cuerpos, la agitación nerviosa, la tensión emocional, la gestualidad sonora. Más allá de plantear historias o retratar personajes, en sus imágenes encontramos espacios que relacionan la soledad, la pasión y el dolor. De algún modo, la naturaleza intemporal de su cine se pone de manifiesto gracias al empleo de planos fijos, panorámicas, al uso del fuera de campo y a los abruptos cortes entre planos secuencia que evidencian la separación entre imagen y sonido.

Marguerite Duras

Fotograma de El hombre atlántico (1982), de Marguerite Duras

El fundido a negro, la fijeza de cada escena, la inmovilidad de la cámara y la lentitud de cada secuencia parecieran revelar lo que no permite ser expresado, lo que se esconde en el silencio, el lugar en que habita el deseo. Un ejemplo es El hombre atlántico (1982), donde durante casi toda la película la pantalla está en negro, como si la cámara proyectara su propia mirada al interior. Se advierte una ausencia clamorosa, efectuada con total intención. Ese instante álgido es, quizás, el clímax del acto del habla. A la cámara rígida e impositiva que se usa en el cine convencional contrapone Duras la flexibilidad, privilegiando la multiplicidad de los hechos, tomando papeles diferentes, intercambiables, desplazándose con la misma imperceptible movilidad que los ojos de los personajes; la cámara esta ahí para seguirlos, no para reemplazarlos. Y ahí, en esos lapsos de tiempo, la verdadera naturaleza de sus seres aflora en total desnudez. El lenguaje cinematográfico acaba convirtiéndose en manos de Marguerite Duras en un universo donde gravita la intensidad del dolor, la imposibilidad del amor, lo indecible y lo inaccesible del deseo.

Las cualidades con las que Duras dibuja el carácter de su cine son rasgos de una directora que desarrolló su carrera en los márgenes de la propia escritura, lo que le permitió tener el control absoluto de su obra. A veces se tiene la sensación de estar en los márgenes de la narración, no en la narración misma. Se sabe que lo que ahí sucede es un intenso diálogo con la vida que permite esa otra realidad inaprensible, que atañe al destino del escritor, trazada por la escritura, dada por el olvido de las palabras. No pretende explicarnos nada que no hubiésemos intuido, sólo quiere afirmar el lugar donde se recompone la soledad y el silencio; una inquietante imagen que proyecta una dolorosa lentitud, muy parecida al proceso de escritura.

Imágenes y sonidos

Hay algo que identifica de inmediato la escritura y el cine de Duras: en ambos el montaje tiene un papel fundamental. En su cine, minimalista, lo esencial es borrar, filmar poco, lo necesario. Precisamente ahí cobran forma sus películas, que dan gran importancia a la escucha y al pensamiento que surge del timbre de la voz. Contribuye una concepción estética en la que no existe correspondencia entre lo visto y lo dicho; una separación-disociación entre imágenes provoca el constante deslizamiento entre planos y perspectivas, haciendo que el contenido visual evoque otras significaciones, y donde la palabra pierde toda función explicativa. Por momentos pareciera que las voces no conocen el contenido de las imágenes.

Marguerite Duras

Marguerite Duras en El camión (1977), dirigida por ella misma

Hay algo que identifica de inmediato la escritura y el cine de Duras: en ambos el montaje tiene un papel fundamental. En su cine, minimalista, lo esencial es borrar, filmar poco, lo necesario.

Eso es, al menos, lo que podemos comprobar en El camión (1977) al poner en relieve la tensión audiovisual. Frente a esta escenificación sostenida por el inevitable contraste entre la imagen visual y la imagen sonora, desaparece toda lógica de correspondencias. Junto a series heterogéneas, contingencias y devenires diversos irrumpen actos de habla donde Marguerite Duras y Gérard Depardieu leen el guion al tiempo que es filmada la película. En medio de la tensa calma, y tras un instante falsamente contemplativo, aparece la pantalla en negro como si estuviera pulsada por la misma lenta pronunciación de los espacios en blanco de su escritura literaria. Y precisamente esos “trozos negros” y “hojas en blanco” ofrecen al espectador/lector la posibilidad de mezclar (montar) imágenes del paisaje, la carretera o el camino con imágenes invisibles perceptibles a través del sonido del mar, la música o las voces. Ese rumor de fondo –de placer, dolor y deseo– exige el más radicalizado contraste entre la escritura visual y la escritura sonora, cuyo efecto es la ruptura del dispositivo cinematográfico. Se va urdiendo y tejiendo, así, la textura completa de la película. Podríamos decir que El camión nos sumerge en un proceso ceremonial, de respiración-meditación, en el que nos dejamos conducir por el sonido de las palabras. Sin importar el sentido de lo dicho, de la estructura de las frases o de los significados, la escritura sonora funciona como notas que componen una musicalidad sublime.

Las imágenes de Marguerite Duras son expresión de la pasión. Imágenes laberínticas, incandescentes, eróticas, que sumen al lector/espectador en una profunda experiencia extática, mezcla de sensación y pensamiento, cuya fascinación revela diferentes posibilidades del ser. En ese encuentro de intensidades, su cine nace como posibilidad de destrucción y creación. El cine de Duras expresa imágenes que no se someten a la representación de lo existente, sino que buscan una la ley subterránea que traza los posibles caminos del cine por venir.

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