14/11/2025
Literatura
Cruzar el río
Un relato de la escritora y periodista mexicana Lydiette Carrión, ficción que se desplaza entre el mundo de los vivos y el de los muertos
Fotografía de engin akyurt en Unsplash
Siguieron la carretera de asfalto como les dijeron, un asfalto casi borrado y resquebrajado. Más piel de reptil, más flores entre las grietas. Cada cierto tiempo Eliza y David se detenían a descansar. Entonces hablaban un poco. Lo básico,
¿cómo vas?,
se preguntaban, y luego Eliza vagabundeaba un poco, mientras David tomaba agua de sus botellas. Traía tres, en el marco de la bicicleta dos, en el bolsillo interno de la chamarra otra más, una cantimplorita de látex flexible. Y luego montaban la bici de nuevo, David al manubrio, Eliza equilibrada sobre los diablos traseros. En algún momento Eliza se ofreció a pedalear e intercambiaron lugares pero casi inmediatamente empezó a brotar un poco de sangre de su costado izquierdo, agrandando la mancha oscura de su vestido, y aunque a ella no le dolía a David le preocupó.
Yo ya estoy muerto de verdad.
De verdad, dijo. O algo así.
Y ella volvió a su percha.
Recorrieron un tramo largo. Eliza calculó unas cinco horas con todo y descansos, aunque durante todo ese tiempo el sol parecía no haber descendido. Seguía ahí colgado en el horizonte como a punto de caer, justo unos centímetros arriba de las montañas. Y cada que paraban y Eliza miraba con detenimiento, esos pocos centímetros eran los mismos. Las sombras, igual de largas que cuando empezaron a rodar.
O eso le pareció.
Pero a los costados el paisaje cambiaba. Habían dejado atrás los deshuesaderos y las carrocerías de autos, los cúmulos de cascajo, las toneladas de ropas y las telas enredadas entre sí como cuerdas multicolores. También pasaron los vertederos y rellenos sanitarios, aunque entre los descampados también había basura. En algunos lugares se erguían chozas construidas con láminas de asbesto, tarimas de madera, lonas de plástico, la mayoría propaganda de partidos políticos, los colores tricolor, azules, violetas. Alrededor, mujeres y niños que les miraban al pasar. Algunas parcelas de cultivo, milpas abandonadas.
Habían dejado atrás los deshuesaderos y las carrocerías de autos, los cúmulos de cascajo, las toneladas de ropas y las telas enredadas entre sí como cuerdas multicolores. También pasaron los vertederos y rellenos sanitarios, aunque entre los descampados también había basura.
La carretera atravesaba otros caminos de terracería o simples senderos marcados por los pasos. Muchos pasos. A Eliza le pareció ver aquellas marchas pasadas como fantasmas o ecos.
¿Adónde iban?
Pero el pedaleo era más fácil. El terreno descendía. Progresivamente los zacates resecos dieron paso a hierbas amarillentas y malecillas. Algunos matorrales de hojas grandes y entristecidas. En las hondonadas, la humedad se acumulaba creando pequeños oasis, pero también se acumulaba la basura: llantas, bolsas negras con contenidos desconocidos, a veces, Eliza percibía ligeros tufillos a carroña entreverados con el viento tibio del atardecer.
Se encontraron con algunos canales lodosos, ahuejotes erectos como lanzas, ahuehuetes inclinados llorando sobre las aguas.
Se detuvieron a unos cincuenta metros del río que debían cruzar. El terreno a las orillas era cenagoso. Puro lodo y bejucos. Eliza pensó en lo difícil que sería siquiera caminar para llegar a la orilla. Más personas, solas o en grupos, se detenían ahí. Parecían esperar algo. Cruzar. Perros flacos y esmirriados deambulaban. David preguntó:
¿Cómo nos dijeron que se llama el río?
No me acuerdo.
Ninguno de los dos recordaba. Era muy ancho, Eliza no se lo había imaginado tan ancho, el caudal que corría hacia el norte parecía tranquilo.
No se confíen,
les habían dicho también.
Eso sí lo recordaban.
Hacia el sur, como a un kilómetro de distancia, se veía la estructura de un puente vehicular a medio construir. Desde ahí arriba tendrían una mejor vista.
Vamos ahí a ver,
dijo David.
Sí.
Y echaron a andar.
El rodeo les llevó unos veinte minutos, tras los cuales brincaron las vallas de contención, los quitamiedos, y pisaron una autopista nuevita y sin usar. De dónde venía, quién sabe. Desde el camino que ellos siguieron Eliza jamás la vio. Subieron hasta donde se detenía, inconclusa, las varillas oxidadas brotando del concreto como raíces expuestas. Justo arriba del río. Eliza y David se asomaron. Era una caída de unos diez metros de altura hasta las aguas marrones.
Desde ahí el caudal no parecía tan tranquilo y era imposible calcular la hondura. Miraron hacia ambas orillas y tan lejos como pudieron hacia el norte y el sur.
En la ribera donde estaban, hasta donde alcanzaban a ver, miraron gente, en grupos pequeños o de uno en uno. Igual que Eliza y David, se detenían frente a esta primera gran prueba, algunos sentados o de pie, mirando el río. Otros caminaban arriba y abajo tratando de encontrar un buen punto de cruce. Los trabajadores de limpia destacaban con sus pantalones y chalecos anaranjados o verdes brillantes, como cocuyos, quienes avanzaban entre la ciénaga levantando una botella de refresco o una bolsa de papas vacía aquí y allá. Era una empresa inútil, frente a las costras de basura acumuladas en las curvas del caudal. Frente a la llantas que flotaban en los remansos, frente a los esqueletos de muebles, los huacales pudriéndose…
En la ribera donde estaban, hasta donde alcanzaban a ver, miraron gente, en grupos pequeños o de uno en uno. Igual que Eliza y David, se detenían frente a esta primera gran prueba, algunos sentados o de pie, mirando el río. Otros caminaban arriba y abajo tratando de encontrar un buen punto de cruce.
Miraron la ribera poniente, hacia donde debían cruzar. Se veía más limpia y la tierra seca y pedregosa. Más oscura. Todo era un poco más oscuro ahí. También había gente y perros flacos, pero muchos menos.
Son aguas negras, va a ser como nadar entre popó,
dijo Eliza.
David sonrió.
Querrás decir nadar entre mierda.
Eliza se tensó, se sintió insegura frente al exceso de confianza. Al fin y al cabo realmente no conocía a David. Él pareció percatarse y tratando de conciliar agregó:
Entiendo, pero hay cosas peores. Además, no es como si fuera de verdad.
Eliza guardó silencio unos momentos. Luego dijo:
No entiendo por qué está así. ¿No se supone que este es un lugar sagrado o algo así?
David no supo qué responder así que no dijo nada y ambos siguieron mirando el río. A lo lejos, hacia el sur, una mujer se adentraba, intentaba cruzar. El agua le llegaba hasta la cintura, caminaba con dificultad. Eliza se imaginó el fondo fangoso y pegajoso, con los pies atrapados entre el barro. Siguió avanzando pero, cuando el agua le llegó al pecho, la mujer se hundió.
Se escucharon gritos desde las orillas, lamentos de la gente que la miraba.
Un perro se aventó al agua, se sumergió y en cuestión de segundos la mujer salió abrazada a su lomo. Sólo que –y Eliza no lo notó, pero David sí– el perro se veía diferente. Como más oscuro, con un pelaje más corto.
Ahora las exclamaciones fueron de alegría.
Una mujer se animó. Era de estatura pequeña, su rostro se veía muy joven, aunque desde esa distancia quién sabe. Tenía el pelo recogido en una trenza larga y oscura a la espalda y llevaba a un niñito de unos cuatro años en brazos, de pelito corto y crespo. Consolaba al pequeño que estaba muy asustado y lloraba, ambos se abrazaban muy fuerte. La mujer comenzó a caminar, pero en cuanto sus huaraches tocaron la ciénaga ambos se hundieron casi inmediatamente.
De nuevo desde ambos lados, surgieron algunas exclamaciones de pena. Unos segundos después la cabeza de la mujer asomó gritando:
¡Adrián!
¡Adrián!
Y se hundió de nuevo buscando al niño. Salía y gritaba de nuevo, tomaba aire y gritaba y volvía a bucear. Ella no vio, pero su hijito ya estaba en la otra orilla, ileso, rodeado de perros que lo limpiaban a lengüetazos y meneaban sus colas. El pequeño sonreía y los acariciaba.
La madre se hundió y esta vez tardó un poco más en salir. Sólo unos segundos más pero parecieron eternos. Cuando salió un perro la arrastraba.
Algunos de los que observaban desde la otra orilla gritaban:
¡Señora! ¡Acá está su niño! ¡Está bien!
En cuanto los pies de la mujer parecieron alcanzar el fondo se apresuró para llegar a él. Ambos se abrazaron con fuerza. Los perros también la lamieron, devolviendo cierto calor antes de que algunas personas les acercaran unas telas para secarse.
Hurras desde ambos lados del río.
Cuando el agua le llegó a la cintura se quitó la playera y con la mano derecha la mantuvo en alto, con la intención de que no se mojara. Con la que le quedaba libre daba brazadas largas y avanzaba con mucha velocidad. Es buen nadador, pensó Eliza. Pero cuando estaba a punto de llegar a la otra orilla se hundió.
Otro joven se animó. Era alto y de figura atlética, Eliza lo imaginó en vida como jugador de futbol americano. Cuando el agua le llegó a la cintura se quitó la playera y con la mano derecha la mantuvo en alto, con la intención de que no se mojara. Con la que le quedaba libre daba brazadas largas y avanzaba con mucha velocidad. Es buen nadador, pensó Eliza. Pero cuando estaba a punto de llegar a la otra orilla se hundió.
Pasaron los segundos
los minutos.
Alguien gritó:
¡Ayúdenlo!
Pero todos sabían que era inútil. El río no lo iba a dejar salir.
Nunca salió.
Arreció un viento frío.
Se hizo un silencio, un luto compartido.
Algunos de quienes ya se adentraban en las aguas dieron media vuelta. Otros más empezaron a caminar río arriba, hacia el sur.
¿Adónde van?,
les gritó David desde lo alto. Un hombre que ya caminaba volteó y gritó de vuelta:
¡Más arriba rentan unas lanchas! ¡Vamos!
Algunos más echaron a andar, siguiéndoles; otros se sentaron cerca de la orilla de brazos caídos, esperando a animarse o pensando sus opciones.
¿Qué hacemos?,
preguntó Eliza. David respondió:
Podemos ir a las lanchas. Pero ¿qué tan lejos queda?
En eso escucharon un ruido cercano. No se habían percatado de que uno de los trabajadores de limpia había subido el puente y barría cerca con una de esas escobas hechas con ramitas. Su carrito con botes de basura estaba a unos metros, unos perros lo acompañaban. El hombre llevaba el pelo largo en rastas y muchos collares de chaquira verde y amarilla en el cuello. David le preguntó:
Oiga, ¿qué tan lejos queda el lugar donde rentan las lanchas?
El hombre detuvo su trabajo, miró hacia el sur por un momento, como calculando.
Yo creo que a unos dos meses, amigo. Pero no todos pueden pagarlas.
David miró a Eliza y le dijo:
No tienes tiempo.
Eliza no respondió. Solo preguntó, pero como hablando para sí misma:
¿Te puedes ahogar estando muerto?
Mija, este lugar es muy grande, hay muchos caminos y algunos te llevan más o menos entero. Otros, no. El barrendero miró a ambos lados, como asegurándose de que nadie los viera o escuchara, se acercó a ellos y dijo, en voz muy baja:
También, hay que decirlo, hay distintos destinos.
Y bajando aún más la voz agregó:
Pero de eso no quieren que se hable.
Eliza, que lo escuchaba con la boca abierta, esbozó un gracias casi inaudible y luego habló a David:
Discúlpame, no puedo permitir que te arriesgues. Este es mi problema. Ve río arriba. Yo veo qué hago.
David sonrió.
No hubiera ido río arriba ni aunque viniera solo y con todo el tiempo del mundo. ¿Sabes? Creo que ahí se juegan otras cosas.
El trabajador de limpia sonrió con su bocaza, mostrando unos dientes muy grandes, como maduros granos de maíz.
Algo así,
dijo asintiendo,
no te equivocas.
David dijo, dirigiéndose a Eliza:
Podemos amarrarnos una cuerda, así te ayudo a cruzar.
Pero el barrendero negó con la cabeza.
Naaa. No pueden hacer eso. Para cruzar este río tienes que hacerlo solo. ¿No viste a la mamá y a su chiquito? No puedes hacerlo en grupos ni en pares. El agua no te dejará.
Los tres miraron largamente el río.
Por fin el sol tocó el horizonte.
Los pájaros regresaban a sus nidos, con ese canto que sólo hacen cuando se preparan para dormir. Las ramas pelonas se llenaron de sombras inquietas y canciones. Algunos murciélagos salieron de debajo del puente. Aleteos triangulares contra un cielo que extinguía los últimos rojos del atardecer.
Los pájaros regresaban a sus nidos, con ese canto que sólo hacen cuando se preparan para dormir. Las ramas pelonas se llenaron de sombras inquietas y canciones. Algunos murciélagos salieron de debajo del puente. Aleteos triangulares contra un cielo que extinguía los últimos rojos del atardecer.
Se alzó el viento.
Eliza entonces se sentó justo a la orilla, las piernas cruzadas, con la mirada fija en el agua. No podría hacerlo,
sumergirse ahí.
David, que seguía de pie a unos pasos atrás de Eliza, rompió el silencio.
Dicen que los perros ayudan a cruzar el río del Mictlán a los humanos que los cuidaron en vida, ¿no? Vamos a ver si el Púas me ha estado esperando, a ver si se acuerda de cómo le rascaba la panza cada día cuando regresaba de la escuela. Por más cansado que yo estuviera le rascaba la panza al canijo, y un ratote.
Y dirigiéndose a Eliza agregó:
Te espero del otro lado, amiga.
¡No, espérate!
Pero David ya se había montado en la bici y en cuestión de segundos rodaba camino abajo.
¡Espérate!
Eliza se quedó congelada. No intentó seguirlo. Se quedó ahí de pie, con las manos en la boca y la quijada trabada.
Unos quince minutos después David ya rodaba en la zona anegada junto al río. Cuando ya no pudo pedalear contra el lodo, bajó de la bicicleta, se la echó al hombro y a zancadas se adentró en la ciénaga.
Eliza lo miraba perpleja. Dijo para sí:
No entiendo por qué sigue con esto. No puedo ser responsable de su muerte, o qué carajos estoy diciendo…
El barrendero soltó una carcajada. Sólo entonces Eliza se acordó de que ahí seguía.
Creo que en parte lo hace por ayudarte, pero en parte lo hace por él mismo. No te sientas tan importante, mija. Además, tú tienes razón…
El barrendero hizo una pausa y se acercó a ella mirándola fijamente con sus ojos redondos y oscuros, rodeados de muchos pliegues de carne, como de hombre muy viejo o de tortuga milenaria. Se acercó demasiado. Eliza dio un paso hacia atrás. Él dijo con esa voz baja, muy baja:
Tienes razón, ¿cómo puedes ahogarte estando muerta?
El barrendero se le alejó y dio unos pasos más hacia la orilla, lo que tranquilizó a Eliza. Él agregó:
Mira, ahí va tu amigo. Me late que lo va a lograr.
Y sí, ahí iba David nadando. Primero trataba de conservar su bicicleta, cargándola con su hombro izquierdo, pero a la mitad del canal, la soltó y ésta se hundió. Él braceaba, aunque el río lo arrastraba hacia el norte y lo hundía por momentos. Pero su cabeza emergía una y otra vez, así como las cabecitas de algunos perros amarillentos y uno en especial, una cruza de fox terrier con un crespo pelo de alambre. El púas, pensó Eliza. La gente en la orilla lo miraba también. La bicicleta fue arrastrada más al norte y encalló sin problema en la orilla poniente, casi como si las aguas la hubieran devuelto amablemente a David. Cuando éste tocó tierra, Eliza se puso de pie y gritó hurras, como todos los demás. Pero unos segundos después la sonrisa se le diluyó en la cara mientras miraba a David acariciar a su pequeña jauría de perros mojados.
No habría perro que la rescatara.
Nunca le habían gustado ni los perros ni los gatos, ningún otro animal. Ni siquiera de muy chiquita. A qué niña no le gustan los perros, le reprochaba su mamá, que en ese entonces tenía a la Candy, una poodle pequeñita de color café que llevaba a todos lados en una bolsa rosa. La madre la adornaba con moños y la mimaba como a una bebé. Pero Eliza no la soportaba: en primer lugar era alérgica, le lloraban los ojos y la nariz se le llenaba de mocos si la perra se le acercaba. Su mamá parecía no darle importancia a esto. Es más, no le creía.
¡Nunca he conocido a nadie alérgico a los perros!,
exclamaba su mamá. Y esto llevaba a discusiones interminables entre sus padres. Él quería regalar a la perra. Pero su mamá no.
Sí hay alérgicos a los gatos, pero nadie es alérgico a los perros. Lo de Eli es psicológico, está muy pegada conmigo y se siente celosa. ¿Qué va a pasar cuando llegue el bebé?
respondía la mamá, cuando discutían. Eliza los escuchaba desde su cuarto y odió a la Candy por eso. Por culpa de la Candy su mamá pensaba que ella era mentirosa. Aunque por momentos llegó a creer que sí, de alguna manera se había provocado la alergia ella misma. Pero no sabía cómo detenerlo.
Aunado a la alergia, le daban asco las lagañas que se le formaban a la perra alrededor de los ojos y le daba grima el choque de sus garritas contra el piso de azulejo cuando corría. No soportaba su olor, y tampoco el de la orina que dejaba en el jardín. Eliza fue cruel con ella. Muy católica ella, pero si se la encontraba sola y tenía oportunidad, le llegaba a propinar pataditas, no con mucha fuerza, pero la suficiente para que la Candy chillara y se le alejara. Así que durante segundo año de primaria, perra y niña se detestaban mientras competían por el amor de una mamá, que por lo general ignoraba este conflicto familiar.
Aunado a la alergia, le daban asco las lagañas que se le formaban a la perra alrededor de los ojos y le daba grima el choque de sus garritas contra el piso de azulejo cuando corría. No soportaba su olor, y tampoco el de la orina que dejaba en el jardín. Eliza fue cruel con ella.
Eliza tiene que aprender a compartir el amor, más ahora que llegue el bebé…
Pero la perrita vivió poco y cuando murió la mamá lloró mucho. A la culpa de mentir con la alergia y las patadas se agregó la culpa de la perra muerta. Sintió que quizá ella lo había ocasionado. Que si no hubiera sido tan mala la perra viviría.
Desde entonces la familia no tuvo más animales. Eliza tenía siete años cuando llegó su hermanita. Y a ésta la quiso muchísimo, pero de animales, nunca más. Ahora, viendo a David al otro lado, pensaba que siempre trató de ser lo suficientemente buena y seguir las reglas para no meterse en problemas. Para estar segura. Pero nunca se le ocurrió que querer o cuidar a un perro era importante para salvar su alma.
Entonces escuchó la voz del trabajador atrás de ella, muy cerca de su oído:
Eliza, ya sea que te hundas o cruces, es hora de que asumas tu camino.
Y la empujó.
Eliza alcanzó a emitir un grito antes de caer al agua.
Su estómago recibió todo el impacto.
De panzazo,
le hubieran gritado en una alberca.
La piel hormigueó dolorosamente como si un millón de agujas la atravesaran al mismo tiempo. A duras penas pudo evitar que el golpe la dejara sin aire. Pasaron varios segundos antes de que pudiera reaccionar.
Se hundía entre el frío y el ruido de las burbujas.
Tras la primera conmoción, y aunque apenas podía mover sus piernas y brazos con el dolor, logró ascender a la superficie, justo cuando sus pulmones explotaban y abría la boca como un pez asfixiándose fuera del agua.
Respirar.
Por fin.
Arreció la corriente y la arrastró algunos metros. El agua la cubrió de nuevo pero logró sacar la cara lo suficiente para respirar. El río la hundió otra vez y otra vez con todas sus fuerzas pataleó hacia arriba. Y de nuevo revolcada como si todas las olas del océano estuvieran ahí y se empeñaran en hacerla girar de mil maneras. Así, cada que podía sacaba la cabeza y jalaba aire como si no fuera a hacerlo nunca más.
El cuerpo entumecido, el dolor era terrible.
Pero subía y podía respirar.
Concéntrate.
¿A qué orilla debía nadar? Ya no sabía. Desde el agua las dos se veían igual. Pero ya no importaba. Emprendió hacia la que creyó más cercana.
Avanzó en línea transversal. La corriente era tan fuerte, pero lo lograría. Lo iba a lograr. Braceaba y pataleaba con todas sus fuerzas, le quemaban los músculos por el esfuerzo y se sentía nadando en cámara lenta. Se enredaba con lirios y bolsas de plástico lamosas, el olor era espantoso. Pero lo lograría.
Entonces sintió el tirón hacia abajo.
Pudo inhalar una gran bocanada de aire antes de hundirse por esa última vez.
David vio a Eliza ser arrastrada por la corriente unos quince metros hacia el norte y luego su cabeza se hundió. Quiso entrar por ella, pero cuando lo vieron acercarse a la orilla varias personas lo detuvieron.
Es inútil,
le dijeron. Este tramo sólo depende de ella.
Dejó caer los brazos. Miró hacia el poniente, hacia el camino que seguía. Luego otra vez hacia el río.
Las aguas se veían serenas, lentas, achocolatadas y sucias, cargadas de basura. Pero serenas.
Se sentó en una piedra. El Púas se echó a sus pies, mordisqueándose las patas.
David rebuscó entre los múltiples cierres y bolsillos de su chamarra. Encontró un caramelo de los que tienen pasa en el centro. Cuando estaba en su curso de rescate, recibió una de las lecciones que más le habían servido durante su vida. Su instructor era un hombre de unos cincuenta años, barrigón y mofletudo, y todos los viernes se iba a la cantina que frecuentaban casi todos los rescatistas de la ciudad. Pero ese borracho panzón era el que más sabía sobre maniobras de emergencia. El caso es que este señor le dio un tip que en los cinco años trabajando en emergencias y rescates le resultó muy útil a David. Y no sólo en labores de rescate, sino en la vida.
Cuando estás en una situación que te rebasa, que no sabes qué hacer, respira profundo. Si puedes, siéntate un momento y saca un caramelo de tu botiquín. Recuerda que siempre debes llevarlos. Son para emergencias. Concéntrate en quitarle el celofán y escucha los ruiditos que hace.
Su instructor le dijo más o menos lo siguiente:
Cuando estás en una situación que te rebasa, que no sabes qué hacer, respira profundo. Si puedes, siéntate un momento y saca un caramelo de tu botiquín. Recuerda que siempre debes llevarlos. Son para emergencias. Concéntrate en quitarle el celofán y escucha los ruiditos que hace. Luego, dobla cuidadosamente el celofán. Y ahora mira el dulce, observa el color –éste que ahora sostenía David era verde bandera, la pasita se veía casi negra–. Luego échatelo en la boca, pero no lo muerdas. ¿A qué sabe? –No le sabía a nada–. Deja que se disuelva poco a poco. Al final, observa tu cuerpo, siéntelo. Pon atención a tu respiración –se percató que en efecto ya no requería hacerlo–. Y toma siempre agua, mantente hidratado –David dio el último trago de su tercera cantimplora–. Ahora sí, toma decisiones, arma un plan.
¿Qué iba a hacer ahora?
Ya no había ningún plan.
Pobre chava.
Cerró los puños.
Qué culeros los que la mataron.
Miró de nuevo hacia el río.
En realidad nunca tuvo chance.
Se le cayó de los dedos la envoltura de celofán. Se agachó a recogerla, pero cuando levantó la mirada de nuevo hacia el frente, ¡ahí estaba! A la mitad del río, Eliza, apenas consciente, tosiendo, ¡agarrada de un perrito minúsculo!
David se internó un par de metros para ayudarlos. Con el agua hasta los muslos, levantó a Eliza y la cargó hasta la orilla. Ella estaba muy pálida, casi azul. Respiraba de forma entrecortada y tosía. En cuanto Eliza tocó tierra firme se dejó caer y casi inmediatamente empezó a vomitar agua del río, espumosa y rosada. Y siguió tosiendo, con apenas unos momentos para respirar. La perrita, muy chiquita de pelo largo, alcanzó la orilla, se echó junto a Eliza y se hizo bolita, tranquilamente. David supo que Eliza se iba a recuperar.
Sabía a victoria casi personal.
Tirada en el suelo, Eliza todavía sentía que se ahogaba. Empezó a vomitar otra vez esa espuma sonrosada. Le dolía mucho el tórax y la garganta. Extendió sus palmas y se agarró a las piedras, a la tierra. El tacto la anclaba.
David la volteó de lado, y gritaba:
¡Denle espacio!
Y a ella le decía:
Vas a estar bien, amiga. Con calma. Quédate ahí tranquilita, tómate tu tiempo. Ya la libraste.
Eliza temblaba aterida de frío. Un frío muy profundo que llegaba del centro de su cuerpo, como si un pequeño hoyo negro hubiera nacido ahí y ahora se la quisiera tragar de adentro hacia afuera. Sólo escuchaba a su alrededor voces, pasos, el ligero peso de una manta o lona que alguien puso sobre ella. Una perrita le daba calor, sorprendentemente efectivo para su tamaño. Pasó así quizá unos veinte minutos y dejó de temblar. Ella quiso olvidarse de todo, se durmió un rato largo. Las voces la arrullaron.
Y finalmente abrió los ojos.
Lo primero que vio fue a la perrita a sus pies.
La misma que Christian iba a matar, aquella por la que ella misma fue apuñalada. Eliza sonrió a medias y extendió su mano. Los dedos tocaron su pelaje mojado.
Te mató a ti también, chiquita. Lo siento mucho.
La perrita le lamió los dedos.
Gracias, gracias de verdad. Yo quise salvarte a ti, pero al final tú me salvaste a mí.
Lloró un poco. La perra se acercó a la cara y le dio lengüetazos en la nariz y boca. Eliza rió, asaltada entre la ternura y el asco. Era la primera vez que un perro la lamía, y en la boca. Aunque nunca lo hubiera permitido antes, ahora la reconfortó el tacto tibio y suave, húmedo. Casi vivo.
La abrazó por unos minutos, pero poco después sintió el hormigueo de la alergia.
Ya, chiquita, por favor.
Me salvaste y ahora me vas a mandar al hospital, pensó. Pero no paraba de sonreír. Además, cuál hospital.
La perrita pareció entender, dio unos saltitos y se echó de nuevo a sus pies. Era tan pequeña y se movía como un juguete de cuerda.
Ahora, se daba cuenta, sí le hubiera gustado tener una mascota. Quizá con las vacunas antialérgicas hubiera podido tener una. Pero todavía estás viva, linda. Tienes una oportunidad de regresar al mundo y tener un perrito, pensó para sí, como solía hacerlo,
hablando en segunda persona hacia sí misma,
con el nombre que le daba Rodrigo:
linda.
le molestó hacer esto.
Ella estaba en esta horrible situación por ir a buscarlo como una loca, por los celos que sintió, por su inseguridad frente a Rodrigo. Y esos celos no eran gratuitos. Él ya la había engañado. No debió perdonarlo. Pero se sentía tan sola, y quería volver a cuando empezaban, a sentir ese amor, ese cuidado. En fin, ya no quería pensar en él. Y menos llamarse a sí misma como él lo hacía.
Más gente se acercaba a ella. Se cernían las siluetas recortadas en ese cielo que, ahora sí, estaba más oscuro. Quién sabe de dónde consiguieron una mandarina. Una palanqueta de cacahuate. Le supieron a gloria, a recuerdos de infancia.
¡Felicidades, muchacha!,
dijo un señor.
¡Mija, ya estuvo! Lo demás es fácil, sólo caminar,
exclamó una señora ya de cierta edad.
Y ahí estaba David, todavía mojado y con esa ancha sonrisa de dientes un poco chuecos que jamás habían pasado por la ortodoncia.
La libraste, amiga.
Alrededor de una hora después reanudaron el camino. Eliza había perdido las chanclas en el río, así que ahora llevaba unos tenis converse muy sucios y rotos que alguien le dio, amarrados con pedacería de agujetas.
Dejaron atrás al púas, a la perrita y a los demás animales.
Luego los alcanzan los animalitos,
dijo alguien.
David iba moqueando por despedirse de su amigo.
Eliza no se animaba a subirse a la bicicleta todavía, se sentía bien débil, temía caerse. Acordaron caminar un trayecto y ya que ella se sintiera más fuerte, volverían a rodar. Tras unos veinte minutos de andar en silencio, Eliza le dijo:
Gracias. Vi que sabes de primeros auxilios.
Sí, pues. A eso me dedicaba. Primer respondiente.
Caminaron un rato más. Hasta que David preguntó:
¿Y qué te pasó en el agua?
Fue muy rápido todo. Como si me jalaran para abajo.
Y volteó a verlo,
¿Tú no sentiste algo así?
Un poco, sí,
reconoció David.
Sentí que mis piernas se enredaron en algo. Pero pataleé y los chuchos me alzaron, así que me zafé rápido.
Saliste casi de inmediato. Te vi.
Tú también. Es decir, te tardaste más, pero en realidad fue rápido.
Eliza no dijo nada. Sí, fue rápido. Pero el minuto o algo más que pasó bajo el agua se sintió como una vida.
¿Y viste algo abajo?,
preguntó David, mirándola de reojo.
Por supuesto, todas las personas con las que habló mientras Eliza se recuperaba, tirada entre las telas y las lonas, le dijeron que en el fondo de aquel río había un monstruo y que se comía a todo aquel que no era amable con los animales.
Un monstruo que parecía dinosaurio,
dijo un niño de unos siete años.
Más como lagarto,
respondió su hermano mayor, de unos once.
Nadie de nosotros lo ha visto. Es un cuento,
atajó un viejo con uniforme de la desaparecida Ruta 100, la línea de autobuses que cerró en los años ochenta. ¿Cuántas décadas llevaba estancado este señor aquí?, se preguntó David al verlo.
No es cuento,
lo interrumpió una vieja.
Se lleva a los que son malos con los perritos. Es más, yo medio lo vi una vez, asomó su cresta. Parecía una hilera de espinas entre gris, verde, azul…
No es sólo ser bueno con los lomitos,
dijo otra mujer,
se trata de ser bueno con los animales. Nuestros hermanitos menores.
Alguien más, un hombre de edad indefinida, muy flaco, asintió y dijo:
Hacer comunidad con la naturaleza. Namasté.
Otra persona habló que incluso gatos habían ayudado a pasar, no solo xolos. Pero eso sí, eran raras las personas que se salvaban si se llegaban a hundir de la forma en la que lo hizo Eliza. El monstruo se los come. No vuelven a salir.
Puros cuentos,
repitió el de la Ruta 100.
La gente se ahoga, nadie se los traga.
Y ahora David sentía mucha curiosidad por saber si realmente había un monstruo o era una leyenda.
Eliza siguió caminando y mirando hacia el frente mientras respondía, con un tono neutro dijo:
Había mucha basura y mucha planta, casi no vi nada, estaba tratando de salir.
Claro que lo había visto.
Todo fue muy rápido, además, la asfixia, el dolor, no podía pensar.
Pero claro que lo vio.
Las primeras dos luces enmarcaban una grieta inmensa, una caverna que se ensanchaba a cada segundo. De ahí asomó entonces una culebra muy gruesa y muy roja. Se acercaba, era de un rojo brillante, colmado de sangre, la serpiente era bicéfala.
Desde el primer jalón vio luces pequeñas en el fondo. Aunque estaba tan oscuro, abajo, el agua parecía estar más limpia, casi cristalina. Primero pensó que eran botellas de vidrio o latas entre el lodo, que reflejaban la luz que llegaba de la superficie, pero las luces se movían,
se acercaban
en vaivén, cada vez más, hasta que pudo distinguir que formaban parte de una mole gigantesca, más oscura, veteada, que se movía de izquierda a derecha, ondulante, nadando hacia ella. Las primeras dos luces enmarcaban una grieta inmensa, una caverna que se ensanchaba a cada segundo. De ahí asomó entonces una culebra muy gruesa y muy roja. Se acercaba, era de un rojo brillante, colmado de sangre, la serpiente era bicéfala. No. No era una serpiente. No tenía ojos ni boca. Era una lengua. La caverna era una boca que seguía abriéndose y ahora ya estaba muy cerca. Ya no tenía aire para gritar, pataleó tratando de alejarse, pero ya no tenía fuerza.
Las otras luces, incrustadas en la mole, parecían piedras
preciosas tornasoladas de
todos los colores. Como el tesoro de un
dragón
¿Pero no estaba muy oscuro?
No pudo haber visto con tanto
detalle lo imaginó.
De cerca, la mole, la montaña tenía un ojo que parecía humano, castaño oscuro, con las vetas como los de su hermana, como los suyos.
Pero muy grande.
El ojo de un gigante.
Estaba oscuro, el agua turbia. No habría podido ver casi nada.
El Universo dibujado en el lecho del río.
Luego llegó el deseo de desaparecer. Pertenecer a ese hermoso monstruo, ser parte de ello. Ojalá
termine pronto.
Esto no se lo iba a decir a nadie. No lo diría nunca. Que deseó dejar de ser.
No era su culpa haber pensado así. Los pulmones le explotaban, no podía nadar. No podía pensar. Porque iba a morir es que le llegaron tantas imágenes,
tantos recuerdos
De cosas que nunca habían pasado.
Siempre le habían dicho que a la hora de morir una veía su vida frente a los ojos como una película. Ella vio tanto que ahora se preguntaba si se inventó todo tratando de explicarse a sí misma. O tratando de imaginar lo que ya no iba a poder experimentar. Y si de verdad imaginó tantas cosas en tan poco tiempo.
También sintió arrepentimiento. Por ejemplo, se reprochó haber ido detrás de alguien que ya no la quería. Que por ello la habían matado y ahora dejaba solas a su mamá y a su hermana. Y a ellas ¿qué les pasaría ahora?
Por favor, que nunca sepan lo que pasó. Eso las pondría en riesgo.
Que Christian nunca las encuentre, que no sepa de ellas, que nunca les haga daño.
Ese tipo era peligroso.
Y poderoso.
¿Por qué era así el mundo?
Quiso dejar atrás todo eso, miró hacia el
fondo que ahora era tan
luminoso verde
un tronco en el tramo del
río sedimento millas andadas –no he caminado tanto– algo
brilla plateado en el lodo
principio y fin.
En eso, algo la empujó hacia arriba, volteó hacia el costado y vio una bolita revuelta de pelo y fango. Del tamaño de un gato o un perro faldero, pero tan fuerte. Se alejaba un poco, tomaba vuelo y la volvía a empujar, una y otra vez arriba.
Se alejaron las piedras preciosas
el ojo del gigante. La culebra de carne roja.
Vino la oscuridad y luego la luz otra vez. El frío.
Lo demás fue más confuso. El dolor, aspiraba y conseguía que entrara un poco de aire a los pulmones pero inmediatamente una tos y la asfixia otra vez. Bocanadas entrecortadas, apenas suficiente oxígeno para sobrevivir, y volver a sentir el frío, el dolor y la asfixia. Brazos que la jalaban y terminaban de llevarla a la otra orilla. Voces y gritos.
Creo que ya me puedo subir a la bici un rato,
dijo Eliza.
Va. Un rato.