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Lo siniestro a domicilio

Una película (‘La casa del diablo’) y una serie (‘Servant’) de horror animan interesantes reflexiones en la actual coyuntura

Guillermo Núñez Jáuregui | lunes, 6 de julio de 2020

Imagen del capítulo final de la primera temporada de 'Servant', de Apple TV+

Es de noche, se espera un eclipse lunar y una estudiante universitaria, aburrida, enciende su walkman. Está sentada en la sala de una vieja casona en el bosque, que no le pertenece. La contrataron como niñera. Desde su walkman, entonces, suena “One Thing Leads to Another” de The Fixx. Para distraerse juega billar en la sala de juegos pero pronto la música la conduce hacia la cocina, donde husmea rápidamente. Se asoma temerosa por las escaleras que conducen al sótano, y finalmente sube unas escaleras hasta la planta alta donde, bailando, rompe un jarrón. ¿Se enojarán sus patrones? Es difícil saberlo. No han sido personas confiables. Antes de salir, durante la entrevista de trabajo, el hombre alto, pálido y extraño que la ha contratado, le ha dicho: “Tendrás que disculparme Samantha, pues no he sido completamente honesto contigo”. ¿Niñera? No, le han pedido, en realidad, que cuide a la abuela que vive en la casa. La mentira envenena el ambiente. En la canción de The Fixx: “por qué no / hacen lo que dicen, dicen lo que quieren decir / una cosa lleva a otra”.

La tensión va en aumento en La casa del diablo (Ti West, 2009) y no mucho después de esa secuencia, en la que Samantha (Joceline Donahue) baila como si estuviera en un videoclip, alguien llama a la puerta. Desde el inicio sabemos que es una película de horror que no sólo se desarrolla en 1983 –en rigor, una película de época– sino que emula o rinde homenaje a cierto estilo de cine de aquella década, como se insiste a través de la tipografía del título, el uso del zoom en ciertos momentos, la banda sonora o el uso de película de 16 milímetros. Pero no se trata de uno de los muchos artefactos culturales que inundarían la cultura popular durante la década pasada y que, a través de una “cirugía psíquica de extirpación”, explotaron la nostalgia por el cine taquillero hollywoodense (desde Super 8, de 2011, hasta Stranger Things, que inició en 2016). La película de West, hasta ahora la mejor que ha hecho, rescató varios elementos que se han resistido a ser absorbidos plenamente para su consumo, como el satanismo o el horror gótico. Pero también añade situaciones típicas de las leyendas urbanas de los ochenta (la niñera a solas que pide pizza a domicilio) que hoy están completamente naturalizadas. Aún más en los tiempos que corren, cuando desde hace meses cierto segmento de la población se ha arrojado al placer burgués de la comida a domicilio y el consumo de cine o televisión a la carta (obligando a otros a darle cara la crisis trabajando en la operación del envío).

Fotograma de ‘La casa del diablo’ (2009), de Ti West

La situación recuerda a la de Aldo y Rosita Peyró, la pareja madura que en Las noches de Flores (2004), de César Aira, encuentra una especie de oportunidad (y de antídoto a la crisis de entonces –pero ¿es realmente distinta?–) para ejercitarse y conseguir un sueldo a través del reparto de pizzas para un negocio local de su barrio, sumándose a ese “ejército de jovencitos en motoneta que iban y venían por las calles de Flores, y de todo Buenos Aires, desde que caía el sol, como ratones en el laberinto de un laboratorio”. En esa novela la situación se vuelve cada vez más onírica, pesadillesca. ¿No había un asesino que sólo se interesaba en matar a repartidores de pizzas? ¿No había un duende, también, que los acosaba? ¿Un niño muerto?

¿Con qué se entretiene uno en estos días? ¿Y qué experimento se lleva a cabo en este laboratorio que compartimos? Uno pone Netflix y ve que colgaron una comedia inspirada en algunos relatos del Decamerón (Little Hours, 2017, de Jeff Baena). No está mal, salen unas brujas. Pero muy pronto Netflix comienza a sentirse como una especie de Muzak anímico: las horas, sí, se vuelven pequeñas. Hay otros servicios. Apple TV+, por ejemplo. ¿Qué tenemos? Que a finales del año pasado allí se estrenó Servant, creada por Tony Basgallop (con producción ejecutiva de M. Night Shyamalan, quien dirige un par de episodios). También aquí están algunos de los elementos góticos (o convenciones) que fueron explotados en La casa del diablo: la mansión oscura (pero ahora ubicada en un espacio urbano, en una Filadelfia dolorosamente contemporánea); el temor a lo sobrenatural expresado en sectas fervientes; pero también otros, como el muñeco inquietante. Una diferencia interesante es que la figura virginal de la niñera aquí parece una amenaza. Pero atendamos, mejor, una semejanza interesante: la maldad de la mentira.

En La casa del diablo la totalidad de la trampa no se revela hasta el final, aunque hay varias pistas a lo largo de la cinta (un menú especial en una pizzería muestra que esa noche servirán la “pizza eclipse”…). A pesar de las distintas señales de peligro la joven universitaria se adentra en la casa del diablo. ¿Por qué? Es claro: necesita el dinero prometido. No hay mucho espacio para la ambigüedad en una película de hora y media, pero en Servant, cuya primera temporada consta de diez capítulos (el más extenso es de 36 minutos) la mentira explícita convive con las verdades a medias. Dorothy (Lauren Ambrose), una reportera de noticias suaves, no puede halagar sin insultar (“¡Desearía tener tu seguridad!”, le dice a una amiga –empleada– a propósito de su apariencia) ni decir lo que quiere decir (“¡Prácticamente nos robamos a la niñera!”, para querer decir que ¿está muy calificada para lo que le pagan?). Por supuesto, no puede confiarse en Dorothy: desde el inicio sabemos que ha contratado a una niñera para que cuide… a un muñeco Reborn, creado para ayudar a superar un duelo. En contraste, la verdad de Dorothy (que ha sido incapaz de superar la muerte de su hijo) es conocida por su esposo, Sean (Toby Kebbell). “Que haya sido barata no significa que debamos confiar en ella”, le contesta. Pero la mentira de Sean es más compleja: dedica sus días a mantener un secreto y a la gastronomía, una disciplina que en nuestra época oscila constantemente entre la cosmética, la ciencia y, algunos quieren, el arte.

Sean no cocina para un restaurante ni hace envíos a domicilio: el suyo es un caso rara vez visto en la televisión: cocina como consultor para restaurantes. ¡Es un chef que hace home office! El personaje, a diferencia de Dorothy (quien continuamente debe salir de casa a realizar sus reportajes basura), permite que la mayor parte de la trama de horror psicológico de Servant se desarrolle en interiores. En este sentido hay un elemento profundamente inquietante y coyuntural en la serie, que evoca también el horror psicológico de la crisis que vivimos (y que ha puesto en jaque a tantos restaurantes y tantas cocinas domésticas a funcionar de nuevo). La segunda temporada de Servant, como tantas producciones (y como ocurre en muchas otras industrias distintas a las del entretenimiento) tuvo que detenerse debido a la pandemia. Pero también sirve, a través del personaje de Sean, para subrayar las mentiras y verdades a modo que sostienen un sistema económico que se ha dedicado a sofisticar y encarecer placeres, sacrificando el bienestar de muchos. Sin embargo hay un punto ciego en el relato gótico y sobrenatural. Es inexplicable. Lo más inquietante de Servant es la zona peligrosa a la que apunta: la emergencia de una fe depositada en amos que no la merecen.

Es de noche, se espera un eclipse lunar. Tumbado en el piso un televidente, de pronto, alberga un pensamiento: series como Servant, películas como La casa del diablo, son algo más que entretenidas en la medida en que permitan verse, también, como formas de escapismo hacia una zona mental donde se asoma el pensamiento. Nada mal, me parece, cuando incluso respirar resulta difícil.

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