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La palabra y la ley

La antología ‘Sin literatura no hay derecho’ explora la relación entre las letras y las leyes a través de textos de Sergio González Rodríguez, Jorge Volpi y Carmen Boullosa, entre otros. Guillermo Núñez comenta la compilación, editada por el Colegio Nacional

Guillermo Núñez Jáuregui | lunes, 16 de julio de 2018

Como parte de la colección “Derecho y…”, el Colegio Nacional puso a circular a finales del año pasado una compilación de artículos sobre la relación entre literatura y derecho, coordinada por Gerardo Laveaga: Sin literatura no hay derecho. Los lectores familiarizados con las geografías de las antologías también encontrará en ésta algunos picos, mesetas y sumideros, pero el panorama sigue siendo atractivo: es una buena muestra de las múltiples sendas que tanto una disciplina literaria como una ciencia humanista pueden recorrer, encontrándose o no. Debe reconocerse, en este sentido, el trabajo de Laveaga para reunir autores de procedencias tan disímiles, sean académicos, practicantes del derecho o autores literarios (entre ellos se encuentran Jorge Volpi y Carmen Boullosa, pero también Sergio González Rodríguez, con uno de sus últimos textos publicados).

Aunque el tono de la conversación –como el aparato crítico del volumen recuerda– se presenta en este volumen con el tono que se escucha en los cubículos de la academia, también se asoma el espíritu de la divulgación. Esto es especialmente claro entre los artículos preparados por los investigadores y académicos que provienen de las aulas del derecho. La estrategia típica de los autores de este volumen es abordar obras que, temáticamente, puedan ser ilustrativas para hablar ya no sobre la relación entre literatura (como disciplina) y derecho, sino sobre tópicos generales. Así, Kafka puede ser invocado para hablar del individuo que se enfrenta a sistemas judiciales burocráticos (como ocurre en el documentado texto de Ángel Gilberto Adame) o varios autores que, desde la ficción o el testimonio, dieron cuenta de un fenómeno criminal que le dio forma al siglo XX, el Holocausto (como el de Luis Arroyo Zapatero, quien brevemente también hace un recorrido por algunos títulos de género que recuerdan el vínculo entre la ciencia ficción, o la literatura especulativa, con otros géneros de impulso utópico, como los espejos de príncipes o las constituciones).

La idea marcadamente humanista de que la literatura puede servir para ilustrar dilemas éticos (y por tanto, de poseer un cariz pedagógico o moral) goza hoy de buena salud, como se desprende de varios de los textos reunidos en esta antología. El de César Astudillo Reyes, por ejemplo, reflexiona sobre los derechos humanos a partir de El mercader de Venecia. Hay algo inquietante en que en ese artículo, como “La disposición sobre el cuerpo humano” de Israel Alvarado Martínez, se vuelva al tema de la mutilación y el derecho que las personas tienen sobre sus cuerpos: ¿qué dice eso del espíritu que se respira en nuestro país? Es difícil olvidar que apenas el pasado abril un candidato presidencial propusiera, en un debate nacional, castigos “ejemplares” que contravienen derechos humanos internacionales…

Especialistas en derecho, algunos autores no pueden evitar ver a la literatura como poco más que una disciplina que puede “servirle” al derecho, ya sea para ilustrar casos o fenómenos éticos, o aún peor, para ayudarle al abogado a “escribir bien” (como si la literatura, o la “buena literatura”, se identificara necesariamente con una prosa correcta). En ese sentido es especialmente sintomático el texto de Miguel Carbonell, “Lo que la Literatura puede enseñar a los abogados”, que después de ofrecer un breve listado de títulos notables (de autores como Tocqueville, John Stuart Mill, Rawls o Foucault), también se permite recomendar una novela de Mario Vargas Llosa, La fiesta del Chivo, “una obra que nos permite reflexionar sobre el sentido mismo del Estado constitucional de Derecho, ya que nos hace evidente la necesidad de poner frenos y límites al poder…”. Profesionales de la literatura, otros autores como Jorge Volpi ofrecen en cambio anécdotas personales (su “paso” por alguna facultad de derecho) que explican cómo capitalizaron algunos de sus estudios para sus novelas, redondeadas con alguna ocurrencia sobre la ventaja de tener juicios orales en México.

En ese sentido el texto de Sergio González Rodríguez destaca por señalar, más que el armónico o útil encuentro entre derecho y literatura, las diferencias entre ambas disciplinas y los riesgos de sus cercanías. Apoyándose en Agamben y Magris, González Rodríguez recuerda que el derecho puede ser “literario” cuando es oscuro, propenso a la retórica afectada o plena de tecnicismos, así como cuando infla su normatividad hasta volverla atómica e ineficiente. “La autonomía del Derecho respecto de la Literatura”, señala, “se conserva cuando los jueces son coherentes con el uso de los enunciados, ya sean verdaderos o falsos, que sirven para verbalizar las pruebas en un proceso”. Es una idea atractiva y que merece revisarse. A poco más de un siglo de su redacción, la Constitución mexicana está por alcanzar 700 reformas: esa inflación, que vuelve algunas normativas inoperantes en la vida cotidiana, recuerda más al trabajo de autores de ficción, creadores de mundos fantásticos, que el de legisladores competentes.

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