16 de agosto de 2017

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Artes escénicas

La producción del disenso

Mayté Valencia | martes, 10 de enero de 2017

En esta conversación con Maricel Álvarez y Emilio García Wehbi, a propósito de La herida y el cuchillo, su residencia artística en el Museo Universitario del Chopo, se aborda el espíritu crítico y las formas que éste adopta en su trabajo.

 

Su trabajo no se ciñe a los formatos convencionales del teatro, se caracteriza por romperlos, ¿cómo fue que optaron por este camino?

Emilio García Wehbi: Ambos entramos al teatro desde otro lugar, por lo que tuvimos un desplazamiento natural. Yo empecé en el teatro de títeres, un género menor que tiene una serie de especificidades que requieren un corrimiento de lo teatral: es multidisciplinario, usa objetos, tiene una fuerte carga visual; trabaja con elementos que el teatro tradicional no requiere a priori, como la palabra y el cuerpo. Maricel viene de la literatura y la danza, y empezó a contaminar las disciplinas. Siempre nos interesó alejarnos de lo normativo, como algo ideológico pero también como cuestión vital. Nuestro modo de ver el mundo es nuestro modo de actuar en términos artísticos. Estas ideas tienen que ver con atentar contra los mandatos tradicionales como la familia, la religión y las normas de comportamiento.

 

Su producción critica todo lo normativo pero estas rupturas y este corrimiento, ¿no son ya algo institucionalizado?

EGW: Ésa es la gran paradoja del artista y nosotros nos hacemos cargo de ella. En Herodes Reloaded trabajamos con la práctica misma del museo, subrayando la contradicción de producir una pieza museística que busca atentar contra ello pero, al mismo tiempo, queda en ese gesto de uróboro. Si seguimos hilando fino en esa lógica del pensamiento el artista se queda sin canal de expresión, porque, de algún modo, cualquier espacio de representación está normativizado. Lo que decidimos fue hacer la batalla desde adentro.

Maricel Álvarez: Es parte del juego. No queremos fosilizarnos, ni ser funcionales a las estructuras. Así que intentamos habitarlas desde un espacio de resistencia que nos permita expresar nuestro gesto radical como artistas y que no nos expulse de inmediato, sino que habilite este intercambio de comunicación con el otro.

 

La propuesta formal y el contenido de su obra tienen un vínculo con lo político. ¿Cómo entienden esta relación?

EGW: No hay carga ideológica, esto no es importante al momento de construir una producción poética. La ideología del artista es irrelevante: en tanto haya una ideología que se quiere imponer, hay un gesto colonialista. Esto no quiere decir que no haya una visión del mundo.

MA: O que no haya una práctica política articulada desde lo poético.

EGW: Toda obra de arte es política, hasta los Ositos Cariñositos, entendiendo lo político como la forma en la que uno decide vincularse con el mundo. Y como la actividad artística es gregaria, hay una práctica política. Separando la ideología de lo político, claramente nuestra producción es política. Incluye una visión del mundo pero no es algo que se busca imponer, sino que se plantea cuál es la mirada del artista respecto a una problemática y básicamente lo hace a través de la formalidad. La ideología no tiene voluntad dialéctica; en nuestra política sí se busca eso: entender que el otro es un espectador con subjetividad y que esa tensión generará una síntesis. En Herodes… eso se refuerza en la carga de humor, la parodia, el hiperrealismo, el ridículo. Si esto lo escribiese como un ensayo sería un aburrimiento, una estupidez, y nada que no hubieran dicho antes miles de pensadores. La forma es la que ciñe el procedimiento político de nuestra obra.

 

Sin embargo, en la misma Herodes… y en obras como Casa que arde hay un discurso de ideología anarquista.

EGW: Que sea crítico no quiere decir que sea ideológico. Hay una puesta en crisis de los valores tradicionales y el replanteo de todo lo que es la normatividad, empezando por las normas morales principales del hombre como el pensamiento religioso. Pero no se plantea un reemplazo de eso.

MA: En ambas obras, lo que se pone en práctica es el ejercicio del pensamiento, el cual a veces es contradictorio, pero no deja de plantearse como la verdadera experiencia emancipatoria tanto para el que ejecuta como para el espectador. Lo único que ni la educación ni la cultura nos pueden quitar es la capacidad de reflexionar, aún poniendo nuestro propio pensamiento en tensión.

 

En cuanto al conversatorio que tuvieron sobre La ética de la presentación y la representación de la violencia, en un mundo lleno de violencia, ¿por qué insistir en ella?

EGW: Nuestra estética no es sólo esa. No puedo hablar de la violencia como parte de nuestra obra porque ésta convive con un montón de otros procedimientos que construyen una poética. También podría decir que el pensamiento crítico es violento porque busca atentar contra la seguridad del otro y desestabilizarlo.

MA: Las obras en las que hemos incursionado con el concepto de la violencia no se relacionan con lo coyuntural, se crean en términos históricos y piensan su presente desde otra perspectiva. Nuestra obra no es urgente. Cuando nos invitaron a este conversatorio yo tuve la impresión de que México tiene una necesidad de pensar la violencia por todo lo que están viviendo. Y, desde el lugar más respetuoso, hay que decir que no nos interesa abordar ese tema.

EGW: La violencia en el arte es justamente la institucionalización de esa misma práctica. Para mí es mucho más violento el teatro tradicional, que fuerza al espectador a ser uno como del siglo XIX. El conservadurismo es violento, reprime en las nuevas generaciones la posibilidad de lo nuevo. Cualquier práctica regulada es violenta, de colonización y sometimiento. Nuestra práctica de la violencia es un gesto lúdico para acceder a otro tipo de reflexión que tiene que ver con el pensamiento crítico.

 

Su relación con el espectador es tensa, ¿pueden hablar de eso?

MA: Me interesa que no sea complaciente, que no se le tenga que rendir pleitesía, sino que sea una relación adulta, donde también se asumen las responsabilidades de estar en el mismo espacio compartiendo un acontecimiento. No me interesan las relaciones tibias, sino una que lo interpele hasta lo más profundo de sus cimientos y genere en él empatía o rechazo. No tenemos la doble moral de querer ser artistas amados, nos ponemos en un lugar que puede generar fricción.

EGW: El espectador es soberano. Yo como artista también lo soy. Entre esas dos soberanías la relación tiene que ser dialéctica. En esa relación de diferencia es donde aparece la política. El espectador es un sujeto de disenso.


¿Pueden hablar sobre 65 sueños de Kafka según Guattari, que trabajaron con creadores mexicanos?

EGW: Fue un proceso de laboratorio que va sobre la relación entre el sujeto y el entorno familiar, y cómo este busca liberarse a través del inconsciente. El título funciona como un disparador de la fantasía, no habrá elementos de Kafka o Guattari propiamente, sino que dispone al espectador para mirar desde esa interpretación.

 

En tiempos convulsos, ¿cuál es la importancia del arte?

EGW: Hay una frase de Heiner Müller: «El arte le puede servir al hombre apenas para escapar de su propia banalidad». No creo que el arte tenga potencialidades políticas, a lo sumo tiene micropolíticas: el espacio de representación de la obra y especialmente del teatro es siempre pequeño. Por otro lado, al artista se le ha asignado desde el romanticismo la necesidad de tener un compromiso político en términos ideológicos. Pero quien debe tener ese compromiso es el artista, no la obra. El valor del arte es producir diferencias todo el tiempo.

 

Esta entrevista se publicó originalmente en nuestra edición 117, correspondiente al mes de diciembre de 2016.

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