16 de agosto de 2017

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Literatura

La espera, el tiempo, la brasa

David Miklos | martes, 16 de mayo de 2017

Ampliamente analizada y a la vez inagotable, la obra de Juan Rulfo demanda la libre lectura de cada generación. Se trata de uno de los narradores centrales del siglo XX, y el centenario de su nacimiento ofrece una nueva oportunidad para acercarse a sus textos, sin mediaciones pero con la certeza de que se trata de un clásico universal.

 

Tanta y tamaña tierra para nada.

“Nos han dado la tierra”

 

Todo parecía estar como en espera de algo.

Pedro Páramo

1969

En una reseña de 1969 sobre la novela Los suicidas, del escritor argentino Antonio Di Benedetto, aparecida en el número 3 de la revista Los Libros y titulada “Reportaje a la tentación de la muerte”, el escritor paraguayo Augusto Roa Bastos abre con una discusión sobre lo que entrecomilla la “nueva novela” latinoamericana, obras que se dividen entre “la exasperación de cierto barroquismo verbal”, las más, y “el rigor de un despojamiento externo”, las menos, “casi la excepción”. Dentro del primer y vasto grupo se inscriben, de acuerdo con Roa Bastos, el peruano Mario Vargas Llosa y el colombiano Gabriel García Márquez, ya para entonces los evidentes puntales del Boom literario latinoamericano, en oposición al reseñado Di Benedetto y, a cerca de tres lustros de la aparición de su primera y última novela, el escritor mexicano Juan Rulfo (1917-1986).

Cuatro párrafos introductorios y antes de entrar muy ampliamente en la materia de Los suicidas, dice e insiste Roa Bastos: “Frente a esta actitud [de barroco formal], la otra: la búsqueda del despojamiento de las mediaciones expresivas, como en el caso de Rulfo en Pedro Páramo, que representa, a mi modo de ver, el hito culminante y, por tanto, un nuevo punto de partida en la transformación de los esquemas regionales, por la profundización de sus elementos en una concepción y utilización enteramente nuevas del lenguaje, de las formas, de las significaciones tradicionales”.

Además de ser una reseña precisa de las cualidades quintaesenciales de la novela de Rulfo, a la que no mucho se le podría añadir hoy, casi medio siglo después, el texto de Roa Bastos nos habla de otra literatura latinoamericana, desprendida de la “nueva”, adelantada al Boom no sólo en su aparición y en su avance editorial, mediático, crítico y académico, sino en su aspiración a colocarse en una rara avanzada (que no vanguardia), por así decirlo, estática y contemplativa, en las riberas de un creciente río narrativo turbio y repleto de detritus en su voraz avance hacia adelante. Y no sólo eso: al trazar un parangón de estilo y actitud entre Pedro Páramo, de 1955, y Los suicidas, de 1969, Roa Bastos fue quizás el primero en notar, y dejar registro de ello, que tanto Rulfo como Di Benedetto representan ese real grado cero de la escritura, aquella que más que una continuación puntual de lo anterior es el inicio a destiempo de lo que vendrá.

1955 (1956)

Catorce años antes, en invierno de 1955, en la página 86 del número 1 del volumen 29 de la publicación Books Abroad de la Board of Regents de la Universidad de Oklahoma, una tal Alberta Wilson Server, académica de la Universidad de Kentucky, reseñó, de manera muy sucinta y a dos años de su aparición, El llano en llamas y otros cuentos (1953), la primera encarnación del libro debut de Juan Rulfo, aparecida bajo el sello del Fondo de Cultura Económica. Vale la pena traducir y reproducir dicho texto:

La receta Sangre, sudor, lágrimas ha producido este lote de quince cuentos violentos de Jalisco. El autor, uno de los más nuevos escritores de la escena mexicana, no añade nada a la vieja fórmula de brutalidad entre las clases menos privilegiadas. Los ingredientes básicos son las pasiones animales de lujuria, ira y miedo, y lo que permea todo es el sabor amargo de un reconocimiento desesperanzado de la futilidad de las aspiraciones humanas. La mitad de los bocetos son mediocres en contenido y estilo; entre ellos se cuenta el que da título a la colección. Varios de ellos muestran un buen suspenso e imaginería. El fuerte sabor de coloquialismos y detalles repulsivos no agradará a cualquier paladar.

Allí donde, en un principio, la doctora Wilson Server no supo leer la novedad que representaba la ruptura literaria de Rulfo con la tradición y se contentó con leer sus cuentos como una serie de bosquejos de un recetario clásico del Mexican curios, el escritor Roa Bastos, como ya se vio, atinó en consagrarlo como un clásico del presente, es decir, como un autor único dentro de una especie reducida de narradores latinoamericanos, alérgicos a un imperante –y aún vigente– barroquismo formal, para no decir, hoy, comercial. Sin embargo, no tardó Wilson Server en caer en su error, es decir, en su lectura superficial (para no decir imperial) de la ópera prima de Rulfo, ya que al año siguiente, en verano y en el número 3 del volumen 30 de Books Abroad, le dedica un texto un poco más nutrido y menos culinario a Pedro Páramo, que también viene a cuenta mostrar, íntegro, en nuestra lengua:

He aquí algo fuera de lo común, una obra de “flujo de conciencia” con remolinos de picaresca y espejismos sobrenaturales escalofriantes. El lector nada, flota y es sumergido en las profundidades de viejos recuerdos, es lanzado al torbellino de lo que en apariencia es el mundo de los muertos terrenales. De hecho, a medio relato, el personaje principal, Juan Preciado, muere; luego, ocurre una identificación psíquica entre padre e hijo, concentrada en el padre, Pedro Páramo. Esta rara biografía de un cacique [en español en el original] describe vívidamente las existencias entrelazadas de la gente humilde sometida a su mandato tiránico. La habilidad literaria subdesarrollada vista a media luz en el volumen de relatos de Rulfo, El llano en llamas y otros cuentos (véase B.A. 29:1 p. 86) da un brinco total de madurez ante nuestros ojos.

Rulfo ha logrado la preparación de un estilo propio. A lo largo de las descripciones casi siempre poéticas se hallan el amor hacia la naturaleza y la recurrencia constante del motivo acuático. La técnica de “narración entrecruzada” mantiene al lector absorto… ¡aquellos que conversan son los muertos en sus tumbas! El escenario es Comala, un pueblo “en la mera boca del Infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al Infierno regresan por su cobija”. Esta novela no puede leerse a la ligera; hay preguntas vagas que alimentan algo para reflexionar. La obra de Rulfo es una de las mejores que nos ha llegado recientemente, y nos ofrece un cambio refrescante. Mecánicamente hablando, la edición es excelente.

La genuina candidez de Wilson Server, más allá de su formación académica y su notable desempeño laboral, sirve para mostrar el momento preciso en el que un lector hace un descubrimiento y salda el prejuicio de su mirada, para no decir ignorante, desatenta, en oposición diametral a lo que sucede con el lector-escritor Roa Bastos, inmerso en la corriente de la que forma parte y, a la vez, lo arrastra hacia el presente.

Todo lo que debe saberse sobre la forma en la que la única novela de Rulfo fue tratada tanto por la prensa como por la crítica –incluidas las reseñas de Wilson Server, pero no la de Roa Bastos, posterior– puede leerse en La recepción inicial de Pedro Páramo (1955-1963), un dedicado y exhaustivo trabajo documental y ensayístico de Jorge Zepeda, aparecido en 2005, a medio siglo de la primera edición de dicha obra. Lo que aquí se busca presentar, a partir de las lecturas exhibidas, es la posibilidad de siempre leer Pedro Páramo de forma distinta, mejor aún, en cada ocasión con una nueva puerta abierta a descubrimientos pretéritos y las resonancias literarias, nunca acabadas (o acalladas), que nos permiten explicar mejor el presente en el que nos encontramos realizando nuestra propia lectura.

Antes de eso, no es redundante (re)presentar a nuestro celebrado, que este año, aún entre nosotros a través de su obra, cumple la más redonda de las cifras humanas.

1917-2005-2017

Nacido hace cien años en Apulco, Jalisco, el 16 de mayo de 1917, luego registrado en Sayula, Juan Rulfo es un autor que no hizo negocio con su literatura –es decir: la dejó correr por sí misma, alcanzada la cima, para dedicarse a otras cosas durante poco más de tres décadas, incluida la escritura, pero no de ficción en sí, sino de guiones– y se bastó con aportar dos libros fundamentales, pero no alineados, a un canon evidente (para no decir institucional), así como a una serie de raros perennes, algunos aún en la sombra de los pesos pesados del Boom y el comercio de las letras, hoy devenido literatura universal o del mundo.

El llano en llamas y otros cuentos, aparecido en 1953, fue el primer libro de Rulfo: una colección de quince cuentos, algunos publicados previamente y a partir de 1945. Dicho libro sufrió varias mutaciones y ediciones bajo diversos sellos hasta convertirse en la versión definitiva de El Llano en llamas, ya sin su añadido descriptivo y con el llano mayúsculo, en 2005 –a diecinueve años de la muerte de su autor–, publicada por RM y supervisada por la Fundación Juan Rulfo (que es, en realidad, el nombre comercial de la familia o los herederos del autor, que lo han hecho una suerte de celosa marca registrada).

Entre 1953 y 1954 Rulfo escribe un manuscrito que, bajo el título inicial de Los murmullos –y de cual se publican varios avances–, en 1955 deviene Pedro Páramo, un ejercicio de desregionalización literaria que, pese a las muchas referencias locales, tanto ambientales como históricas, consigue desmarcarse de su tiempo y volverse una obra del presente continuo hasta nuestros días. Lo mismo que El Llano en llamas, Pedro Páramo sufre diversas mutaciones hasta declararse una novela definitiva a medio siglo de su aparición, en 2005 –de nuevo a través de RM y la mentada fundación–, el primer gran y redondo año Rulfo.

A un siglo de su nacimiento, Rulfo, como buen escritor único, ha dejado una estela de influencias no sólo en la literatura mexicana sino en la universal, y, pese a los esfuerzos de sus herederos por preservar su nombre y obra en el caprichoso almíbar del tiempo, varias voces se han dado a la empresa de transgredir la camisa de fuerza de la Fundación Rulfo y mostrar que el narrador nos pertenece a todas y cada una de ellas. No hay mejor ejemplo de un Juan Rulfo personal o privado que el presentado en Había mucha neblina o humo o no sé qué (2016) por Cristina Rivera Garza, híbrido de historia, biografía, diario de viaje, diálogo y ficción (una ficción, digamos, metarrulfiana, de carácter ético-poético) que aporta mucho más que cualquier biografía oficial o libro anotado con el permiso de los que han querido hacer de Rulfo un producto y no un autor en libertad.

1956

A un año de la aparición de su primera y única novela, Juan Rulfo se convirtió en un escritor retirado (de narrativa publicada, se entiende). Ese mismo año apareció, en el hemisferio sur, una novela hasta cierto punto epigonal a Pedro Páramo: Zama, la primera en toda forma del ya mencionado Di Benedetto. Es curioso que en su reseña de Los suicidas, obra con la que se cierra el ciclo iniciado por el argentino ese año (luego conocido como Trilogía de la Espera), Roa Bastos no la mencione y se concentre tanto en ésta como en El silenciero (1964), narraciones que abrevan, sin duda, de la originaria Zama.

No deja de ser curioso cierto símil entre las novelas de Rulfo y Di Benedetto, ofrecido desde sus primeras páginas: la espera, a través de la primera persona del singular y de un lenguaje que busca cierta neutralidad temporal a través del presente (sobre todo en el caso del argentino), no desapegada pero sí con la espalda dada la vuelta a la Historia mayúscula. Mientras en Pedro Páramo la Historia aparece de manera alineal, marcada tanto por la Revolución mexicana como a través de una de sus desembocaduras, la Guerra Cristera, que ocurrió cuando Rulfo ya vivía, en Zama el protagonista animado por Di Benedetto avanza, aunque dando giros sobre sí mismo, a lo largo de tres años de finales del siglo XVIII. Allí donde Rulfo trata a la Historia sin coyunturas, a través de fragmentos o huesos sueltos –pensemos en el propio cuerpo de Pedro Páramo, que al final se transforma en un mero montón de piedras–, y mediante una polifonía de ultratumba, con un narrador inicial –yo: Juan Preciado– que se desvanece a medio camino o se suma a Pedro Páramo, que lo es todo, incluida la propia y espectral Comala, Di Benedetto ata a Diego de Zama a la historia y la voz del presente –la suya propia–, hasta enterrarlo, literalmente, en el espacio geográfico en donde el tiempo sufre una mutación social, es decir, una revolución, de nuevo, histórica.

En suma, la vigencia tanto de Pedro Páramo como de Zama, contemporáneas –no es improbable que Di Benedetto haya leído a Rulfo o, de menos, sabido de él en Mendoza, su ciudad de origen y acción– y desmarcadas de la tradición barroca imperante en América Latina, estriba en su atemporalidad, es decir, en su carácter de clásicos instantáneos, inmunes al paso del tiempo, aunque la primera siempre fue evidente y la última, hasta ahora, más o menos secreta. Mientras que Pedro Páramo es una novela sobre un presente muerto –el presente del cacique que se adueña de todo, incluso de la voz que va a buscarlo, aquella de su hijo, como buen Saturno, aún desde la entraña de la tierra–, Zama es una novela sobre un presente vivo –el presente de un hombre que espera, sin éxito, a ser trasladado a otra parte, despojado de su familia y de su propio sino–, tan vivo que debe ser ultimado para fundirse con el espacio en el que ocurre, como sucede cuando a la tradición se le da un giro (o, de nueva cuenta, una revolución).

Ésta es una de esas tantas puertas que Juan Rulfo, a través de Pedro Páramo, sigue abriendo, hoy: la posibilidad de ponerla en diálogo con otras obras aparecidas en su inmediación temporal, como Zama, y de encararlo con otros autores únicos, con los que, acaso por la época en la que se manifestaron como escritura, tiene más de una coincidencia.

2017 (encore)

Hoy, a cien años del nacimiento de Juan Rulfo (y a treinta y uno de su muerte), seguimos sabiendo por qué Juan Preciado vino a Comala y, desde el primer momento, supo que su padre, un tal Pedro Páramo, estaba muerto, si bien era –y sigue siendo– “un rencor vivo”. No hay mejor manera de celebrar a Rulfo que a través de una lectura libre de ataduras, es decir, una lectura a través de los ojos de cada lector único, con la disposición de abrir otra de las puertas luego infinitas que la novela de 1955, Pedro Páramo, nos ofrece.

No deja de ser curioso que el único fragmento que la doctora Wilson Server cita en su breve reseña sea aquella que habla de la canícula, del andar sobre brasas, como a la entrada del Infierno, que significa estar en Comala, una brasa en sí, el fuego vivo de un autor muerto, sabedor de que él mismo dialoga con nosotros desde la profundidad de la tierra, pero que vuelve de ese infierno para ofrecernos, una y otra vez, la cobija de su voz trascendente, su murmullo culminado. Despojado, como quiere Roa Bastos, de ese barroco espectacular que aún lo invade todo, pero que nos permite ver el brillo perenne de las brasas, aun de los rescoldos.

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